Tuesday, October 30, 2018

Aviones de fuego /Sobre la novela de 2015 del escritor español Emilio Losada


MAURICIO RODRÍGUEZ MEDRANO

Emilio Losada es de otra época: melena crespa y poleras de agrupaciones de rock de los años 70. Una chaqueta de cuero negro. Un cigarrillo en la boca y una mirada de estar disconforme con todo. Vaqueros ajustados y el rostro serio. Es un anarquista, que quiere decir lo mismo que escritor. Con la novela de Aviones de fuego ganó un concurso en México.

En la novela, el narrador, Robert, habla con un amigo (Landelino). Éste le dice que de niño jugaba a prender fuego a los aviones de papel y los lanzaba hacia la calle. El juego consistía en que uno de ellos llegue hasta el piso, antes de quemarse por completo. 

Así es la escritura o así debería ser. Lanzarse hacia el abismo con la esperanza de caer. Jamás incólume.
 
Con esta novela, Losada hace un homenaje al Barcelona de los años 70. Empieza como un drama amoroso. Luego se convierte en una novela punk. Robert es echado de la casa de su novia o exnovia. Y va a parar al departamento de una amiga. 

En la noche, mientras duerme, oye unos ruidos. Y descubre que hay un fantasma. Un muerto de los años 70 que era un punk-anarquista. Al principio no lo puede creer. En el departamento hay una foto, de una mujer hermosa, rubia, joven, en blanco y negro. Ella era la novia del fantasma. 

Aviones de fuego también es un homenaje al rock de los 70. A las bandas de rock que fueron olvidadas o no tienen cabida en la actualidad. A los bares, donde uno podía escuchar a Lou Reed, guitarras eléctricas, baterías: el pasado hecho música y hecho ayer y hecho nostalgia.

Losada dice en una entrevista: “Robert es un personaje apócrifo. Hace unos años escribí un relato bajo la influencia del gran Pere Calders, ‘La Marta lo hace’, en el que Pere Ripollet, un tipo que se acaba de divorciar, pasa unos días en el piso que le cede su vieja amiga Marta mientras ésta se encuentra de vacaciones fuera del país. Resulta que en el piso hay un fantasma que se aprovecha de su condición para que Ripollet le suministre una serie de vicios”. 

Robert conoce a Landelino quien, además de ser un investigador, es un escritor frustrado. Hablan de la capacidad de la literatura como cura o veneno. Hablan sobre la escritura que a veces salva o a veces hunde. Hablan, mientras caminan por calles mojadas, por una lluvia reciente, una ciudad de Barcelona llena de migrantes y prostitutas. Llena de soledad al estilo nouvelle vague: luces de neón azules y rojas. 

Y al final del laberinto encontrar algo a que asirse. Si es que existe ese algo. ¿Tal vez el amor?

Aviones de fuego es una novela recomendable para quienes aún creen que la única forma de escribir es saber que uno está vencido desde el principio y aún así continuará. Es una novela que te deja con una sensación de que el ayer siempre fue mejor. 

Y un avión de papel sigue cayendo, encendido. ¿Esta vez podrá llegar al suelo? 


Periodista – zion186@hotmail.com

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De OPINIÓN (Cochabamba), 28/10/2018

1944: La vida privada de Adolf Hitler


PATXI IRURZUN

Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.

Durante el desayuno, cuando Eva Braun le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el Führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.

Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.

-Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.

-Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.

Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli… Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.

-Déjame solo, Hermann- le pidió.

Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados…

-Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.

Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió (“Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche”) sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.

Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.

Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del Führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que se voló los sesos

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De INMEDIACIONES, 14/10/2018


Tuesday, October 16, 2018

Todos a San Fabián de Alico

JORGE MUZAM

Pablo Cingolani me sugiere convocar a un encuentro internacional de escritores en mi pueblo, San Fabián de Alico. Dice que vendrían todos los grandes, que me aprecian en muchos países pues de alguno forma los uno, o ellos lo sienten así, y que San Fabián mismo, gracias a mi pluma, ha adquirido rasgos míticos. Le respondo que no sé cómo se ejecutan esas cosas, que tengo escaso talento para hacerme querer por autoridades, gestores culturales o financistas. Que los escritores de mi país, la mayoría al menos, me miran de lejos con desdén o indiferencia o cierto tufillo clasista. Soy un obrero filósofo, un escritor bruto, sudo cada jornada con una hoz y un martillo literal. Le reitero que en mi aldea casi nadie lee, ni en Chile, por eso soy conocido en lugares tan lejanos, porque mi voz tiene cierto eco que reverbera entre cipreses y araucarias hasta traspasar cordilleras, altiplanos y océanos. Le propongo que igual vengan, que mi hogar es grande, que hay un río cerca donde podemos bañarnos sin pagar entrada, vino en abundancia y leña seca para hacer una fogata nocturna donde improvisemos danzas ebrias y nos matemos de la risa.

