Sunday, April 26, 2020

Alessandro Amenta, Le parole e il silenzio. La poesia di Zuzanna Ginczanka e Krystyna Krahelska, Aracne Editrice, Roma 2016


ANDREA F. DE CARLO/Traducción del italiano por MAURIZO BAGATIN

“Pero sería ingenuo pensar que una traducción pueda resolverse en un doblón del original, un calco, una imitación o una paráfrasis; así como sería presuntuoso pretender que la traducción sea la misma obra del original con un léxico (un diccionario) diverso. Como dijo Ortega y Gasset, la traducción es un género literario de por sí, diferente de los otros géneros literarios y con finalidad propia; por la simple razón que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra” - María José de Lancastre, Antonio Tabucchi -

Esta, por lo tanto, es la traducción-traición, cómo sostenía el poeta Vincenzo Monti, que les ofrezco, con y sin google, buena lectura.
Maurizio Bagatin, 21 de abril 2020
                                                                                                                                                                                                                         

En el libro La palabra e il silenzio. La poesía de Zuzanna Ginczanka e Krystyna Krahelska [La palabra y el silencio. La poesía de Zuzanna Ginczanka y Krystyna Krahelska], recientemente publicado en la nueva y prometedora serie "Polonica", editado por Aracne Editrice, Alessandro Amenta analiza en clave comparativa la producción poética de dos talentosas poetisas polacas: Zuzanna Ginczanka (1917-1944) y Krystyna Krahelska (1914-1944). Aunque en Italia el nombre de Krystyna Krahelska aún es casi desconocido, el de Zuzanna Ginczanka no es completamente nuevo. En 2011, de hecho, una colección de poemas de la Ginczanka titulada Krzątanina mglistych pozorów/Un ir y venir de apariencias brumosas (Austeria, Cracovia-Budapest 2011), en la traducción de Alessandro Amenta. Y nuevamente en 2014 el documental La poesia spezzata. Zuzanna Ginczanka (1917-1944) [La poesía rota. Zuzanna Ginczanka (1917-1944], dirigido por Mary Mirka Milo y con guion de Amenta y Milo, es dedicado a la poetisa.                                                                  

Desaparecidas trágicamente a una edad temprana durante la Segunda Guerra Mundial, las dos poetisas se convirtieron en figuras emblemáticas en Polonia: Zuzanna Ginczanka fue elegida a símbolo del Holocausto y del trágico destino del pueblo judío, mientras que Krahelska personificó el sacrificio patriótico de los hijos de la Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. Incluso hoy, las dos poetisas han penetrado el imaginario polaco como símbolos del signo opuesto: Ginczanka es percibida como la "bella hebrea”, ajena a la cultura polaca, un objeto de veneración y al mismo tiempo hostil; Krahelska, por otro lado, es vista como la heroína de la patria, en línea con la tradición romántico-martirológica. Alrededor de sus vidas se creó un verdadero mito que durante mucho tiempo eclipsó sus obras aunque, como señala el autor en la introducción: “Por un lado, este mito ha garantizado la supervivencia de su recuerdo en la memoria colectiva, por otro lado, ha obstaculizado o incluso impedido una comprensión real de su trabajo poético"(p. 15).

En el caso de Krystyna Krahelska, por ejemplo, la mayoría de los textos críticos dedicados a ella tienen un carácter puramente memorial y biográfico, a veces proporcionan nueva información sobre su vida, pero no sobre su trabajo. El ensayo de Amenta, por lo tanto, propone, por un lado, llenar este vacío y, por otro, profundizar las dos producciones líricas en una perspectiva comparativa, examinando algunos topoi recurrentes en la poesía de las dos poetisas: urbanismo y anti-urbanismo, mitología y folklore. , deseo y subjetividad femenina, religión y espiritualidad, política e historia. De esta manera, el autor revela interesantes analogías como sustanciales discrepancias, así como las profundas conexiones existentes entre el trabajo de las dos autoras y el contexto cultural de la época.

