ELI KOSKY
De cuando
en cuando me pisé, bailando, el largo vestido negro que protege mis nervios.
Bailé Soul Kitchen hasta quedarme dormida.
Desperté y
seguí bailando. Es domingo. Día de lavar ropa. Secó rápido hace horas. Esta
noche no bailo. Leo la carta a Irina que escribió Claudio en el crepúsculo
havdálico. Me salto la melódica entrada. La balada no desangra bilis negra.
Fumo, vuelvo a Claudio. Me fricciono y deslizo por el espejismo amargo de su
locura agitada. Inhalo y exhalo paranoica conciencia de sangre. Subrayo todos
los nombres que encuentro. Claudio nombra a Blaise Cendrars. Fumo. Cendrars
nombra a Guillaume Apollinaire. Fumo. Apollinaire nombra a Kuropatkin. Bebo un
trago de agua porque a ese puto sí lo conozco.
Se apagan
las musas de Amberes, mientras aparece Else Lasker Schüler. En mi cabeza
escucho, en mi voz, la voz de Churchill en una escena primigenia. Cuando Tel
Aviv no tenía raíces. Cuando era una pequeña ciudad abandonada y se les dijo a
los residentes, que el Ministro de Colonias británico Sir Winston Churchill
visitaría la ciudad. El alcalde Meir Dizengoff decide llevar a cabo la
recepción en la calle principal, pero lucía insípida. Sin jardines, sin
árboles. Meir tuvo la idea de arrancar los árboles de la zona verde para
plantarlos, de forma temporal, en la calle principal un día antes de la visita
del ministro. Entonces, los árboles empezaron a caer uno por uno ante la vista
los todos. Sir Winston Churchill se rió.
— Meir—,
dijo Churchill. Usted debe saber que en este mundo, sin raíces, nada dura.
Interrumpen
mi lectura y escritura. Debo terminar todo aquí. Disfrutaré de la paz,
arropando a mis hijas. Mientras afuera, titánicas raíces luchan por mantener su
árbol de pie. Afuera el amor se marchita y las tumbas florecen.
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Imagen:
Marc Chagall
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