JAVIER
QUEVEDO ARCOS
Hay
oscuridades que exaltan y oscuridades repelentes. Basta, por ejemplo, con leer
una página cualquiera de Heidegger o Derrida para saber que son unos
cuentistas, gentes que envuelven en una nube gaseosa sus perogrulladas para
camelar al incauto. Lo bueno con el lenguaje filosófico es que sólo requiere un
poco de paciencia para desmontar los «fake». Si usted es lo bastante joven y
ocioso para desperdiciar, como yo hice, un puñado de horas, meses o años en
destripar «Ser y tiempo» o «De la gramatología», obtendrá una satisfacción muy
parecida a la de un policía que desmonta una red de falsificadores. Pero si
usted confía en algún buen policía del pensamiento, quizás sea mejor que pase
de timadores y se dedique directamente a leer lo que merece la pena, por ejemplo,
George Steiner, Giorgio Colli, Jorge Luis Borges, por sólo mencionar a los
Jorges.
Con la
literatura, donde importa tanto lo que sugiere como lo que denota, la cosa se
complica. Es preciso leer de oído al principio, y quizás durante mucho tiempo,
y quizás siempre, antes de decidir si un autor merece la pena. El argumento de
autoridad (la recomendación de un crítico, escritor, profesor, amigo de
respeto) puede valer sólo al principio, para localizar más rápido a alguien,
pero si no pasa la prueba de fuego de una primera lectura, no servirá de nada.
Yo, por ejemplo, descontando a Cortázar, Borges y alguno más, nunca pude con el
boom latino, por mucho que me lo recomendaran. No me iba su ritmo, como no me
va la salsa. En cambio, Joyce, Proust, Kafka, Rimbaud, Eliot, Pound… me
conquistaron a primera escucha, deposité mi fe ciega en ellos en pleno
bachillerato, mucho antes de saber lo que decían sus libros. Comprenderlos era
secundario; uno se dejaba arrullar por su música, como un niño de cuna
reacciona a las entonaciones de los padres, antes de entender el significado de
lo que hablan.
¿Cómo
renegar de la oscuridad, cómo no confiarse a ella? Todo es oscuridad al
principio, cuando nuestra inteligencia adolescente sólo ilumina un mínimo tramo
del camino por recorrer. Contamos con Verne, Hergé, Poe, Dickens, Stevenson y
otros genios benéficos, pero, tarde o temprano, sabemos que tendremos que
desprendernos de esos flotadores y empezar a nadar en mar abierto, donde no
hacemos pie. Quien pide claridad a toda costa, pide en realidad «su claridad»,
exige que el mundo se reduzca a los estrechos límites que él domina, como esos
antiguos que reducían la tierra a lo conocido por ellos, rellenando el resto
del mapa con monstruos. Sin embargo, no por eso el resto del mundo inexplorado
dejaba de existir, de bullir de vida fascinante. Nuestra claridad no cubre ni
una mínima parte de lo que hay y, por mucho que nos empeñemos, la realidad
seguirá proliferando fuera de ella.
Buena parte
de la poesía contemporánea, desde Rimbaud, pertenece al reino de las sombras y,
por mucha exégesis que se le aplique, jamás saldrá de ahí. Debemos aceptarlo o
rechazarlo. Hace ya tiempo que el arte en general (también la música y la
pintura) sufrió un cisma entre el creador y su público del que nunca se ha
recuperado. El arte «pompier» regresa una y otra vez para contentar a las masas
que no tragan a Picasso, Schönberg, Celan o Joyce. Tiene mal arreglo y, a estas
alturas, me la suda. Yo disfruto «escuchando» poesía que no entiendo, como
disfruto escuchando música cantada en un idioma que desconozco. Cuando a los
quince, con mi francés autodidacta, leí «Elle est retrouvée. / Quoi? –
L’Eternité. / C’est la mer allée / Avec le soleil», sentí el mismo pelotazo que
al escuchar «A mera yinsou barrum kuinin Menfis», primera línea de un «Honky
Tonk Women» que entonces no comprendía. Hoy sigo sin comprender buena parte de
Wallace Stevens, Jaccottet o Bonnefoy y no me importa; me vale con su música.
Con la
prosa, en cambio, incluso la que tiene más fama de ilegible, todo es cuestión
de paciencia y sigue siendo válido el consejo que dio Faulkner a los que no le
entendían después de leerlo dos o tres veces: que le leyeran cuatro veces. Casi
siempre, es sólo nuestra pereza y desidia la que convierte en difíciles a
algunos autores. Proust, por ejemplo, es transparente, no hay la menor
vaguedad, indefinición o misterio en lo que escribe, todo es tan cristalino
como en Descartes, por más que la longitud de sus frases sea como la
transposición de esa inspiración interminable con la que soñamos todo asmático.