Ginczanka es la autora de sátiras sociopolíticas como de una obra poética que inicialmente fue influenciada por Bolesław Leśmian, por los poetas skamandriti y luego, después de un corto período de experimentación futurista y dadaísta, aterrizó en el catastrofismo. Los escritos de Krahelska incluyen composiciones poéticas, inspiradas en el folklore popular y el universo de los cuentos de hadas, y canciones patrióticas, que en ese momento ganaron gran popularidad entre los soldados de la resistencia polaca. A la guerra sobrevivieron unas ciento setenta obras de Zuzanna Ginczanka: los poemas escritos a mano contenidos en dos cuadernos que datan de los años 1932-1934, que actualmente se conservan en el Museo de Literatura de Varsovia, las liricas y las sátiras que lograron ser editadas por revistas de la época, los poemas recogidos en el volumen O centaurach [Sui centauri] y el último poema escrito a mano [Non omnis moriar] compuesto durante la guerra. En los años 1991-1994, la edición crítica de las obras de Ginczanka editada por Izolda Kiec salió a la venta en Polonia, cuya nueva edición se publicó en 2014. De la producción poética de  Krystyna Krahelska, hemos recibido unos doscientos cincuenta poemas contenidos en algunos cuadernos y hojas manuscritas, que se guardan en el archivo privado de la familia. La poetisa logró publicar solo dos poemas en la revista "Droga pracy" en 1938, mientras que otros poemas aparecieron póstumamente en antologías y revistas.

El éxito de Krahelska fue decretado por su canción patriótica Hej chłopcy, bagnet na broń! [Ehi ragazzi, baionetta in canna!, 1942], cuyo propósito era mantener alta la moral entre los partisanos, recordar el propósito de la batalla y reafirmar el sentimiento patriótico. La canción adquiere características estilísticas típicas de las canciones de los legionarios: la sensación de incertidumbre hacia el futuro que no debe desanimar o despertar el miedo, sino que debe ser aceptado como un estímulo para luchar. Casi todas las canciones retoman este popular motivo según el cual, una vez superados el entumecimiento y el sufrimiento, uno debe tener esperanza en el futuro y tomar las armas y luchar. En todas sus canciones, Krahelska se inspira en canciones y música tradicionales, como en el caso de las liricas Kujawiak (1941) y Kołysanka [Ninnananna, 1941]. En ellas, la poetisa a menudo recurre a metáforas y similitudes naturalistas para mencionar la guerra. El mismo modus operandi se puede ver en la poesía de Ginczanka, donde el conflicto siempre se transfigura metafórica y alegóricamente, a través de visiones apocalípticas en línea con las representaciones del mundo de los catastróficos. En diversas composiciones, el destino del país y su incierto destino personal se representan con la alegoría romántica de un barco en medio de un mar tormentoso. Esta imagen, muy probablemente de ascendencia mickiewiczana, aparece por primera vez en el poema Żegluga [Navegación, 1936], contenido en la colección O centaurach, en la que un nuevo Noé "en un arca hermética negra" se encuentra a merced de un diluvio aterrador. El peligro que se siente en el horizonte despierta consternación en las almas, aunque persista una leve esperanza de salvación, un aterrizaje en una tierra edénica llena de manzanos en flor. El motivo de la primavera asociado con la guerra también aparece en un poema de Krahelska, Wiosna zawiedzionych [Primavera de los decepcionados, 1940], en el que la angustia y la desilusión surgen de una temporada de primavera - es decir el final de la lucha - que aún no llega. Este topos tiene sus raíces en la admiración que las dos poetisas tienen por la naturaleza, que se convierte en un espejo de sus estados de ánimo, sus emociones, sus amores, su alegría de vivir, pero también sus ansiedades, su disturbios y sus decepciones.

Al contrario de las metrópolis grises y alienantes, la naturaleza constituye un espacio familiar y tranquilizador y un universo sereno, humano y lleno de vitalidad. El motivo bucólico está flanqueado por la recuperación de las tradiciones, de la historia, el folklore y las raíces rurales polacas. Aunque la naturaleza está representada de manera diferente por las dos poetisas, simbólicamente en Ginczanka y descriptiva y metafórica en Krahelska, tanto el entorno natural está cargado de significados metafísicos o de fascinación sensual. El sensualismo lesmianiano, especialmente por W malinowym chróśniaku [En la mancha de frambuesas, 1920], emerge en Wiśnie i słowa [Cerezas y palabras] y [Kalinowym mostem chodziłam] [En un puente de viburno estaba caminando] por Krahelska y en la imagen del ovario erecto de flores encontrado en Bunt piętnastolatek [La revuelta de las quinceañeras, 1933] de Ginczanka. En la poesía de la Ginczanka, la fruta que madura es una imagen particularmente recurrente, pensemos en Lalita szuka serca [Lalita busca un corazón, 1932] y Powieść dla młodzieży [Novela para niños, 1933]. En la producción lírica de Ginczanka, las madres fértiles están en comunión íntima con la esencia fértil de la creación. También en las liricas juveniles de Krahelska, al lado de la percepción sensual de la naturaleza (Miłość, Lamore; Przedwiośnie, Anuncio de primavera), emergen deseos inconscientes de maternidad como en Kołysanka jesienna [Canción de cuna de otoño] y Kołysanka klonowa [Canción de cuna de arce].  