Fotografía: Jorge Muzam

Tuesday, October 9, 2018

Tanta dureza, tanta fe


JORGE MUZAM

La tarde avanza sobre un cronómetro neurótico. Alterno a Enzensberger con Marc Ferro. Las cuitas del general Hammerstein con los resentimientos que sulfuran la historia. Todo al mismo tiempo, como un pulpo con sobredosis de cocaína que espera ser ajusticiado al día siguiente. Leo un fragmento de Borges. Lo encuentro en medio de un libro de crónicas de Enrique Lafourcade. No dice de qué obra lo extrajo.

"A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles."


Imagen: Helios Gómez

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 2014


Sunday, October 7, 2018

Realismo mágico, mítico y fantástico en Lluvia de piedra

MAURIZIO BAGATIN

“Los territorios de la infancia y los paisajes que dejan en la memoria están hechos a la medida del niño: las dimensiones, las distancias percibidas como espacios infinitamente grandes revelan después ser más pequeñas, más estrechas, más reducidas. De ahí la decepción experimentada por quien, siendo adulto, trata de recobrar en el paisaje real sus recuerdos del pasado” - Marc Augé -

Los dioses no tienen memoria, los dioses no recuerdan nada porque no olvidan nada de lo que va ocurrir… un poco como Sebastián y como Marianela, nostálgicos hasta la muerte, nostálgicos en vida, mágicos, míticos y fantásticos seres humanos imposibles, por eso increíblemente auténticos… criaturas extrañas y reales - en nuestras fantasías - habitantes imperfectos de un lugar alucinante. Hoy tienen un nombre, mañana quizás el calor frío, sus oxímorones perfectos: ya no eres más, pero estásun frío cálidoaparecer para desaparecer, irse para volver, morir para vivirestá lloviendo, y, sin embargo, no llovía aún

Es cierto, nada vuelve a ser como fue, la memoria es una formidable falsaria y nosotros seguiremos compartiendo nuestros días con seres fantásticos, un poco de nosotros, otro poco de ellos, en conjunto todos… diferentes, extraños, iguales. Seres imaginarios, seres reales y kafkianos.

La memoria modifica el pasado, dijo Borges, la realidad hoy es lo verdadero que duele, ayer y mañana aún no. Frases cortas, penetrantes como puñaladas de Miles Davis, punzantes como el cuchillo de su trompeta, la mágica La Paz está ahí, presente, ausente, viva y muerta. Fantástica. 

“La vida como la muerte viene y va. Ni intentar cambiarla. Ir con ella, acelerarla, retrasarla, volcarla y volverla a volcar, pero con un destino que lo decide ella, no tú” (Claudio Ferrufino-Coqueugniot).

Nota: el libro de Rodrigo Urquiola Flores Lluvia de piedra llegó en flota Trans Copacabana un día jueves, es una novela que atrapa, así que en un par de noches la leí disfrutando de su lectura, el realismo fantástico penetra desde la primera frase, Oscar Cerruto, el de Ifigenia el zorzal y la muerte y el de Los buitres por ejemplo, ha sido de guía en su lectura. Léanla y serán atrapados. Fantásticamente. 
Octubre 2018   

Wednesday, October 3, 2018

Alicia en el País de las Pesadillas


JAIME FERNÁNDEZ

Los hábitos nos identifican. Somos lo que somos por ellos. Su función es comparable a la del estribillo que aparece al final de la estrofa del poema y que sirve para recordar el motivo principal de éste y dotarlo de unidad. Según Aristóteles, las costumbres conforman la segunda naturaleza del ser, dejando incluso su marca en el rostro. Proust decía que las facciones de nuestra cara son simples gestos que, en virtud de la costumbre, han llegado a ser definitivos. Pascal fue más lejos que el Estagirita al afirmar que las costumbres son la única naturaleza que tenemos: forjan las creencias sin necesidad de argumentar.

