Monday, May 31, 2021

Dialéctica pandémica


PABLO CINGOLANI

 

Tesis

 

Leí en La superviviente, un cuento de Julian Barnes, que vio la luz de la edición en 1989: “El término técnico es fabulación. Te inventas una historia para ocultar los hechos que no sabes o no puedes aceptar. Conservas unos cuantos hechos verdaderos e hilas una historia nueva en torno a ellos. Especialmente en los casos de tensión doble”. Eso que significa pregunta Kath, la protagonista del relato. Le responden: “Fuerte tensión en la vida privada unida a una crisis política en el mundo exterior”.

Kath había sido rescatada por la guardia costera de un bote a la deriva en el mar de Arafura, las aguas que separan Australia de Nueva Guinea. Estaba deshidratada, muy débil –comió sólo enlatados por días-, sufrió alucinaciones y pesadillas, acompañada sólo por dos gatos que también se hallaban famélicos.

Tras el desastre de Chernóbil, angustiada por la radioactividad que afectaba a los renos de Laponia, Kath fugó del norte hacia el sur del orbe, desde su Noruega natal hacia su isla salvadora. Sin embargo, allí tampoco encontró la calma. Convivía con Greg, un australiano amante de la cerveza, retrógrado e insensible. No tenían hijos.

Un buen día, creyendo inminente una hecatombe nuclear en cadena que desencadenaría un apocalipsis atómico planetario, se embarcó desde el puerto de Darwin sin rumbo fijo, buscando otra isla, una desconocida y segura, donde refugiarse. Nunca la encontró.

 

Antítesis

 

Tampoco encontró Eldorado, la ciudad del oro, la urbe de los inmortales ni cosa parecida alguien que también vino desde el norte hacia el sur: Lope de Aguirre, “el peregrino”, el “rebelde hasta la muerte por tu ingratitud”, según firma su antológica carta dirigida al rey Felipe II.

En la misiva, el guerrero cuenta al monarca que “caminando nuestra derrota y pasando todas estas muertes y malas venturas en este río Marañón, tardamos hasta la boca de él a la Mar del Norte más de diez meses y medio. Caminamos cien jornadas justas. Anduvimos mil y quinientas leguas por río grande y temeroso (…), tiene más de 6000 islas. Sabe Dios cómo escapamos de este lago temeroso. Dígote Rey y Señor, no proveas ni consientas que se haga ninguna armada para este río tan mal afortunado, porque, en fe de cristiano te juro, Rey y Señor, que si viniesen cien mil hombres ninguno escape, porque la relación que otros dan es falsa y no hay en este río otra cosa sino desesperar…”.

Es paradójico: el que pasó a los anales como un orate legendario, como un loco de atar, dice la pura verdad, no fabula ni un poco. Eso sí: sorprende y encanta su prosa. Bolívar ordenó copiar y publicar el texto completo de la carta en un periódico de Maracaibo en 1821.

Aguirre tuvo una hija, Elvira, que lo acompañó en su travesía amazónica. Su muerte, a manos de su propio padre, a fin de evitar que caiga en manos de sus enemigos y sea ultrajada, es una de las escenas más desgarradoras que recuerde la historia.

 

Síntesis

 

El que también dice la verdad, su verdad, es Hans Ertl. Era 1955: venía, desde el norte hacia el sur, de participar en la primera expedición alemana que coronó el Nanga Parbat, un ochomil del Himalaya que había obsesionado a los nazis que suponían encontrar en su cima algún mensaje oculto que justificara sus demenciales acciones.

Ertl describió así la trepada: “Primero el duro y viril bregar por cada metro de camino ascendente; luego la cumbre, que no sólo no reporta beneficio alguno, sino que, en general, resulta decepcionante, cuanto mayor ha sido el barullo y la propaganda armados en torno a la empresa y, finalmente, el peligroso trabajo de descender; extenuados y agotados (…) En cambio, ¿dónde quedan todas las bellas emociones que hacen vivir las cosas de la naturaleza? ¿Dónde quedan las emociones sentidas por los poetas que cantan la grandiosidad y la belleza de las montañas? (…) La técnica, en su triunfal carrera, va conquistando todos y cada uno de los rincones de nuestra existencia y va rechazando cada vez más lo auténtico, honrado y original de nuestras experiencias”.

Ertl anotó estas impresiones tras una expedición arqueológica y cinematográfica a la selva, a la misma selva de Lope de Aguirre. En esos afanes fue acompañado por Monika, su hija adolescente, que años después, como “La imilla”, su nombre de guerrillera, moriría acribillada. Antes, yendo desde el sur hacia el norte, en Hamburgo, Monika Ertl había ejecutado a uno de los responsables del asesinato del Che Guevara, que oficiaba de cónsul boliviano en ese puerto alemán.

Hans Ertl murió el 2000, a los 92 años, en su finca chiquitana. Arriba abajo, de su autoría, es, tal vez, el mejor libro de fotografías sobre Bolivia que se haya editado jamás.

 

Laderas de Aruntaya, 31 de mayo de 2021

El cuento de Barnes está en su libro Una historia del mundo en diez capítulos y medio. La carta de Lope de Aguirre está incluida en una obra sobre el mismo de Blas Matamoro. Las citas de Ertl corresponden a su libro Paititi. Tras las huellas de los Incas.

 

 

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. OTOÑAL Y BAROJIANA


JOSÉ LUIS MORANTE

 

UN VERSO LIBRE

 

Integrado en un marco generacional repleto de identidades insulares, el nombre de Pío Baroja (1872-1956) es sinónimo de verso libre. Doctor en medicina sin ejercicio laboral, salvo un año de práctica sanitaria en Cestona, pesimista por convicción, anarquista disconforme en un pensar que da cobijo a una individualidad exaltada, recelosa y con escaso apego ante la civilizada pantomima de lo social, fue un sedentario hombre de acción que dejó escritas miles de páginas, como si el calmo estar entre libros compensara la ausencia casi completa de dinamismo real. De este activismo platónico ha escrito con incansable frecuencia y con pleno conocimiento Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), novelista, poeta y biógrafo del autor donostiarra que, tras un largo recorrido de adentramiento en la personalidad y la obra de Pío Baroja, pone término a su dedicación con Otoñal y barojiana. La compilación de ensayos, en su enfoque general, describe un cadencioso movimiento de traslación desde la admiración de amanecida hasta el tono anímico de la decepción o, cuanto menos, de la piel fría del cuestionamiento.