Sin embargo, la representación de la subjetividad femenina en los dos poemas diverge mucho: la mujer de Krahelska parece estereotipada, impersonal, dedicada al cuidado de la familia, esperando que el ser querido regrese del campo de batalla (Wiersz o nas i chłopcach, Poesía sobre nosotros y los muchachos; Do Stacha, A Stach; Modlitwa o Stacha, Oración por Stach). A diferencia de la imagen femenina convencional de Krahelska, la mujer de Ginczanka es una figura moderna e inconformista, rechaza los elementos estilísticos tradicionales y los estereotipos culturales (Przypadek, Un caso), manifiesta sus propios pensamientos libremente, aborda el tema del deseo y del cuerpo. Esto último está relacionado tanto con la autodeterminación (Kobieta, Donna; Wyjaśnienie na marginesie, Nota al margen) como con el sufrimiento y la melancolía de la autora, en el que la representación del yo aparece destrozada y distorsionada (Fisiología, Fisiología; Futro, Piel).  

Si Krystyna Krahelska se hace famosa por su última canción, Hej chłopcy, bagnet na broń!, también Zuzanna Ginczanka debe su popularidad a su ultima composición poética, sin título,  que inicia con las palabras non omnis moriar. Esta lirica es el testamento de la poetisa, escrita a lápiz en 1942, después de haber sido denunciada a las autoridades nazi y publicada póstumamente en 1946 en el número 12 de la revista Odrodzenie. Está inspirada en el poema de Juliusz Słowacki, Testament mój [Mi Testamento, 1839-1840], aunque Ginczanka reformula sus motivos principales. Si en el texto de Słowacki el laúd es el símbolo de la poesía, en la composición de la autora los objetos poseídos asumen la función de un mudo testimonio, se convierten en un símbolo del destino trágico, tanto personal como de todo el pueblo judío: "Non omnis moriar, mis magnificas posesiones, / - manteles como prados, armarios como castillos inexpugnables, / hectáreas de sábanas, ropa bellamente tejida / y vestidos, vestidos de colores muy vivos - me sobrevivirán"(p. 188). Sin embargo, mientras Słowacki creía en la fuerza salvadora y demiúrgica de la poesía, Ginczanka creía que la palabra poética podía servir para describir la realidad, pero no para crearla. En la visión poética de la autora, por lo tanto, no es la palabra (o sea Dios) la que crea el mundo, sino que es este último lo que da vida a la palabra. Lo divino impregna el universo material, mientras que el individuo actúa como un canal de comunicación entre la dimensión terrenal y la dimensión espiritual. Zuzanna Ginczanka utiliza motivos del Antiguo y del Nuevo Testamento en sus composiciones, como en Proces [Proceso], Canticum Canticorum, Poznanie [Conocimiento], pero los somete a reelaboraciones radicales. A dominar, especialmente en la producción juvenil, es una visión cercana al neoplatonismo y al panteísmo, como en Piosenka o przygodzie [Canción sobre el tiempo], Celowość [Finalidad], Panteistyczne [Panteísta]. Desde este punto de vista, varios elementos de contacto con algunos poemas de Krystyna Krahelska son reconocibles, donde es posible ver motivos paganos y animistas en línea con su interés en los mitos y en las creencias populares (Cząber, Savory; Olcha, El Aliso).

En la lírica de Ginczanka, el tema de lo divino y de la religión adquiere un tono pesimista como en el caso de la composición Świętokradztwo [Sacrilegio, 1938], en la que surge la búsqueda del significado último de las cosas, en un mundo que se encamina hacia su inevitable catástrofe. Krahelska, siempre manteniendo la esperanza, en sus letras imbuidas de retórica patriótica a menudo recurre a la súplica mariana por apoyo espiritual y ayuda concreta en un momento dramático para todo el país. En Krahelska, la fe católica siempre está ligada a la tradición y a la dimensión familiar. Las fuentes de inspiración para el poeta son el folklore local y las costumbres no solo nacionales, sino también ucranianas, rusas, bielorrusas y, sobre todo, las tierras fronterizas polacas (los llamados "Kresy"). Krahelska, estudiosa de etnografía, se basa sobre todo en las tradiciones populares, en las leyendas y las mitologías eslavas (como, por ejemplo, en la poesía dedicada al demonio meridiano Południca), en los cuentos y las canciones de hadas bielorrusas y ucranianas, especialmente en baladas y canciones de cuna, como en el caso de Ballada o szaleju [La balada sobre la cicuta], Ballada o księżniczce [La balada sobre la princesa] y muchas otras composiciones.