El hábito sí hace al monje, por más que el refrán diga lo contrario para remarcar que a una persona no se la puede juzgar por su apariencia. Los religiosos de ambos sexos toman los hábitos cuando se consagran a Dios. Ese hábito que visten todos los días del año los distingue de los profanos, que usan ropas variadas, de diseños y colores distintos. Si lo vistieran solamente unos cuantos días ya no sería un hábito y, por tanto, tampoco un elemento determinante para identificarlos.

Desde el momento en que nos habituamos a algo por el uso diario, como calzar unos zapatos, llevar un reloj o una joya, lo incorporamos al catálogo de propiedades personales. Hasta la mesa que ocupamos en la oficina la consideramos nuestra por el simple hecho de que todos los días trabajamos en ella, aunque sepamos que pertenece a la empresa y que algún día, cuando abandonemos ese puesto de trabajo, será ocupada por otro empleado. Los inquilinos de una casa saben que por ley ésta no es suya, pero la costumbre de vivir entre sus paredes durante un periodo largo hace que, en la práctica, se sientan más propietarios de ella que su dueño legítimo, quien probablemente apenas la haya pisado en su vida.

A las personas se las conoce por sus hábitos. Una cuestión distinta es la simpatía o la antipatía con que los percibamos. En principio un individuo de costumbres fijas ofrece más confianza que otro en el que no las apreciamos, como si careciese de ellas. Al observar sus hábitos, creemos conocerlo mejor.

Un ejemplo de la influencia del hábito en la formación de la identidad es Archibaldo de la Cruz, protagonista de la película de Luis Buñuel Ensayo de un crimen o La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, inspirada en la novela policíaca del escritor mexicano Rodolfo Usigli Ensayo de un crimen.

Cuenta la historia de un hombre inofensivo, perteneciente a la alta burguesía, muy educado y culto, al que, sin embargo, le aflige un sentimiento de culpa: cree que en su infancia mató a su institutriz porque la mujer murió por una bala perdida al asomarse a la ventana de la casa, alertada por los disturbios revolucionarios que se desarrollaban en la calle. Unos minutos antes la mujer le había contado al niño que la caja de música que le había regalado su madre perteneció a un rey y que ésta tenía poderes mágicos para hacer morir a los enemigos de su dueño.

A raíz de de este incidente, Archibaldo está convencido de que fue él quien mató a la institutriz, que le reñía a menudo por no hacer sus deberes escolares, utilizando como arma homicida la caja de música, origen de sus instintos criminales. Desde entonces teme desear la muerte de las mujeres que pasan por su vida y que por alguna extraña circunstancia acaban muriendo. Al menos eso es lo que él imagina. De esta manera se convierte en un asesino imaginario, en un criminal sin crímenes ni víctimas reales.

La fijación con el deseo criminal que padece el bueno de Archibaldo de la Cruz –su cruz secreta- está relacionada con algo tan peregrino como el hábito de afeitarse todas las mañanas con cuchilla y jabón. De ahí el consejo que le da el juez al final de su fantástica y absurda confesión: que se afeite con una maquinilla eléctrica, o sea, que cambie de una vez por todas de hábito y ya verá cómo se le van de la cabeza esas fantasías tontas.

Por cierto, a Buñuel le gustaban la regularidad y los lugares que conocía. En sus estancias en Toledo o Segovia seguía siempre el mismo itinerario, deteniéndose en los mismos sitios. Cuando le ofrecían viajar a un país o a una ciudad lejana, a Nueva Delhi por ejemplo, rehusaba siempre la invitación diciendo: “¿Y qué hago yo en Nueva Delhi a las tres de la tarde?”.

Las personas que por una enfermedad neurológica se olvidan de sus costumbres y son incapaces de habituarse a algo, pierden también su identidad. Ya no saben quiénes son. Han olvidado hasta su nombre (al que también nos acostumbramos). No reconocen nada de lo que han vivido, visto, oído y sentido. Al cerrárseles las puertas de la memoria, se extingue en ellas la reminiscencia de la que se nutre la costumbre. Rehenes del olvido, todo les parece nuevo y todo lo hacen como si fuese la primera vez, con el consiguiente sobresfuerzo que ello les acarrea. Lo aprendido a lo largo de los años no les sirve para nada. Vegetan en una ignorancia perpetua.