Miguel Sánchez-Ostiz recuerda en “Arriba el telón” las balizas orientadoras de su inmersión barojiana, aparentemente concluida en 2007, tras entregar a imprenta el volumen Tiempos de tormenta. Pío Baroja 1936-1940. Retomar la incisiva tarea de asuntos recurrentes apunta firme hacia una necesaria acción terapéutica contra la desmemoria y la tergiversación interesada del perfil literario de Pío Baroja y de los entresijos ideológicos, poco propicios a componer ecuaciones interpretativas exactas.

Las tareas ensayísticas de Otoñal y barojiana  abordan sustratos  diversos que no pretenden establecer juicios críticos sobre la fronda literaria sino comprender claves biográficas y escriturales. Con cierta continuidad cronológica, cada ensayo funciona como síntesis autónoma de un sedimento argumental. Comienza con la geografía de Navarra, una realidad diseminada en la ficción novelística y en las evocaciones. Es sabido que Baroja vivió en Pamplona parte de su infancia y juventud, entre los nueve y los catorce años, y que está muy presente en su escritura el entorno de la casa familiar de Itzea, en Bera. Las páginas dibujarán, en palabras de Sánchez-Ostiz, “una ciudad cerrada sobre sí misma, antigua, rancia, reaccionaria, abotagada, mansa, sobre todo mansa, con esa mansedumbre de lo que a parte alguna va”. El ambiente urbano y su anecdotario será savia nutricia de sus escenarios. Otro marco escénico privilegiado en la memoria y en el aporte ficcional es el País del Bidasoa, donde la casa de Itzea es núcleo central de un territorio que llega hasta el río Adour  y se extiende hasta San Juan del Pie del Puerto, Belate y Oiartzun. Frente al absurdo y los claroscuros en el recuerdo de una ciudad claustrofóbica como Pamplona, que trasmite una aguda aspereza, el país del Bidasoa es casi idealización del sosiego rural. Apenas se localizan asimetrías y claroscuros; en suma “una país sin moscas, sin frailes y sin carabineros”, donde reflexionar sobre el origen, las contingencias del presente y el vasquismo, ajeno al utillaje del nacionalismo excluyente. Allí escribirá buena parte de su obra. Se trata, más que de la crónica testimonial de un paisaje, de una geografía del alma, de un estado de ánimo moral e intelectual.

De igual modo, los trabajos en torno a títulos concretos de Baroja propenden a la lectura sociológica. Así en Camino de perfección se completa un nítido aguafuerte de la sociedad española de la época, de estratos jerárquicos y endémica ignorancia. En ella, el clero es juzgado con extrema dureza crítica y lo mismo sucede con una realidad social en permanente crisis, ante la que Baroja muestra un permanente desacuerdo. Otra célebre obra, El árbol de la ciencia (1911), protagonizada por el médico Andrés Hurtado, claro prototipo de la actitud barojiana ante la existencia, muestra como la inercia epocal impide cualquier rebeldía y somete al rutinario engranaje de la nadería diaria. Se vive condenando a una permanente frustración vital. El marcado carácter autobiográfico de la novela se enriquece con un poblado cruce de ideas filosóficas, ese plan global que busca el sentido a una existencia marcada por la limitación.

Paseante curioso, Baroja sintió una fuerte fascinación por Madrid. Allí vivió su infancia y juventud, tuvo el negocio familiar de la panadería de Viena Capellanes. La urbe será recurrente escenario habitual del escritor, continuo inspiradora de escenas y personajes, como sucede en la trilogía La lucha por la vida. El estallido de la guerra civil catapultó drásticamente aquel marco narrativo e impulsó el inacabado ciclo crepuscular de Las Saturnales, al que pertenece Miserias de la guerra, obra compuesta entre 1949 y 1951. Sánchez-Ostiz, editor de la novela en 2006, tras una laboriosa fijación del texto, recuerda los pormenores editoriales del manuscrito, sus contingencias ante la censura y analiza la complicada posición ideológica de Baroja sobre el enfrentamiento fratricida, que él vivió fuera de España, en París, y los catastróficos antecedentes durante el periodo republicano. Al regreso, aguardan al escritor más de tres lustros crepusculares, fértiles en tareas literarias, pero menos gratos en circunstancias personales, con difícil anclaje en la nueva realidad colectiva que marca la posguerra.

Miguel Sánchez-Ostiz no elude las convulsiones y rechazos, más o menos airados, que ha generado su personal enfoque del universo barojiano. De los mismos, reflexiona con contundencia en “Pío Baroja en escena (El Palmar de Itzea)” con contundencia y conocimiento de causa por su extenso recorrido por las introspecciones autobiográficas y por las zozobras del personaje diluido en los protagonistas de  sus ficciones. Y como clave maestra repasa con criterio propio la intensa bibliografía regada por el manantial barojiano.  

El sondear incisivo de Miguel Sánchez-Ostiz mira con los ojos de la experiencia y del conocimiento directo; observa y escarba. No se entrega a la mera contemplación de una personalidad compleja y con continuos ensanchamientos, sino que busca los efectos proyectados en sus novelas y en las opiniones y reflexiones de sus artículos. Los trabajos reunidos abren de nuevo la presencia firme en el tiempo de un escritor a contracorriente, empeñado en la construcción de un edificio literario singular. Las líneas diseñadas atrapan y dan sentido a los círculos concéntricos que trazan periplo biográfico y corpus creador. Dan pie a una interpretación fundamentada que se ubica en la independencia de la razón. La conclusión es clara: el trabajo ensayístico de Miguel Sánchez-Ostiz mantiene su vigencia sin saltos al vacío. Es un regalo lector; exento de entusiasmos mitológicos y de la subjetividad familiar, conoce a Pío Baroja como nadie.