En Zuzanna Ginczanka, la mitología, la cultura y la historia grecorromana juegan un papel importante, acompañado por un interés juvenil en el exotismo. La poetisa abarca desde la mitología grecorromana, la Mitología Radosna [Mitología alegre], Agonía, O centaurach, Powrót [El regreso], hasta la mitología nórdica Zygfryd [Sigfrido], desde la cultura oriental en el ciclo dedicado a la figura de Lalita al folklore ruso en Żar-Ptak [El pájaro de fuego]. La mitología y el folklore en el trabajo de ambos poemas, aunque tienen un papel importante, no crean un universo mítico y complejo como en el caso de Leśmian. Estos mitos vienen representados respetando su fabula original, incluso si a menudo se someten a un procedimiento de reinterpretación, en el que se adaptan a las necesidades de la realidad contemporánea para expresar alegóricamente su mundo interior y su identidad.

En su volumen, el autor, desligando la obra del trabajo de la "biografía simbólica" de las dos poetisas, analiza comparativamente la riqueza de motivos, lenguajes e inspiraciones presentes en ambas producciones poéticas, a la luz de los vínculos con la literatura y la historia de Polonia del período de entreguerras. Alessandro Amenta ofrece a la comunidad científica una preciosa monografía sobre el trabajo de dos poetisas que, a parte los expertos, permanecen casi o completamente desconocidas en Italia. Esta es una contribución crítica muy preciosa,  que destaca las convergencias y las divergencias entre las dos poéticas, así como aspectos del trabajo de Ginczanka y Krahelska poco investigados por la misma crítica polaca.

Las voces poéticas de Zuzanna Ginczanka y Krystyna Krahelska, que hablan de una Polonia devastada por la tragedia de la guerra y la ocupación, siguen siendo de importancia fundamental hoy no solo porque han adquirido el valor del testimonio histórico y han representado un intento de resistencia, sino también porque devuelven la relación correcta entre las palabras y el silencio de uno de los episodios más trágicos de la historia europea.


Sunday, April 12, 2020

‘The pandemic is a portal’


ARUNDHATI ROY 

Who can use the term “gone viral” now without shuddering a little? Who can look at anything any more — a door handle, a cardboard carton, a bag of vegetables — without imagining it swarming with those unseeable, undead, unliving blobs dotted with suction pads waiting to fasten themselves on to our lungs?  Who can think of kissing a stranger, jumping on to a bus or sending their child to school without feeling real fear? Who can think of ordinary pleasure and not assess its risk? Who among us is not a quack epidemiologist, virologist, statistician and prophet? Which scientist or doctor is not secretly praying for a miracle? Which priest is not — secretly, at least — submitting to science?  And even while the virus proliferates, who could not be thrilled by the swell of birdsong in cities, peacocks dancing at traffic crossings and the silence in the skies? The number of cases worldwide this week crept over a million. More than 50,000 people have died already. Projections suggest that number will swell to hundreds of thousands, perhaps more. The virus has moved freely along the pathways of trade and international capital, and the terrible illness it has brought in its wake has locked humans down in their countries, their cities and their homes. But unlike the flow of capital, this virus seeks proliferation, not profit, and has, therefore, inadvertently, to some extent, reversed the direction of the flow. It has mocked immigration controls, biometrics, digital surveillance and every other kind of data analytics, and struck hardest — thus far — in the richest, most powerful nations of the world, bringing the engine of capitalism to a juddering halt. Temporarily perhaps, but at least long enough for us to examine its parts, make an assessment and decide whether we want to help fix it, or look for a better engine. The mandarins who are managing this pandemic are fond of speaking of war. They don’t even use war as a metaphor, they use it literally. But if it really were a war, then who would be better prepared than the US? If it were not masks and gloves that its frontline soldiers needed, but guns, smart bombs, bunker busters, submarines, fighter jets and nuclear bombs, would there be a shortage?

Night after night, from halfway across the world, some of us watch the New York governor’s press briefings with a fascination that is hard to explain. We follow the statistics, and hear the stories of overwhelmed hospitals in the US, of underpaid, overworked nurses having to make masks out of garbage bin liners and old raincoats, risking everything to bring succour to the sick. About states being forced to bid against each other for ventilators, about doctors’ dilemmas over which patient should get one and which left to die. And we think to ourselves, “My God! This is America!” The tragedy is immediate, real, epic and unfolding before our eyes. But it isn’t new. It is the wreckage of a train that has been careening down the track for years. Who doesn’t remember the videos of “patient dumping” — sick people, still in their hospital gowns, butt naked, being surreptitiously dumped on street corners? Hospital doors have too often been closed to the less fortunate citizens of the US. It hasn’t mattered how sick they’ve been, or how much they’ve suffered.  At least not until now — because now, in the era of the virus, a poor person’s sickness can affect a wealthy society’s health. And yet, even now, Bernie Sanders, the senator who has relentlessly campaigned for healthcare for all, is considered an outlier in his bid for the White House, even by his own party.

