Tuesday, October 30, 2018

1944: La vida privada de Adolf Hitler


PATXI IRURZUN

Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.

Durante el desayuno, cuando Eva Braun le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el Führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.

Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.

-Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.

-Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.

Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli… Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.

-Déjame solo, Hermann- le pidió.

Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados…

-Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.

Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió (“Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche”) sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.

Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.

Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del Führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que se voló los sesos

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De INMEDIACIONES, 14/10/2018


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