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De PUENTES DE PAPEL, blog del autor, 28/05/2021
 

Imagen:

Otoñal y barojiana
Miguel Sánchez-Ostiz
Chamán Ediciones
Colección Chamanes en trance
Albacete, 2021

 

Virginia Woolf y Strachey, 600 libros desde que se conocieron


AMAIA TORRES

 

En 1956 se publicó la correspondencia que mantuvieron Virginia Woolf y Lytton Strachey durante 25 años, interrumpida por la muerte de él. Buena parte de los textos fueron censurados por el marido de ella y el hermano de él, para no herir sensibilidades. Ahora, podemos leer en español por primera vez las cartas íntegras y otras inéditas descubiertas en años recientes. Una joya de la literatura. Un duelo literario de primera categoría entre dos genios que reflexionan sobre literatura, la sociedad y la vida cotidiana.

 

Virginia Woolf (1882-1941) fue una de las renovadoras de la literatura moderna que encarnó como nadie la conciencia femenina. Una de las voces más destacadas del siglo XX y colocada en el mismo pedestal que James Joyce o Thomas Mann. Lytton Strachey (1880-1932) fue el gran innovador de la biografía. Llevó a cabo una nueva manera de escribir el género destacando la personalidad del personaje y diseccionando las costumbres victorianas. Su obra maestra y la más representativa en este género fue La reina victoria (Queen Victoria, 1921).

La relación entre Virginia y Lytton comenzó en casa de ella, centro de reunión del Círculo de Bloomsbury al que ambos pertenecían. Un conocido grupo de los más brillantes intelectuales británicos de la época. Intelectuales de diferentes disciplinas pero pertenecientes a los mismos círculos y clase social, que se caracterizaban por la crítica a la moral victoriana. Precisamente, el tema y los comentarios en muchas de las cartas que intercambiaron Lytton y Virginia giran en torno a la crítica a una sociedad anticuada para sus mentes.

 

Virginia Woolf y Strachey sin censura

600 libros desde que te conocí compila las cartas que intercambiaron entre 1908 y 1931, donde hablan de sentimientos y la vida cotidiana. Lo divino y lo humano. El tiempo y la literatura. Reflejan opiniones sobre sus propias obras y las ajenas, y critican con audaz ironía y sarcasmo a sus contemporáneos. Estas misivas reflejan la amistad y complicidad de dos genios de la literatura, de dos mentes brillantes. No siempre benévolas pero sí divertidas, que van por delante de su sociedad, su moral y costumbres.

Si bien algunas cartas tienen menos interés por sí solas, en su conjunto revelan la estrecha relación entre ambos escritores, el tono en el que se comunicaban o sus estados de ánimo. Hastío y tristeza. En otras, sarcasmo o ironía como un juego de niños. Y espacio para la seriedad y el intercambio de consejos.

La ironía no esconde una crítica mordaz, que en la primera publicación de estas cartas (Letters, 1956) debió de censurarse. Sus editores Leonard Woolf, marido de Virginia, y James Strachey, hermano de Lytton, suprimieron nombres e incluso párrafos enteros para no herir las sensibilidades de personas que aún estaban vivas. Algunas de sus víctimas fueron nombres de primera línea como el economista John Maynard Keynes, el también escritor T.S. Eliot, E. M. Foster, Dora Carrington, Roger Fry, Duncan Grant, Clive Bell o Bertrand Russell.

Las cartas de Woolf y Strachey son textos de sumo interés y valor, incluso con la censura. Aumenta ese valor la versión íntegra, y por primera vez en español, sin tacha alguna. Incluyendo además cartas inéditas que se descubrieron en años recientes, y nuevas notas ampliando las originales de sus editores. Un excelente trabajo de documentación de Jus Ediciones y la traducción de Socorro Giménez, indagando en la correspondencia completa de Virginia Woolf editada por Nigel Nicolson y en la de Lytton Strachey editada por Paul Levy. Además de la edición francesa de estas cartas elaborada por Lionel Leforestier.

600 libros desde que te conocí vuelve a despertar interés por la obra de Virginia Woolf (si es que en algún momento se disipó) y redescubre a Lytton Strachey a nuevo público. Un modo de recuperar el legado de estos dos genios a través del género que tanto idolatraban.

«Las cartas son el único género realmente satisfactorio». ―Lytton Strachey.
«La vida se desintegraría sin cartas». ―Virginia Woolf.

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De AMANECEMETRÓPOLIS, 26/02/2018

 Imagen: Woolf y Strachey en 1923

Tuesday, May 25, 2021

Recuerdos de la ciudad mágica de Toledo


DIANA KOFSZYNSKI

Fue un día de verano, caluroso y lleno de luz, cuando logré conocer la ciudad de Toledo. Decía Kipling que la primera cosa que había que hacer para conocer un país era olfatearlo. Aunque pasé poco tiempo mi recuerdo es vívido e intenté impregnarme de sus colores y su esencia y de su bello atardecer. Emocionada frente a la casa de El Greco y admirando el fluir del Tajo, sintiéndome en un mundo mágico dentro del Alcázar o caminando por sus calles .Toledo parece áspero y hermético, como dice Ortega, pero quizá en eso consiste su magia y de perderse por sus calles estrechas pensando en Don Quijote, en García Lorca, Buñuel, y Dalí y en sus constantes viajes líricos y etílicos. Un viaje de la memoria con el deseo firme de regresar.

"Hace algunos años tuve ocasión de recibir con breve intervalo, tras de la impresión de Sevilla, la que causa Toledo. ¡Qué diferencia entre la ciudad ancha y el encrespamiento urbano de Toledo! Es aquella una población abierta y asequible; en Toledo, por el contrario, áspero y hermético, más bien que entrar tenemos que insinuarnos (…). Y al hallarnos dentro del recinto mágico nos sorprende el acierto con que la arquitectura ha obedecido la razón topográfica del más ilustre cerro manchego, siguiendo palmo a palmo los relieves del suelo." Ortega y Gasset

Autora texto:©Diana Cofsinski

 

Sunday, May 23, 2021

Domingo gris


MAURIZIO BAGATIN


Otra ola, la tercera ola -sin desprecio por Alvin Toffler- con la peste planetaria que sigue arrasando pueblos, países, continentes enteros. A causas, efectos, Newton enseñó.

Desde la cordillera baja un frío que solamente quien conoce los Andes lo sabe percibir, es un frío intacto y firme, penetra sin piedad, no son la temperatura o el viento, es la intensidad, la constancia, hasta el color gris de su propuesta, le permite su expresión.