Si cuanto sucede en nuestra vida fuera siempre nuevo para nosotros y cada mañana despertásemos en un sitio diferente, no lograríamos habituarnos a nada. Quienes por sus obligaciones profesionales han de pernoctar con frecuencia en hoteles, están deseando volver a su domicilio habitual para descansar al fin en su habitación, palabra que proviene del verlo latino habitare, frecuentativo de habere (tener), del que también deriva hábito. Están hartos de que el único lugar en el que, después de una jornada laboriosa, al fin pueden disfrutar de su intimidad sea diferente casi cada día, impidiéndoles familiarizarse con los objetos que les rodean en esas horas de recogimiento y descanso.

Una sensación de extrañeza similar a ésta se apoderó del joven Narrador de la novela de Proust En busca del tiempo perdido la tarde en que se encontró por primera vez en la habitación del hotel de Balbec, la estación veraniega a la que había viajado con su abuela para descansar unos días. Asmático y de temperamento nervioso, el muchacho no pudo reprimir la sensación de angustia ante la perspectiva de pernoctar en un cuarto cuyo mobiliario y decoración se le antojaron hostiles.

Aquellas cosas que “no le conocían”, le devolvieron la mirada desconfiada que él les lanzó y, “sin tener en cuenta lo más mínimo mi existencia, manifestaron que yo perturbaba la marcha normal de la suya”.  El reloj de pared, que en su casa de París apenas oía unos segundos a la semana, cuando salía de una profunda meditación, “pronunciaba en una lengua desconocida palabras que debían de ser descorteses” para con él.

Las grandes cortinas violáceas daban a la habitación de techo alto “un carácter casi histórico que habría podido hacerla apropiada para el asesinato del duque de Guisa” o para “una visita de turistas conducidos por un guía de la agencia Cook”, en modo alguno para dormir un sueño plácido. También le atormentaba la presencia de pequeñas librerías con vitrinas que se deslizaban a lo largo de las paredes. Pero lo que más le inquietaba era un gran espejo con pies, atravesado en el centro, y sin cuya salida del cuarto no habría descanso para él.

Hasta que la costumbre vino en su ayuda, abordando la empresa de hacerle amar aquella morada desconocida, cambiar de sitio el espejo, dar otro tono a los visillos y detener el reloj de la pared. Porque, observa Proust, es la costumbre la que

“se encarga  de volvernos entrañables los compañeros que al principio nos habían desagradado, dar otra forma a los rostros, volver simpático el sonido de una voz, modificar la inclinación de los corazones”.

La inquietud que sentía bajo el techo desconocido y demasiado alto era “la protesta de una amistad que sobrevivía en él con un techo familiar y bajo”. Seguro que aquella amistad desaparecería en cuanto se acostumbrase a las novedades extrañas que le deparaba aquella habitación. Al fin y al cabo las amistades nuevas con lugares y personas “tienen como trama el olvido de las antiguas”. Normalmente nos habituamos a lo nuevo antes de lo que imaginábamos cuando lo percibíamos con extrañeza. El transcurso del tiempo se encarga de completar esta labor en su doble cometido de alejarnos de los viejos hábitos, facilitando el olvido, y de familiarizarnos con los recién adquiridos.

Así pues, la costumbre cambió el color de los visillos de la habitación del hotel, acalló el péndulo del reloj de pared, enseñó la piedad al oblicuo y cruel espejo, disimuló el olor del espicanardo y disminuyó en gran medida la altura del techo. Sin el “encuentro venturoso” con la costumbre, esa “organizadora experta, aunque muy lenta”, el espíritu se vería reducido exclusivamente a sus medios y se mostraría impotente para hacernos habitable una vivienda desconocida.

No obstante, en otro pasaje de la novela, el Narrador tiene que admitir que “no conocemos de verdad más que lo nuevo, lo que introduce de pronto en nuestra sensibilidad un cambio de tono que nos llama la atención, algo en cuyo lugar no ha colocado aún la costumbre sus desvaídos facsímiles”. Y más objeciones: los hábitos nos persiguen incluso cuando no obtenemos ningún provecho de ellos y los acatamos por pereza, a sabiendas de que deberíamos abandonarlos por dañinos. Completando la reflexión de Aristóteles, Proust alega que si el hábito es una segunda naturaleza, hace que ignoremos la primera y está libre de las crueldades y hechizos de ésta.

En un mundo en el que sólo hubiese novedades, los hombres no necesitarían recordar lo vivido y tampoco tendrían tiempo ni energías suficientes para ello, viéndose forzados a concentrar su interés en lo nuevo. Pero el hábito, al rebajar la tensión y la incertidumbre que nos provoca el encuentro con lo desconocido, borra el sentimiento de extrañeza y de paso nos obliga a hacer uso de la memoria.