And what of my country, my poor-rich country, India, suspended somewhere between feudalism and religious fundamentalism, caste and capitalism, ruled by far-right Hindu nationalists?  In December, while China was fighting the outbreak of the virus in Wuhan, the government of India was dealing with a mass uprising by hundreds of thousands of its citizens protesting against the brazenly discriminatory anti-Muslim citizenship law it had just passed in parliament. The first case of Covid-19 was reported in India on January 30, only days after the honourable chief guest of our Republic Day Parade, Amazon forest-eater and Covid-denier Jair Bolsonaro, had left Delhi. But there was too much to do in February for the virus to be accommodated in the ruling party’s timetable. There was the official visit of President Donald Trump scheduled for the last week of the month. He had been lured by the promise of an audience of 1m people in a sports stadium in the state of Gujarat. All that took money, and a great deal of time. Then there were the Delhi Assembly elections that the Bharatiya Janata Party was slated to lose unless it upped its game, which it did, unleashing a vicious, no-holds-barred Hindu nationalist campaign, replete with threats of physical violence and the shooting of “traitors”. It lost anyway. So then there was punishment to be meted out to Delhi’s Muslims, who were blamed for the humiliation. Armed mobs of Hindu vigilantes, backed by the police, attacked Muslims in the working-class neighbourhoods of north-east Delhi. Houses, shops, mosques and schools were burnt. Muslims who had been expecting the attack fought back. More than 50 people, Muslims and some Hindus, were killed.  Thousands moved into refugee camps in local graveyards. Mutilated bodies were still being pulled out of the network of filthy, stinking drains when government officials had their first meeting about Covid-19 and most Indians first began to hear about the existence of something called hand sanitiser.

March was busy too. The first two weeks were devoted to toppling the Congress government in the central Indian state of Madhya Pradesh and installing a BJP government in its place. On March 11 the World Health Organization declared that Covid-19 was a pandemic. Two days later, on March 13, the health ministry said that corona “is not a health emergency”.  Finally, on March 19, the Indian prime minister addressed the nation. He hadn’t done much homework. He borrowed the playbook from France and Italy. He told us of the need for “social distancing” (easy to understand for a society so steeped in the practice of caste) and called for a day of “people’s curfew” on March 22. He said nothing about what his government was going to do in the crisis, but he asked people to come out on their balconies, and ring bells and bang their pots and pans to salute health workers.  He didn’t mention that, until that very moment, India had been exporting protective gear and respiratory equipment, instead of keeping it for Indian health workers and hospitals. Not surprisingly, Narendra Modi’s request was met with great enthusiasm. There were pot-banging marches, community dances and processions. Not much social distancing. In the days that followed, men jumped into barrels of sacred cow dung, and BJP supporters threw cow-urine drinking parties. Not to be outdone, many Muslim organisations declared that the Almighty was the answer to the virus and called for the faithful to gather in mosques in numbers. On March 24, at 8pm, Modi appeared on TV again to announce that, from midnight onwards, all of India would be under lockdown. Markets would be closed. All transport, public as well as private, would be disallowed.  He said he was taking this decision not just as a prime minister, but as our family elder. Who else can decide, without consulting the state governments that would have to deal with the fallout of this decision, that a nation of 1.38bn people should be locked down with zero preparation and with four hours’ notice? His methods definitely give the impression that India’s prime minister thinks of citizens as a hostile force that needs to be ambushed, taken by surprise, but never trusted. Locked down we were. Many health professionals and epidemiologists have applauded this move. Perhaps they are right in theory. But surely none of them can support the calamitous lack of planning or preparedness that turned the world’s biggest, most punitive lockdown into the exact opposite of what it was meant to achieve. The man who loves spectacles created the mother of all spectacles.

As an appalled world watched, India revealed herself in all her shame — her brutal, structural, social and economic inequality, her callous indifference to suffering.  The lockdown worked like a chemical experiment that suddenly illuminated hidden things. As shops, restaurants, factories and the construction industry shut down, as the wealthy and the middle classes enclosed themselves in gated colonies, our towns and megacities began to extrude their working-class citizens — their migrant workers — like so much unwanted accrual.  Many driven out by their employers and landlords, millions of impoverished, hungry, thirsty people, young and old, men, women, children, sick people, blind people, disabled people, with nowhere else to go, with no public transport in sight, began a long march home to their villages. They walked for days, towards Badaun, Agra, Azamgarh, Aligarh, Lucknow, Gorakhpur — hundreds of kilometres away. Some died on the way.