Han sido días de muerte y sin embargo siguen muriéndose amigos y extraños, sin piedad alguna la muerte, mezquina oportunidad de un virus para sentirse protagonista, y darle fin al verso del poeta, al socorro de la enfermera, la desesperación del más débil. Domingo gris. Amigos que escriben, llaman, chatean para confirmar la presencia, en este irrazonable mundo que seguimos demasiado violentamente devastando. Medio siglo, o un poco más, antes de ayer el medioevo, ayer las guerras mundiales, hoy una peste. No es una guerra, pero es nuestro presente en acabar con lo fundamental y lo irreversible.

Las notas de John Coltrane, A Love Supreme, el cielo gris de un domingo gris, preparar un plato caliente, una jankakipa o un minestrone, seguir leyendo la novela pendiente, mirarnos a los ojos, sentir la presencia.

Lo denominado queda con vida, escribió Canetti.

23 de mayo 2021

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Imagen: Marc Chagall, En la noche, 1943  

Wednesday, May 19, 2021

Iliá Ehrenburg, el hombre que lo vio todo


RICARDO SAN VICENTE

 

Gente, años, vida es la edición completa y definitiva de las memorias de Iliá Grigórievich Ehrenburg, escritor, periodista, figura destacada de la vida cultural y política de la URSS. La obra —que ya conoció una edición española parcial, y, claro está, censurada, en los años sesenta— es un libro memorable por diversas razones. Para empezar, por ofrecer un recorrido detallado y sugerente por el siglo XX hasta los años sesenta. Constituye, por tanto y en primer lugar, con todas las limitaciones de la época, un itinerario personal por la experiencia soviética. En segundo lugar, la publicación periódica en la revista literaria Novi Mir de estas memorias representó para los soviéticos una auténtica ventana al mundo exterior, hasta entonces prácticamente desconocido. Gracias a Ehrenburg, los lectores viajaron a la dorada época del París de principios del siglo XX y a sus protagonistas: políticos (Lenin, Trotski), artistas, escritores, poetas, editores (Rivera, Modigliani, Picasso, Hemingway, Joyce). Pero antes el autor nos describe con detalle y lirismo contenido sus primeros pasos en la lucha revolucionaria junto a los bolcheviques en una Rusia donde el zarismo se hacía pedazos. De esta época le vienen los contactos que permiten explicar, tal vez, por qué sobrevivió a los peligros de la historia soviética. Pues la supervivencia durante los pavorosos años del estalinismo es tal vez el rasgo más característico de este hombre, cuyas memorias bien podría haber titulado “Confieso que he (sobre)vivido”.

 

Después de pasar largos años exiliado en París, al estallar la revolución de 1917, el autor regresa a Rusia y su relato se detiene en el desarrollo y los protagonistas de la hecatombe. En su recorrido por esta época surgen los retratos de políticos y sobre todo artistas, Voloshin, Mandelstam, Maiakovski, Esenin… Tras varios años en la URSS, en 1921 decide y, lo más insólito, consigue abandonar el país para “dedicarse a la literatura” e instalarse en Europa como ciudadano soviético. Si antes de la revolución se había ganado la vida, entre otros oficios conocidos, como corresponsal para algunos periódicos rusos —recogiendo por ejemplo el desarrollo de la Primera Guerra Mundial —, entonces se dedica al periodismo al servicio de los órganos de prensa soviéticos. En estos años, sin abandonar la poesía, se adentra en el terreno de la prosa. Y alcanza un relativo éxito con sus novelas Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos (1921) o La vida agitada de Lásik Reitswantz (1928), tal vez sus mayores logros literarios.

 

Así pues, ya tenemos las tres vertientes de este hombre orquesta: el político, el escritor y el periodista. El político cercano a los bolcheviques, el poeta lírico y social y el novelista desigual, primero mordaz y vanguardista y finamente instaurador de un peculiar realismo crítico, muy cercano al realismo socialista. Facetas que combina y que no abandonará nunca: se halle en Moscú, en el frente de Gandesa, en Berlín, en Viena o en el París ocupado, seguirá escribiendo poesía, seguirá mandando sus crónicas y seguirá tomando partido, navegando viento a favor con su tiempo y a veces anunciando la llegada de nuevos aires, ya sean de tormenta o de bonanza, como ocurrió con la novela El deshielo, que llegará a dar nombre en la URSS al periodo de relativa tolerancia de los años cincuenta y sesenta.

 

Ante el ascenso del fascismo y el triunfo de Hitler, contribuye activamente, impulsado por las autoridades soviéticas, a unir a los antifascistas europeos. Será el alma del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que, junto a Gide, Aragon o Malraux, intervendrán Borís Pasternak e Isaac Bábel (ambos merecen extensos retratos y reflexiones sobre su obra y trágica suerte), y contribuirá activamente a la realización del II Congreso Internacional de Escritores, en Valencia, ya en plena guerra civil española.

 

Su interés y amor por España, como explica en sus memorias, le viene ya de la primera época parisiense. Es parte de la formación del joven poeta absorber y hacer suyo todo el bagaje poético del pasado y de otras tierras del que la poesía española es una muestra notable.

 

Después de Francia, España se convirtió en el país más próximo al corazón del periodista, y su pueblo, en un pueblo hermano. Sus crónicas respiran un sentimiento sincero de fraternidad con el pueblo español. Tras un primer viaje por toda España tras la proclamación de la República, durante la Guerra Civil pasará largos periodos en los diversos frentes, hasta el final de la contienda: “Será tu impulso, corazón! / Quemado y rojo Aragón. / Ni un árbol ni un matojo, / rocas tan solo y bochorno. / Lo darías todo por un sorbo! / Balas, polillas diminutas. / Has de correr y conseguir llegar… / Y recordar cómo de niño te llamaba tu mamá. / Las piedras rojas. El humo azul. / Un cañoneo breve; el crepitar / de las ametralladoras, que callan luego. / Fue aquí, guerra, donde te encontré. / Sueño profundo, sopor del mediodía. / Extremo de desesperación es Aragón” (1938).