La costumbre de asociar a una persona que acaban de presentarnos con otra que conocemos desde hace tiempo, o de relacionar la ciudad desconocida con alguna que nos resulta familiar, no es más que una forma de neutralizar la extrañeza que nos produce lo nuevo y de atraerlo a nuestro mundo personal con el propósito de conocerlo. Es probable que, gracias a esa oportuna asociación elaborada por la memoria, una vez que nos hayamos familiarizado con la persona extraña descubramos que no guarda ningún parecido con aquella con la que la asociamos al principio, cuando no sabíamos nada de ella. Pero la memoria habrá cumplido la valiosa tarea de despertar en nosotros la reminiscencia necesaria para vencer el desconcierto inicial que nos suscitaba la persona desconocida.

Además, la exposición continua a las novedades despojaría de sentido a la experiencia y al conocimiento adquirido. No aprenderíamos nada, puesto que el aprendizaje mismo carecería de utilidad. Como cada cual tendría su porción diaria de novedades, tampoco podríamos aprender de los otros.  El pasado, tanto el personal como el colectivo, languidecería en el olvido.

La avalancha de novedades incesantes, que quizá en los primeros momentos recibiésemos con júbilo vacacional, pronto nos causaría una fatiga insoportable, además de una fastidiosa sensación de extrañeza. La expectación con que viviésemos su advenimiento degeneraría en una agotadora incertidumbre y la memoria, no teniendo nada que recordar, se oxidaría por desuso.

Todavía está por escribirse la novela en la que, siguiendo la estela de las distopías publicadas en el siglo XX, se narren las peripecias de alguien que cada mañana se despierta en una cama diferente y en una casa distinta; que conoce a personas que no vuelve a ver más, después de una insignificante relación con ellas; que no tiene tiempo para hacer amistades y menos aún para intimar con alguien; que cambia de trabajo cada dos por tres; que pasa por muchos sitios sin establecerse en ninguno; que viaja diariamente a países y ciudades y a quien la experiencia del pasado no le sirve en un mundo inmerso tiranizado por lo efímero (el sociólogo Richard Sennet esbozó en su libro La corrosión del carácter este tipo de vida itinerante en una sociedad líquida).

Esa novela sería la crónica de un desarraigo permanente, de una memoria caótica, incapaz de retener nada, sacudida por el torbellino de novedades con las que tiene que vérselas todos los días. Una vida de pesadilla, cegada para la reflexión y el recuerdo, desprovista de nostalgia, en la que el tiempo transcurre tan deprisa que no se tiene tiempo más que para verlo pasar.

El precedente literario de esta ficción puede rastrearse en un cuento infantil publicado en el siglo XIX: Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll. Tras su descenso onírico al País de las Maravillas, en el que se encuentra constantemente con cosas nuevas, la niña Alicia empieza a dudar de sí misma. El único lazo con el mundo que acaba de dejar atrás es el recuerdo de su gata Dina, a la que echa de menos. Esperaba que al menos se acordasen en casa de darle el platito de leche a la hora de cenar, como todas las noches. En aquel país, donde le ocurrían tantas aventuras inauditas, corría el peligro de olvidarse no ya de la hora de la cena de su gata sino de todo cuanto había vivido en su corta existencia allí arriba, en el País de las Realidades.

La niña no deja de interrogarse si será ahora la misma que se levantó esa mañana. “Pero si no soy la misma, la pregunta siguiente es ¿quién soy yo? ¡Ah! ¡Eso sí que es un misterio!”, se dijo al comprobar que su cuerpo se había estirado en el pequeño corredor que daba a un bello jardín. Después de las mudanzas que experimentaba no estaba segura de saber quién era.

Aunque las novedades y sobresaltos excitaran su curiosidad y, despierta como era, encontrase divertidas las aventuras que le aguardaban a la vuelta de cada esquina, en contraste con la uniformidad a la que estaba habituada, el País de las Maravillas amenazaba con convertirse para ella en el País de las Pesadillas. De hecho, despierta del sueño asustada y enojada cuando las cartas de la baraja que componían el tribunal que juzgaba el robo de una tarta se precipitan en picado sobre ella, que participó en el juicio como testigo y durante la sesión había empezado a crecer de nuevo.