They knew they were going home potentially to slow starvation. Perhaps they even knew they could be carrying the virus with them, and would infect their families, their parents and grandparents back home, but they desperately needed a shred of familiarity, shelter and dignity, as well as food, if not love.  As they walked, some were beaten brutally and humiliated by the police, who were charged with strictly enforcing the curfew. Young men were made to crouch and frog jump down the highway. Outside the town of Bareilly, one group was herded together and hosed down with chemical spray.  A few days later, worried that the fleeing population would spread the virus to villages, the government sealed state borders even for walkers. People who had been walking for days were stopped and forced to return to camps in the cities they had just been forced to leave. Among older people it evoked memories of the population transfer of 1947, when India was divided and Pakistan was born. Except that this current exodus was driven by class divisions, not religion. Even still, these were not India’s poorest people. These were people who had (at least until now) work in the city and homes to return to. The jobless, the homeless and the despairing remained where they were, in the cities as well as the countryside, where deep distress was growing long before this tragedy occurred. All through these horrible days, the home affairs minister Amit Shah remained absent from public view.

When the walking began in Delhi, I used a press pass from a magazine I frequently write for to drive to Ghazipur, on the border between Delhi and Uttar Pradesh. The scene was biblical. Or perhaps not. The Bible could not have known numbers such as these. The lockdown to enforce physical distancing had resulted in the opposite — physical compression on an unthinkable scale. This is true even within India’s towns and cities. The main roads might be empty, but the poor are sealed into cramped quarters in slums and shanties. Every one of the walking people I spoke to was worried about the virus. But it was less real, less present in their lives than looming unemployment, starvation and the violence of the police. Of all the people I spoke to that day, including a group of Muslim tailors who had only weeks ago survived the anti-Muslim attacks, one man’s words especially troubled me. He was a carpenter called Ramjeet, who planned to walk all the way to Gorakhpur near the Nepal border. “Maybe when Modiji decided to do this, nobody told him about us. Maybe he doesn’t know about us”, he said.  “Us” means approximately 460m people. State governments in India (as in the US) have showed more heart and understanding in the crisis. Trade unions, private citizens and other collectives are distributing food and emergency rations. The central government has been slow to respond to their desperate appeals for funds. It turns out that the prime minister’s National Relief Fund has no ready cash available. Instead, money from well-wishers is pouring into the somewhat mysterious new PM-CARES fund. Pre-packaged meals with Modi’s face on them have begun to appear.  In addition to this, the prime minister has shared his yoga nidra videos, in which a morphed, animated Modi with a dream body demonstrates yoga asanas to help people deal with the stress of self-isolation. The narcissism is deeply troubling. Perhaps one of the asanas could be a request-asana in which Modi requests the French prime minister to allow us to renege on the very troublesome Rafale fighter jet deal and use that €7.8bn for desperately needed emergency measures to support a few million hungry people. Surely the French will understand.

As the lockdown enters its second week, supply chains have broken, medicines and essential supplies are running low. Thousands of truck drivers are still marooned on the highways, with little food and water. Standing crops, ready to be harvested, are slowly rotting.  The economic crisis is here. The political crisis is ongoing. The mainstream media has incorporated the Covid story into its 24/7 toxic anti-Muslim campaign. An organisation called the Tablighi Jamaat, which held a meeting in Delhi before the lockdown was announced, has turned out to be a “super spreader”. That is being used to stigmatise and demonise Muslims. The overall tone suggests that Muslims invented the virus and have deliberately spread it as a form of jihad. The Covid crisis is still to come. Or not. We don’t know. If and when it does, we can be sure it will be dealt with, with all the prevailing prejudices of religion, caste and class completely in place.  Today (April 2) in India, there are almost 2,000 confirmed cases and 58 deaths. These are surely unreliable numbers, based on woefully few tests. Expert opinion varies wildly. Some predict millions of cases. Others think the toll will be far less. We may never know the real contours of the crisis, even when it hits us. All we know is that the run on hospitals has not yet begun. India’s public hospitals and clinics — which are unable to cope with the almost 1m children who die of diarrhoea, malnutrition and other health issues every year, with the hundreds of thousands of tuberculosis patients (a quarter of the world’s cases), with a vast anaemic and malnourished population vulnerable to any number of minor illnesses that prove fatal for them — will not be able to cope with a crisis that is like what Europe and the US are dealing with now.  All healthcare is more or less on hold as hospitals have been turned over to the service of the virus. The trauma centre of the legendary All India Institute of Medical Sciences in Delhi is closed, the hundreds of cancer patients known as cancer refugees who live on the roads outside that huge hospital driven away like cattle.