 

Es conocida su perspicacia y saber en lo que se refiere a los grandes cataclismos. Tuvo muy clara conciencia del peligro que acechaba a la joven República española y pudo intuir, ante la incredulidad de sus amigos parisienses, la revuelta de los golpistas. (Al igual que en su momento intuyó y anunció la inminente invasión nazi de la URSS, como más tarde, tras la muerte de Stalin, la llegada del “deshielo”).

 

Las páginas dedicadas a España y a los españoles, independientemente de las diversas lecturas que se puedan hacer hoy, ayudan a recordar incluso a los lectores españoles las raíces y la dimensión de la tragedia española. Junto con Mijaíl Koltsov (político y periodista soviético asesinado por Stalin a quien Iliá Ehrenburg dedica también uno de sus retratos), el autor contribuyó muy activamente a la creación de esta actitud entre romántica y solidaria de los soviéticos hacia el “heroico pueblo español”. Sobre la presencia soviética en la guerra civil española, el autor lógicamente se detiene en la aportación de las Brigadas Internacionales, de los militares y traductores soviéticos, pasando de puntillas en la activa y a veces sangrienta intervención soviética en los asuntos españoles. Por otro lado, hoy es bien sabido que, al igual que las celebraciones con motivo del centenario de la muerte de Pushkin, la lejana y romántica contienda española servía de pantalla para poner en sordina los famosos Procesos de Moscú, juicios que se llevaron por delante en 1937 a lo que quedaba de la oposición a Stalin; entre ellos, al amigo y protector de Ehrenburg, Nikolái Bujarin (a cuyo juicio se vio obligado a asistir).

 

Para el autor, la contienda española era el preámbulo del gran asalto del fascismo en Europa. Al margen de la poca estima que Ehrenburg sentía por los alemanes desde la Primera Guerra Mundial, el autor de La caída de París sentía con sus vísceras la llegada de la explosión nazi. Y en los momentos de mayor desconcierto moral e ideológico de los gobernantes soviéticos, ante la inesperada invasión de los nazis en 1941, Ehrenburg fue de los primeros, armado de su máquina de escribir, en lanzarse al combate contra el invasor. Las crónicas, artículos y soflamas de Vasili Grossman e Iliá Ehrenburg fueron tal vez los únicos pedazos de papel que no se empleaban para liar los pitillos en el frente. La popularidad de Ehrenburg se extendía por todos los frentes de la Unión Soviética y llegaba hasta las trincheras alemanas. Sus crónicas periodísticas, escritas en los diversos campos de batalla, eran célebres por su carácter incendiario, que tanto daba ánimos a los soldados soviéticos como cubría de odio (y tal vez pavor) al invasor. Ambos escritores contribuyeron a crear el célebre Libro negro, obra que no vería la luz en la URSS hasta la perestroika. Al extermino que los nazis practicaron contra los judíos dedica el autor las páginas más emotivas, junto con las engendradas por la guerra civil española, de este magnífico libro. (Y en la última parte, no publicada en Rusia hasta los noventa, el autor vuelve al tema del antisemitismo y el racismo, esta vez soviético).

 

Hay varios hechos históricos sobre los que el autor se mueve como quien camina sobre la cuerda floja. Pero el que hace referencia al final de Stalin y de su tiranía merece siquiera un breve comentario. A finales de 1952 se hizo público “el compló de las batas blancas”, según el cual, siguiendo el viejo modelo de las purgas iniciadas por Stalin, algunos médicos —la mayoría de origen judío— se habían propuesto asesinar a la cúpula del partido. Entonces, a algunos prohombres con apellidos judíos se les conminó a firmar una carta en que se venía a decir que, a pesar del merecido castigo que debía caer sobre los culpables y sus inductores, no todos los judíos rusos eran desleales. Pues bien, Ehrenburg fue de los pocos que se negaron a firmar esta carta (a diferencia de Vasili Grossman, que recogerá fielmente este vergonzoso episodio en su novela Vida y destino). Pero no solo hizo esto Ehrenburg, sino que redactó una carta de respuesta a Stalin, el verdadero instigador de la operación, mostrando al gran dictador el carácter contraproducente tanto de la carta que se les proponía firmar como del hecho de que se persiguiera a unos ciudadanos por su origen. Afortunadamente Stalin resolvió con su oscura muerte el previsible final de esta historia… Pero lo que me gustaría subrayar, además de mostrar lo abominable del mundo del estalinismo, es el contraste que se dibuja entre el estilo de una carta, que es un auténtico ejercicio de servilismo, y el hecho fantástico de que su autor, tal vez el único capaz de hacerlo entonces en toda la URSS, muestra valientemente su oposición a la voluntad del tirano, poniendo así su cabeza a merced del hacha… Humillación y valentía.

 

En cuanto a la calidad literaria del texto español, en primer lugar hemos de subrayar la esforzada labor realizada por la traductora Marta Rebón, que ha logrado transmitir el estilo del autor y proporcionar la información necesaria para situar personajes y hechos que el lector tal vez ignore. Como en el caso de Herzen y tal vez tras los pasos de Chéjov, Ehrenburg sabe fundir en su prosa, a veces irónica y siempre concisa y fluida, la precisión del documento con dosis de medido lirismo, sabe reunir su condición de periodista y testimonio presencial con la de escritor, del artista consciente de la importancia de las palabras, de la textura formal de la narración y de su objetivo.

 

Sobre los compromisos que el autor contrae con su conciencia y las concesiones que se vio obligado a hacer a su tiempo y sus dueños, además de todo lo que tuvo que dejar en el cajón —que hoy se ha recuperado en esta edición— y, sobre todo, lo que se llevó por delante la autocensura: el doloroso peso de sus raíces judías, el silencio obligado ante la evidente y repetida traición de los ideales socialistas perpetrada por el poder, así como su comportamiento durante la orgía antisemita emprendida por Stalin que solo la muerte de este logró detener, su actividad como mensajero soviético de la paz, mientras la URSS se armaba hasta los dientes, etcétera. Sobre todo ello se podría escribir y discutir interminablemente.