El personaje opuesto a Alicia es el Sombrerero Loco, quien ha sido castigado por el tiempo después de que intentase matarlo, deteniéndose a las seis de la tarde, la hora del té, el momento en que se lo encuentra la niña, junto a la Liebre de Marzo y el Lirón dormilón. El Sombrerero está condenado al suplicio de la repetición. Las novedades le han sido vedadas. Atrapado en la misma hora del día, se pasa todo el tiempo tomando el té. El hombre advierte a Alicia que si conociera el tiempo tan bien como él, no hablaría de perderlo. Es un tipo de mucho cuidado, vengativo como una deidad.

Si bien parte del encanto del cuento de Carroll reside en las novedades que asaltan a su heroína durante su estancia en el País de las Maravillas, en el mundo real los niños no las necesitan tanto como los adultos por el simple hecho de que a ellos casi todo les resulta inédito. La repetición es un fenómeno propio de la madurez. Aparece cuando el individuo acumula un remanente de pasado lo bastante amplio como para dejarse llevar por la reminiscencia.

Un niño ignora la repetición. Necesita vivir más tiempo, o sea, abandonar la infancia, para familiarizarse con ella. Casi todas las cosas son nuevas para él, las ve y las siente por primera vez. Quizá esto explique su inclinación, a modo de contrapeso, por los hábitos y los horarios estables.

Los cambios incesantes a los que Alicia se vio sometida en el País de las Maravillas sólo podían acontecer en el mundo del sueño, donde las costumbres no tienen cabida y cuanto nos ocurre a nosotros y a nuestro alrededor se rige por unas leyes distintas de las vigentes en la realidad. En los sueños todo se torna extraordinario y se sale de regla. Las metamorfosis se suceden unas tras otras. Siempre están ocurriendo cosas insólitas y sorprendentes. El propio soñador acomete acciones inimaginables en la vida real.

Como demuestra la experiencia onírica de Alicia, la alternativa más a mano que tenemos para evadirnos de nuestro régimen de costumbres es el sueño, donde vivimos aventuras sin cuento y los hábitos son inconcebibles. No obstante, aún hay otra a la que sólo pueden acceder los poetas y los artistas que en sus obras se sumergen en lo extraordinario, en sentimientos y sensaciones inusuales. El cuento de Lewis Carroll es un exponente de ello, como lo es también una novela con la que guarda cierto parentesco. Me refiero, naturalmente, al Quijote.

Así como el sueño transporta a Alicia a un mundo en el que se cruza con personajes insólitos y situaciones estrambóticas, la locura visionaria de Don Quijote le lleva a desprenderse de los hábitos previsibles en un hidalgo de pueblo, viejo y solterón, interrumpidos únicamente por la lectura ferviente de libros de caballerías en la biblioteca de su casa solariega. Si Alicia tuvo que soñar para viajar a un sitio en el que sólo sucedían cosas nuevas a su alrededor y ella misma era objeto de novedades sensacionales en su propio cuerpo, Don Quijote tuvo que enloquecer para viajar a una realidad paralela en la que solamente a él le ocurrían aventuras trepidantes.

Guiado por la imitación de los libros de caballerías, el ingenioso hidalgo se las ingenia para acomodar el fantástico universo caballeresco a las banalidades que le salían al paso en su peregrinaje por los áridos caminos de Castilla y Aragón. El resultado de ese acoplamiento forzado no podía ser más que un engendro, una mezcla estrafalaria comparable al baciyelmo con el que Sancho Panza denominó a la bacía del barbero Nicolás que, en contra del criterio de los cuerdos, el loco de Don Quijote estaba empeñado en confundir con el Yelmo de Mambrino.

Al igual que Proust, Lichtenberg pensaba que las costumbres nos impiden ver las cosas con ojos nuevos. En sus Cuadernos confesó que le gustaría poder desacostumbrarse de todo, “poder ver, oír y sentir todo de nuevo”. La costumbre echaba a perder nuestra filosofía. Sin embargo, el deseo del profesor de Física choca con la realidad. Es imposible desacostumbrarse de todo por la sencilla razón de que entonces dejaríamos de ser humanos.

Lo único que podemos hacer es cambiar de costumbres, como se cambia de camisa, por una cuestión de higiene. Siempre que la pereza, el apocamiento o la falta de imaginación no obstaculicen el empeño, la otra opción es mudarnos a un lugar que nos obligue a adoptar unas costumbres nuevas. Precisamente el encanto de los viajes reside en el contraste entre las novedades que nos deparan y el olvido momentáneo de los hábitos y de las cosas con las que estamos familiarizados. Más aún, esas huidas ocasionales renuevan nuestro afecto por las costumbres consolidadas.