En Céline, por el contrario, lo arrebatador es el jadeo entrecortado, como el
del que se lanza a la carrera contra la trinchera enemiga. Dime cómo escribes y
te diré cómo te gustaría respirar…
El propio
Proust, que abominó toda su vida de lo brumoso, terminó aceptando una medida de
oscuridad, no como misterio trinitario, inextricable, ante el que uno debe
rendirse sin más, sino como desafío intelectual. En 1896, con veinticinco años,
publicó «Contra la oscuridad», un artículo dirigido contra el simbolismo, la
doxa de aquellos años. A Proust le molestaba no sólo la retórica (las
«princesas», las «melancolías», los «pavos reales»), sino, sobre todo, la
«doble oscuridad» de ese simbolismo terminal, tan alejado de la claridad de su
amado Baudelaire: la oscuridad de ideas e imágenes, y la oscuridad gramatical.
Proust carga contra la vaguedad, lo abstracto, lo alegórico de los simbolistas,
más que contra lo incomprensible; admite el fondo oscuro de la vida, que no hay
por qué replicar en la oscuridad del lenguaje literario, y pone el ejemplo de
«Macbeth», como una obra que enfrenta el misterio sin competir con la
metafísica, con la que la literatura nada tiene que ver. Además del «poder de
estricta significación», el lenguaje poético goza de un «poder de evocación»,
una «suerte de música latente» de la que carece el lenguaje filosófico y «que
el poeta puede hacer resonar en nosotros con una dulzura incomparable». Pero la
verdadera bestia negra de Proust, más que lo oscuro, es lo vago y lo difuso, lo
que carece de individualidad: «En las obras como en la vida, los hombres, por
más generosos que sean, deben ser fuertemente individuales». «Que los poetas se
inspiren más en la naturaleza», concluye, «donde, si el fondo de todo es uno y
oscuro, la forma de todo es individual y clara».
Del «fondo
oscuro y la forma clara» de su juventud, Proust pasará a admitir que también la
forma puede ser desconcertante. En un prólogo de 1920 a un libro de Paul
Morand, que luego retomará casi verbatim en «Le Côté de Guermantes» (el tomo
tres del Tiempo perdido), escribe el francés: «… de tiempo en tiempo surge un
nuevo escritor original […] Este nuevo escritor suele ser bastante fatigoso de
leer y difícil de comprender, porque une las cosas mediante nuevas relaciones.
Le seguimos hasta la primera mitad de la frase y ahí nos rendimos. Y sentimos
que es sólo porque el nuevo escritor es más ágil que nosotros». En su versión
de «La parte de Guermantes» será más explícito: «un nuevo escritor comenzó a publicar
obras en que las relaciones entre las cosas resultaban tan diferentes de las
que las enlazaban para mí, que no comprendía casi nada de lo que escribía […]
Yo sentía, sin embargo, que no es que la frase estuviese mal construida, sino
que yo no era lo bastante fuerte y ágil para seguirlo hasta el final […] Y no
dejaba de sentir por ello hacia el nuevo escritor la misma admiración que un
niño torpe, que siempre saca cero en gimnasia, hacia el compañero más
deportista». Y concluye, desprendiéndose de su creencia de juventud: «Desde
entonces admiré menos a Bergotte [el Anatole France, que fue su maestro], cuya
limpidez me pareció insuficiencia». El Proust de madurez no se resigna, sin
embargo, a la oscuridad, sino que la contempla como una especie de iniciación a
una nueva claridad, como una especie de operación dolorosa a que nos somete un
oculista para curarnos de nuestra falta de visión: «Cuando ha terminado, el
especialista nos dice: “Ahora mire”. Y hete aquí que el mundo (que no ha sido
creado una vez, sino con la misma frecuencia que surge un artista original) se
nos aparece enteramente diferente del antiguo, pero perfectamente nítido […]
Tal es el nuevo y efímero universo que acaba de ser creado. Durará hasta la
próxima catástrofe geológica que desencadenará el nuevo pintor o escritor
original».
El nuevo
escritor original cumple la misma función en Proust que la mujer desconocida de
paso: reaviva nuestro deseo estragado por un exceso de conocimiento, pero sólo
hasta que el nuevo misterio haya sido desvelado. El Proust maduro, que siempre
había amado la claridad, se aviene a una porción inevitable, aunque
provisional, de oscuridad, de andar a ciegas hasta dar con el interruptor de la
luz. Un universo de fogonazos hasta el apagón total. «En la noche dichosa / en
secreto que nadie me veía / ni yo miraba cosa / sin otra luz y guía / sino la
que en el corazón ardía».
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Del muro de
Facebook del autor, 27/08/2024