 

De modo que citemos, a modo de respiro, las palabras del propio autor: “Sesenta y siete años es ya un profundo otoño de la vida, aunque escribo estas líneas en un día de mayo. Ya reverdecen los pobos y bajo mi ventana florecen las nevadillas y el azafrán. Me gusta la primavera, como también me gustaba de niño; de modo que a través de todas mis experiencias no he perdido el más preciado de los dones, el de la esperanza”.

 

Es cierto, una vez más, que la esperanza es lo último que se pierde. Pero en este caso, este natural sentimiento se torna casi sarcasmo, a tenor de la farsa en que se convirtió su país pocos años después de la muerte de Ehrenburg, un hombre que recorrió su tiempo y su vida entre el temor y la esperanza, con la convicción sincera de que un nuevo mundo esperaba a la humanidad. Y, vistas las cosas como se desenvuelven por nuestras tierras hoy, y ya no hablemos de lo que ocurre por los extremos orientales de Europa, las palabras de Ehrenburg, es cierto que enunciadas en un mundo desconocido para el lector español, suenan casi como el acíbar en la miel de nuestros sueños.

 

Leyendo este libro, uno no puede dejar de plantearse mil preguntas: sobre nuestro pasado, sobre la vida de estos idealistas —de entre los que hubo víctimas, verdugos, más víctimas, o ambas cosas a la vez y unos pocos afortunados supervivientes—, no puede uno no pararse a pensar en el azar de la historia, que, vaya por Dios, favorece más a los cínicos o sencillamente malvados que a los románticos, cuya única fortuna es tal vez escribir unas memorias y morir a tiempo…

 

Y uno se pregunta si valen las medias verdades, como las que giran en torno a la guerra civil española, si se puede destacar con gesto compasivo la orientación sexual de un pensador como Gide para descalificarlo políticamente, o subrayar el “infantilismo” de un poeta como Pasternak para, resaltando su condición de genio lírico, descalificar su novela, gestada, con acierto o no, durante largos años. Y sin embargo, las medias verdades de Ehrenburg son más que eso, son la expresión de una época, de unos anhelos y, lo que es peor, de un sueño que se reveló tan sangriento como estéril. En este sentido, a modo de complemento para estas memorias, es decir, para llenar los espacios vacíos que deja Ehrenburg, recomiendo la lectura de la biografía de Joshua Rubenstein Lealtades enmarañadas. Vida y época de Iliá Ehrenburg (Siglo XXI, 2012). Para acabar, y casi en respuesta al desasosiego que desde la distancia (en el espacio y el tiempo) provoca la lectura de este apasionante libro, citemos las palabras de Nadezhda Mandelstam, la viuda del poeta, que en su segundo libro de memorias escribe: “Entre los escritores soviéticos él fue y siguió siendo un mirlo blanco. Fue con la única persona con la que mantuve relaciones todos aquellos años. Sin poder hacer nada, como todos, sin embargo intentaba hacer algo por la gente. Gente, años, vida es en realidad el único libro que desempeñó un papel positivo en nuestro país. Gracias a este libro, sus lectores, principalmente la pequeña intelligentsia técnica, conocieron decenas de nombres. Al leerlo seguían avanzando más rápido y más lejos, y, con la ingratitud que caracteriza a los humanos, al instante daban la espalda a quien les había abierto los ojos. Pero, de todos modos, una multitud asistió a sus funerales, y yo me fijé en que entre la multitud asomaban los rostros de buenas personas. Era una muchedumbre antifascista, y los soplones, a los que habían mandado en masa a la ceremonia, destacaban mucho entre aquellas caras. Ehrenburg hizo su trabajo, y esta labor fue ardua y desagradecida. Tal vez fue justamente él quien despertó a aquellos que se convertirían en lectores del samizdat”. Es decir, a los primeros brotes de la disidencia soviética, el embrión del movimiento que finalmente minó los cimientos de la URSS.

 

Por todo ello, a pesar de las medias verdades, de los claroscuros y los sentimientos encontrados, Gente, años, vida se nos antoja una pieza valiosa para entender nuestro sobrecogedor siglo XX.

 

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De EL PAÍS, 09/05/2014

Imagen: Iliá Ehrenburg/RIA NOVOSTI

 

 

Thursday, May 6, 2021


MAURIZIO BAGATIN

Subjetividades, de eso escribimos hoy, es la época. Una época que dejará palabras e imágenes, muchas, demasiadas y de por sí apocalípticas, para que las vayamos interpretando; mañana viajaremos menos, caminaremos más, un pedestrian tour y un j’accuse, nada cambiará y nada será igual, todo cambiará y todo será igual, un dilema – dead or alive – ¿construir o no construir? encima de la inmensa huella de nuestra especie. La modernidad ha envejecido, dijo alguien, dejando tras de sí los trazos de sus quimeras…

En la lucha entre Flaubert y Nietzsche (fue una carta del escandaloso Houellebecq en lanzarlos a la arena, él tan schopenhaueriano…) gana un triple empate: la no-palabra, el no-lugar, el no-encuentro, gana, entre comillas, Pascal, gana el optimista bien informado, el calculador, o el con fe. Pierde la profunda incertidumbre de hoy, la tristeza para los chicos del mañana, el futuro. La falta de sorpresa, de maravilla y de escándalo. Todos privados del estupor…

Mi mamá fue prediciendo algo de todo esto, retirándose en su mundo hecho de alebrijes y de toda su memoria. Se encerró en septiembre, no quiso ver más afuera.

Fase 1, Fase 2, Cuarentena dinámica… léxico que se empobrece, neologismos orwellianos o de época tatcheriana, parece aún oír a Bush, Aznar, Blair y D’Alema…

Las sonrisas de los ojos, de los únicos visibles, con el corazón… ¡Si no es apocalíptico todo esto!