Por ello, después de un viaje largo por tierras desconocidas, durante el cual hemos dormido casi cada noche en habitaciones distintas, sentimos la necesidad de volver al hogar y a nuestras queridas costumbres, como Ulises deseaba volver al suyo después de haber combatido en la Guerra de Troya y de un tormentoso viaje de regreso, y recuperar la estabilidad familiar en la añorada Ítaca, junto a su esposa Penélope y su hijo Telémaco.

La profusión de cosas extraordinarias que asaltaban continuamente a Alicia en el País de las Maravillas hizo que empezara a habituarse a ello, hasta el punto de parecerle una sosería y una estupidez que la vida discurriese con una apacible normalidad. Allí cualquier cosa era posible.

También en la vertiginosa sociedad tecnológica el discurrir normal de la vida, con sus ciclos correspondientes, puede parecer una estupidez a quienes se adaptan con premura robótica a sus incesantes requerimientos, mientras que a otros, el fluir de novedades les induce a sospechar que quizá ya nada sea imposible. ¿Cuál será el próximo invento?, se preguntan con inquietud.  No importa, pronto nos acostumbraremos a él, como nos hemos habituado a los muchos que le precedieron. Nuevas costumbres sucederán a las viejas. A rey muerto, rey puesto. Al fin y al cabo, los inventos pasan, pero la Costumbre permanece.

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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 02/10/2018

Imagen: Una de las páginas del manuscrito de "Alice in Wonderland", que Carroll presentó a Alice Liddell en 1864


Tuesday, October 2, 2018

Bajando el sendero derruido

CECILIA DREYMÜLLER

La poesía enigmática, marcada por la conciencia de la quiebra del mundo, y el lenguaje deslumbrante del malogrado Georg Trakl se aprecia en su libro póstumo Sebastián en sueños y otros poemas. El de un sucesor directo de Hölderlin y Rimbaud.

La poesía de Georg Trakl cumple la sentencia de Adorno sobre el arte como promesa de felicidad que se rompe. Es imposible, en su caso, abandonarse a la belleza del verso, al que aún invitaba, en la misma época, la poesía de Rilke. En Trakl pesa demasiado la conciencia de quiebra del mundo y una herencia tenebrosa; el horror asoma, con su máscara distorsionada. Trakl "desciende el sendero derruido" y no se permite solaz alguno: la naturaleza permanece muda, el amor es culpable, la religión no consuela: "Este tiempo respira lágrimas más oscuras, / perdición cuando el corazón del que sueña / rebosa de arrebol del crepúsculo,/ de la melancolía de la ciudad humeante; / un áureo frescor orea al caminante / al extranjero, desde el cementerio, / como si un cadáver delicado lo siguiese en la sombra".

Tras su temprana muerte en
1914 por sobredosis de cocaína, Trakl, cuya vertiginosa trayectoria literaria fue truncada por la Primera Guerra Mundial, dejó preparada para la publicación Sebastián en sueños, que completaría la escasa obra poética, empezada a publicar el año anterior. En este libro la dicción poética se ha depurado a la máxima sencillez; la visión del mundo, en cambio, se ha ensombrecido hasta límites extremos; algunos poemas, como 'Última nota' o 'Silencio', ya anuncian la decisión final. Aunque en el último año de su vida, emancipado de su familia, Trakl fue acogido entre los intelectuales austriacos, la relación incestuosa con su hermana Gretl, que se suicidaría tres años después, no dejó de atormentarle. En 'Septeto de la muerte', 'En la oscuridad' o 'Canción del que ha muerto', los recuerdos de la infancia, del sosiego del jardín nocturno, de las veladas musicales con la hermana, desembocan en deseos de muerte. El Trakl tardío es radicalmente terminal, enigmático y ardientemente inclinado hacia el más allá. Como último reducto de proyección queda la ensoñación: los delirios del alcohol, del opio o de la cocaína, que nutren las visiones del poeta. En los poemas de la última época, reunidos en el presente volumen, la experiencia con las drogas se expresa con evidencia: "Sobre negra nube, tú / cruzas ebrio de opio / el estanque nocturno, // todo el cielo estrellado".

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De EL PAÍS, 09/09/2006

Imagen: Georg Trakl (Salzburgo, 1887-Cracovia, 1914), en 1912.  