People will fall sick and die at home. We may never know their stories. They may not even become statistics. We can only hope that the studies that say the virus likes cold weather are correct (though other researchers have cast doubt on this). Never have a people longed so irrationally and so much for a burning, punishing Indian summer. What is this thing that has happened to us? It’s a virus, yes. In and of itself it holds no moral brief. But it is definitely more than a virus. Some believe it’s God’s way of bringing us to our senses. Others that it’s a Chinese conspiracy to take over the world. Whatever it is, coronavirus has made the mighty kneel and brought the world to a halt like nothing else could. Our minds are still racing back and forth, longing for a return to “normality”, trying to stitch our future to our past and refusing to acknowledge the rupture. But the rupture exists. And in the midst of this terrible despair, it offers us a chance to rethink the doomsday machine we have built for ourselves. Nothing could be worse than a return to normality. Historically, pandemics have forced humans to break with the past and imagine their world anew. This one is no different. It is a portal, a gateway between one world and the next. We can choose to walk through it, dragging the carcasses of our prejudice and hatred, our avarice, our data banks and dead ideas, our dead rivers and smoky skies behind us. Or we can walk through lightly, with little luggage, ready to imagine another world. And ready to fight for it. Arundhati Roy’s latest novel is ‘The Ministry of Utmost Happiness’  Copyright © Arundhati Roy 2020
 _____
De THE FINANCIAL TIMES, 03/04/2020

Imagen: Women bang pots and pans to show their support for the emergency services dealing with the coronavirus outbreak © Atul Loke/Panos Pictures

«8 de noviembre», de Ricardo Camacho


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Chola matriaca
sobre un trasero 
que fue célebre en su tiempo,
hoy atiende a los necesitados.
Por la oración recibida,
besas en el prepucio
a los más jóvenes.
Los deudos renovaron 
tus ojos con algodón dorado.
Lloras en las velas,
no será tu cuerpo
el que ruede, esta noche;
por las calles del cementerio


¿Por qué me ha recordado a Ramón Irigoyen y sus impecables traducciones de Catulo, de quien conversamos Ricardo y yo hace ya muchos años en su sótano «más negro que su reputación» de la Bustillos, cabe el Cementerio General de La Paz? Aquel fue un día muy feliz. Estábamos allí abajo, como piojos en costura, felices, hermanos. ¿Por qué surge la amistad con unos y no con otros? ¿De dónde viene la simpatía, la complicidad, la hermandad al cabo? No lo sé. Sucede. A Ricardo le seguí en la noche paceña hasta que me aguantó el cuerpo, él continuaba. Durante años hemos conversado hasta hartarnos, con respeto y sin respeto, con y sin  trago. En su casa y en antros cochambrosos hubo días memorables. Hubo encuentros en su patio de colibrís, rana y tumbo memorables. ¿Se acuerda usted de aquel día que Nisttahuz regresando de su noche me dijo: «Eres el español más raro que he visto nunca»? ¿Por qué me preguntó usted tantas veces a qué viajaba a La Paz? Sé, estoy seguro, que es el único escritor boliviano (paceño) que después de Bascopé y otros puede escribir de los demonios de la noche y de sus murciélagos... No hay quien invente sin el dechado de la propia vida, entre tragos, descampados, farsas, dolores y resurrecciones... eso se nota y lo vivido se ve enseguida en los poemas de su único libro maldito de poemas: Debajo de otro te he visto. (Volveré sobre ello)

_____
De VIVIR DE BUENA GANA (blog del autor), 11/04/2020

Saturday, April 11, 2020

Naira, Violeta, y Gracias a la vida


RODOLFO HENRICH ARAUZ

Una tarde a fines de mayo de 1966  “una mujer muy desgreñada oliendo a ajo” llega a Naira, la primera peña folklórica de Bolivia. “Busco al señor Favre”  le dice a Pepe Ballón, el fundador y director,  quien la recibe impresionado por su aspecto.  Pero conforme transcurre la charla,  Pepe se da cuenta que está frente a “una mujer de gran talento, de gran sensibilidad, una artista” y casi al término de la conversación, “¿quién es usted?”  le pregunta. “Violeta Parra”…, le contesta. No se la conoce aún en Bolivia.* Violeta y Gilbert se aman  apasionadamente  por casi cinco años hasta que Gilbert, cansado del carácter dominante y posesivo de Violeta,  la deja, deja Chile y la Carpa de la Reina, lo deja todo y llega a La Paz  para   caer seducido por tan peculiar  ciudad  llena de contrastes y por la enorme riqueza y fuerza que el quenista suizo encuentra en la música folklórica boliviana. Entonces ella lo encuentra en Naira con  la esperanza  de recuperarlo y reparar  las heridas que deja el amor ausente.