Las bicicletas tomarán las calles, acompañadas por las bicicletas eléctricas – el litio de Bolivia ahí podría ser destinado – el retorno de aquel genial invento del hombre (en su novela Tirinea, Jesus Urzagasti se sinceró: “…el hombre, aquel hermoso ejemplar que sudó la gota gorda para descubrir la rueda”) – , el único vehículo que une la acción con la función, no por tanto amor como lo de la señorita Pedani por la gimnástica o aún más, de los primeros sudamericanos triunfando en el Tour de France y Giro d’Italia, o la de Bartolo en La revolución en bicicleta, el neorrealismo fue ya el anfitrión, las bicicletas, desde un punto de vista simbólico, remiten al origen popular, al pueblo, las bicicletas obligan a un contacto directo con la realidad. Tuvo que ser un bicho para que el genio humano volviera a ejercer… así también volveremos al campo, algunas minas cerrarán, muchas fábricas tendrán el mismo destino, algunos oficios serán obsoletos y, por suerte, inútiles; como el viento que hace su giro y da sus vueltas, cada cosa luego vuelve a su lugar. Tarde o temprano, no importa. Hay más tiempo que vida, me decía siempre mi abuela. Volveremos a cultivar, la semilla será el sudor más alegre, el sonido dentro de la tierra una retornada armonía.

Desde un balcón vemos pasar los proverbios y los dichos populares, los refranes de los ancianos y los consejos de los sabios, el tiempo que vivíamos plenamente y el tiempo perdido; vemos la experiencia de la poesía de Gabriela Mistral pasear en un parque con las figuras flemática de Alberto Giacometti; desde un balcón vemos el mapa con los signos del tiempo, estelas y huellas, sombras y manchas, todo lo que queda, ruinas y escombros, todo lo que se va, amores hecho pedazos y perfilada clorofila. Desde un balcón vemos luces y oímos memorias; orden y caos hoy afuera de lugar, todo lo que fue y todo lo que será, esperanzas juveniles y voluntades maduras. Y esto hasta el rato menos pensado, será una nueva ilustración, sin dominio y con nuevos misterios, desde el equilibrio, desde un balcón. ¿A.C., d.C. serán las nuevas abreviaturas?… los jóvenes de hoy se están preguntando, algunos por cierto, no todos, cuales fueron nuestras acciones, las de ayer, las de hoy… el barbijo más sonriente, las palabras agotadas, las imágenes que quedarán en nuestro ojos.

Un gajo de luna y un rezo desde un micrófono no muy lejano, chicha cumbia de la radio de los vecinos, es la hora del crepúsculo, el día se despide, la noche está ahí, preparada a salvar nuestro presente – porque el futuro es algo que aún no poseemos y, por lo tanto, como nos avisó Marco Aurelio, no podemos perder – nuestra constante e inconmensurable imperfección. Aun desde Sócrates, el fracaso, es tema filosófico, y es con el antropoceno que, el hombre, ha entrado en pleno contacto con este “sentimiento”. Grandes personajes del siglo breve lo han vivido, sin el fracaso no tendríamos Henry Miller, Emile Cioran y Céline, no sabríamos quien fueron Buster Keaton y Franz Kafka, los que mejor describieron la época actual. El reconocimiento es póstumo, siempre a través del sarcasmo eficaz y la ironía elegante, como iba filosofando en su Teeto, Sócrates.

Pareciéndonos a los dos clownes de Beckett, esperando Godot, no podemos hacer nada, y sin embargo, podemos hacer todo. Tal vez simplemente cambiando las cosas que no van…

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De INMEDIACIONES, 06/05/2021 

Imagen: Jackson Pollock, Ritmo de otoño: número 30 (1950) 

Wednesday, May 5, 2021

Kurt Tucholsky, una batalla perdida


MERCHE MARTÍNEZ

Kurt Tucholsky

Kurt Tucholsky (Berlín, 1890 – Suecia, 1935) fue un periodista y escritor de ascendencia judía, y un destacado intelectual de la república de Weimar. Autor satírico, en especial de ensayos políticos, dejó plasmadas en sus historias algunas de las críticas más polémicas y demoledoras que se hayan escrito en contra del nazismo.

En 1907 salieron a la luz sus primeras divulgaciones ideológicas, que quedaron plasmadas en diversas publicaciones de la época. Cinco años después se atrevió con un escrito en forma de libro: Rheinsberg. En 1915 terminó su doctorado en derecho, y casi de manera inmediata fue reclutado como soldado de refuerzo en el frente oriental.

Tras finalizar la guerra, Tucholsky se convirtió en jefe de la Ulk, el suplemento satírico de la Berlín Tagesblatt. A partir de ahí comenzó a ganarse la vida como periodista independiente. Trabajó para algunos diarios y revistas en los que ya publicaba todo tipo de ensayos políticos, en especial, satíricos y burlescos.

Durante tres años y medio esquivé la guerra tanto como pude. (…) Usé todos los medios posibles para que no me pegaran un tiro y no pegarlo, no usé los peores de los medios. Pero yo habría usado todos los medios, todos sin excepción, si me hubieran forzado a hacer algo así. (Kurt Tucholsky).

Una batalla perdida

Se divorció de su primera esposa en 1924 para contraer matrimonio con el gran amor de su vida, Mary Gerold. Sus ensayos continuaban triunfando, sin embargo, Un libro pirenaico, publicado en 1927 con el seudónimo de Peter Panter, no obtuvo demasiado éxito. Junto con John Heartfield, publicó, en 1929, un texto político muy polémico: Alemania, Alemania sobre todo.

Congreso socialdemócrata (Sozialdemokratischer Parteitag), un poema sarcástico en el que el autor criticó la domesticación de los dirigentes del Partido Social Demócratase publicó en 1928. El poema incluía referencias a Robert Weismann (secretario de estado) y a Philipp Scheidemann (primer canciller de la República de Weimar). Ninguno de los dos salió bien parado.

El castillo de Gripsholm, publicado en 1931, fue censurado por los nazis. Al año siguiente estrenó, en colaboración con Walter Hasenclever, la obra de teatro Christopher Kolumbus. Los mandatarios alemanes la retiraron de los escenarios después de dos representaciones. El 10 de mayo de 1933, por designio de Joseph Goebbels, se ordenó la quema de todas las obras de Tucholsky.

El peligro Tucholsky

Sus libros fueron quemados públicamente en la infame acción contra el espíritu antialemán, que tuvo lugar en la plaza de la Ópera de Berlín, al grito de Goebbels: «¡Contra la frivolidad y la insolencia! ¡Por el respeto y la veneración al inmortal espíritu del pueblo alemán! ¡Devorad, llamas, los libros de Kurt Tucholsky!».