Monday, October 1, 2018

Silencio espiritual de grillos


JORGE MUZAM

La última lluvia de septiembre pulverizó el florecimiento de los cerezos. El granizo hizo lo propio con camelias y ciruelos tardíos. La postal japonesa se diluyó en un bombardeo de pétalos blancos. Miramos por la ventana el desvanecimiento de la tarde como viejos coroneles garciamarqueanos. Los gallos andan perplejos, estirando el cogote para que el agua escurra. Queda poco café. Casi nada de verduras. La camioneta del casero no pasará hasta el martes. En una breve escampada logramos encontrar el gato y darle de comer. Pozones de agua reproducen el cielo gris conejo.

Romina trabaja en un vídeo testimonial de su trabajo en Valdivia. A ratos la logro interesar con la cinematografía de Terrence Malick, sus motivos, la paradoja que envuelve la belleza, la histérica condición humana, siempre oscilante, bipolar, ensalzando, oprimiendo, redimiendo.

Avanza la noche. Café y tostadas con miel. Abrimos un documental sobre Hayao Miyazaki. Su mundo cotidiano. El historial de Ghibli. La amistad creativa con Isao Takahata. El mirador de nubes sobre su despacho. El registro coincide con el estreno de El viento se levanta. Años de trabajo que rinden a la humanidad una obra maestra. Pero Miyazaki está pesimista. La avalancha impositiva de la extrema derecha cercena la libertad creativa, reduce los temas, acorrala la imaginación.

Las nubes se van con la madrugada. Silencio espiritual de grillos. El fuego de la estufa fenece antes que aclare. Ya es lunes. Debemos dormir algo antes de ir a trabajar. Octubre desempaca espolvoreando escarcha sobre el valle. 

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 10/01/2018

Cecco Angiolieri, el Baudelaire del humanismo


MAURIZIO BAGATIN

“Sans cesse à mes côtés s'agite le Démon    Il nage autour de moi comme un air impalpable;  Je l'avale et le sens qui brûle mon poumon    Et l'emplit d'un désir éternel et coupable”    - La destruction, Charles Baudelaire -

Demasiado melífero el Dolce stil novo, demasiado religioso y místico este Dolce stil novo para el maudit Cecco Angiolieri; toda la poesía rebelde, la poesía maldita y la poesía visionaria posterior al toscano nace de sus rimas, emerge de sus sonetos… no amaba Dante y Dante se alejaba de él, uno de los sonetos que dirigió a Dante: "Dante, si arrastro fama de goliardo, / tú, en maldecir, me pisas los talones; / [...] / voy de maestro, y tú me das lecciones; / yo me he vuelto romano, y tú lombardo", lo demuestra. Le hizo mofa al Dolce stil novo, utilizando la alegoría, porque la alegoría es la modalidad estética más adecuada para entender la historia como una catástrofe permanente. Anticipó a Baudelaire, fue el maldito precursor de la modernité de Baudelaire. No sabemos si Baudelaire lo leyó. Pero hoy reconocemos que Le spleen de Paris es el estado de ánimo de Cecco Angiolieri… seiscientos años antes.

Infiel a Becchina, amante sensual y mezquina y musa sui generis, una especie de anti-Beatriz, mientras su vida abunda entre burdeles, tabernas y otras amantes, lujo, calma y voluptuosidad: “Tre cose solamente mi so' in grado, le quali posso non ben ben fornire, ciò è la donna, la taverna e 'l dado; queste mi fanno 'l cuor lieto sentiré”. Vagabundeo y exilios lo eligieron a ser uno de los personajes de una novela del Decamerón de Boccaccio…

Curioso fue el apodo de su abuelo, Solafica (solocoño) - gran amante hasta tarda edad y sin viagra, maca o cáscara de sandía - que un filólogo del ‘800, tal D’Ancona, omitía en cuanto nombre prohibido, y que un filólogo contemporáneo, Martí, intentó corregir sin suceso.

Y él, timbero hábil o mañoso, diestro con el pincel del amor, en el soneto S’i fossi foco abraza los cuatro elementos, de amor amando y por amor destruyendo, interrumpir quería el corso del mundo… parodia para derrumbar el stilnovismo… mujeres ángeles que vuelven a la tierra, hasta vulgares en burdeles y tabernas, poesía maldita a las raíces de los primeros burgueses, poesía juguetona para mojigatos y pueblerinos…

Al principio fue Angiolieri que generó Villon, que generó Baudelaire, que generó Rimbaud, que generó Pasolini, que generó De André…  
Septiembre 2018