En la vieja casona de la calle Sagárnaga No. 161, en el segundo patio a la izquierda, una habitación que sirve de depósito da acceso a otra en desnivel en la que hay  un otro desnivel  que sirve de cama  por su forma y su tamaño. Nada más que no sea un poco de ropa y bártulos personales caben en tan apretado ambiente. En ese rincón y en esa cama, vive, en toda la extensión del hecho y la palabra, Gilbert Favre el Gringo bandolero, el cofundador de la Peña Naira, el de Los Jairas. En ese aposento  se acomoda Violeta  junto a él para compartir cama, amores y recuerdos pero pesa en el tiempo y en el ambiente la sensación de que el viejo amor se ha vuelto arisco.

Viernes, noche de peña. Violeta debuta. Tengo el privilegio de anunciarla, presentarla a los amigos y parroquianos que acuden al ambiente íntimo, familiar de Naira. Soy el presentador, algo así como un maestro de ceremonias, informal,   que les cuenta quién es, de dónde viene, qué hace, y cuánto hizo Violeta como artista y folklorista.  Sencilla, humilde, casi insignificante crece, se agiganta y su talento copa, con cada una de sus composiciones e interpretaciones,  todos los rincones del ambiente.  

Violeta, al  llegar por segunda vez a La Paz en octubre del mismo año, siente en el fondo de su alma que  el universo afectivo de Gilbert, a no ser por encuentros fugaces de amor con otros amores sin que sean amores  se ha vaciado del que ella le daba. Sabe que ya no queda nada  con que llenar las horas del  amor y de la vida, nada que no sea la depresión y  la tristeza. Presagio de un final sin retorno.

Una mañana como a las diez llego a la peña, voy al depósito, la puerta está abierta. Encuentro a Violeta apoyada contra la pared a modo de espaldar en su lecho. Me acerco a saludarla y me dice  -Rudy siéntate a los pies- . Tiene las rodillas dobladas y sostiene sobre su falda una pieza desplegada de cartón que había servido poco antes de caja para zapatos. Me cuenta que ha escrito en ella unos versos. Puedo ver las letras de trazo grande escritas con lápiz. Me las lee, profundas, como si manaran desde sus entrañas y penetren el alma y la memoria, y así lo siento desde que empieza diciendo “Gracias a la vida que me ha dado tanto…”
*Entrecomilladas: Lo relatado por Pepe Ballón en una entrevista.

Nota: Esta historia es verídica pero es justo aclarar que luego de rastrear  información  que corroborare lo dicho, queda la duda sobre cuándo y dónde  Violeta  compuso y cantó por primera vez Gracias a la vida. Según Wikipedia, “Gracias a la vida was written and recorded in 1964-65 following Parra's separation with her long-time partner. It was released in Las Últimas Composiciones (1966), the last album Parra published before committing suicide in 1967”. (SIC). 

La separación ocurre en 1966 y si la composición hubiera sido producto de esta, la  contradicción cronológica  es evidente.

Según Wikipedia en español,  “En un día del año 1965, Violeta Parra interpretó Gracias a la vida en una audición privada que hizo para Rubén Nouzeilles, gerente de EMI Odeón Chilena. La impresión que el tema causó en el empresario hizo que éste pensara que Parra atravesaba una crisis, de la cual había que salvarla.  Sin embargo, en 1966 Violeta Parra renunció a este contrato y firmó otro con la empresa Corporación de Radio de Chile, representante de RCA Víctor en esa época.¨ 

Violeta, en aquella época,  no era conocida en Bolivia y su Gracias a la vida recién alcanzó  universalidad en los años setenta por su amplia difusión en las voces de Mercedes Sosa y luego en las de  Elis Regina, Joan Baez y otros intérpretes. Además, una lectura profunda de los versos en los que dice:

Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me ha dado la marcha de mis pies cansados
Con ellos anduve ciudades y charcos
Playas y desiertos, montañas y llanos
Y la casa tuya, tu calle y tu patio.

¿Qué otra ¨casa tuya¨, qué ¨otra calle¨ y qué otro ¨patio¨ pueden ser sino la casa, la calle Sagárnaga y el patio que anduvo Violeta siguiendo las huellas de Gilbert? 

De ser así, lo que escribió y leyó Violeta para mí podría no haber sido la versión original sino la versión  que actualmente conocemos.