Ese mismo año se divorció de su esposa, Mary Gerold, para protegerla de una posible persecución por parte del gobierno alemán. El 23 de agosto el nombre de Kurt Tucholsky apareció en la lista de los expatriados del país. Le retiraron la ciudadanía alemana. A partir de ahí, exiliado en Suecia, se sumió en el silencio convencido de que no era posible frenar las catástrofes con una máquina de escribir.

Kurt Tucholsky falleció en 1935, a causa de una sobredosis de somníferos, en el hospital de Sahlgrenschen, en Gotemburgo (Suecia). En su testamento dejó a Mary Gerold, su gran amor, como única beneficiaria. Ella fue quien dirigió y publicó sus escritos póstumos. También fue quien se encargó de fundar el archivo literario del escritor.

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De PERDIENDO PALABRAS (blog de la autora), 10/01/2019

Claudio Ferrufino y los aromas del eucalipto


CARLOS CRESPO FLORES

El eucalipto es una especie forestal que recorre la novela MUERTA CIUDAD VIVA[1], de Claudio Ferrufino; acompaña al protagonista en su recorrido etilo-erótico por la ciudad y valle de Cochabamba.

Introducida en el país a fines del S. XIX desde Australia durante el auge minero, se ha adaptado a los ecosistemas del país, más allá de los impactos ambientales que provoca, sobre la humedad y fertilidad del suelo. El eucalipto (Eucalyptus L’Hér) es definido por la Guía de Árboles de Bolivia[2], como  

“Árboles grandes o arbustos, con corteza exfoliante que se desprende en láminas; hojas alternas o subopuestas, lanceoladas o falcadas y asimétricas, glabras rara vez pilosas, pecioladas o subsésiles, generalmente con puntos translúcidos. Flores pequeñas en umbelas o cabezuelas, a veces en panículas axilares, pediceladas o subsésiles; el cáliz lobulado caliptriforme, con una tapa o capuchón que resulta de la unión de pétalos y sépalos. Fruto un pixidio. Género australiano y de la región malaya, con más de 1000 especies” (Killeen, García & Beck, 1993:581).

Las formas de sus hojas y proximidad con el poeta, reafirman a Ron Loewisohn su conexión con esta especie:

Aquí están los eucaliptos

con sus hojas que gotean;

en la luz gris azulada de la madrugada

están juntos en la arboleda

como

nueve hermanos de pelo oscuro y piel suave

hermanos. -Parecen así (extrañamente)

relacionados conmigo.[3]

En Bolivia, son tres las especies cultivadas mas importantes, de ellas, en Cochabamba se planta la E. camaldulensis Dehnh (Killeen, García & Beck, 1993:581), y a lo largo del S XX ha formado parte del escenario paisajístico valluno. Es altamente probable que el escritor Claudio Ferrufino disfrutaba de esta especie.

Para el protagonista de Muerta ciudad viva, su “espíritu rural, primigenio, campesino” está conectado con el eucalipto, su “susurro” y su “aroma”; de ahí que busque su “sombra, cuando tiene problemas, depresión o ansias” (112). El fresco olor mentolado del eucalipto seduce a Claudio, a través de su personaje. En un viaje a Oruro, por tren, atravesando “parajes memorables…, a pesar de las ventanillas cerradas, el aroma de eucalipto llenaba los dos vagones de que se componía la máquina” (53). En otra escena, luego de una violenta pelea de borrachera, toma un taxi, para hallarse “echado entre eucaliptos, a la vera de la senda de tierra cerca del canal grande de riego. El sol agrada. La sombra acoge. Las hojas de eucalipto silban una monótona pero sublime canción. Y las pepitas de molle rojo alrededor hablan de asuntos dulces de infancia” (14). La asociación de este árbol mirtáceo, con el placer y el bucolismo valluno, es evidente.

En uno de los recorridos hacia su casa, camina “al lado de las canchas auxiliares de fútbol”, donde solía jugar, “antes de encontrar las preferencias del trago y del culo” (140). El lugar “olía a eucalipto”, provocándole una “extraña sensación”. Efectivamente, en la década del 60’-70’s’ hubo un arbolado en los límites de este espacio deportivo conexo al stadium departamental, donde el eucalipto destacaba.

Otro momento de incursión en bicicleta al entorno rural valluno, por el camino de Condebamba: visualiza “eucaliptos jóvenes, de tonos grises, (que) lucen gotitas de rocío” (109). La juventud del arbolado que observa Claudio evidencia la posibilidad que sean rebrotes. No olvidar que el negocio de los “callapos” se extendió luego de la reforma agraria, talando árboles de eucalipto para troncas y leña, que luego rebrotan.

De una de sus amadas, Eszter, recuerda que olía a eucalipto (116)[4], y esta lo compara con un eucalipto (113). En el periodo retratado por la novela (principios de los 80’s), el arbolado de eucalipto en el campus universitario de San Simón era importante, particularmente entre las facultades de Derecho y Humanidades, del cual hoy quedan algunos individuos. El estudiante apasionado busca a Eszter, atraviesa “los eucaliptos de cincuenta metros (que) guardan unas aves extrañas en sus copos” (83); parecen zancudas, aquellas que visitan también la laguna Alalay como parte de su escala migratoria. Más aún, cuando se entera que ha fallecido Eszter, para recordarla, toma el micro hacia Tiquipaya; por las faldas de la cordillera, sospecho, recorre lugares que habían visitado. Y, por supuesto, están ahí los eucaliptos, “que se inclinaban hacia la izquierda”, debido al “soplo (que) bajaba de una quebrada casi al frente” (121).

Con Silvia, otra novia, están en el río de Chocaya, desnudos, dentro “el agua fría”. El joven realiza un acto pagano religioso: “remojé ramitas de eucalipto azul para utilizarlas como hisopo. Yo te bendigo, coito” (131).

Similar a un cazador vigilante de su presa, el majestuoso árbol le sirve al protagonista como lugar de acecho: “miro a Frances Mallotto desubicado desde un eucalipto. Lo hago al sorber cerveza amarga, calculando los pasos para intentar el ataque” (86). En determinado momento deja “el refugio del eucalipto” para “encararla” (86).

La conjunción eucalipto, molle, agua, es distintiva del paisaje valluno; es con esta vista donde el erotismo fluye: “copulan a orillas de un río seco, apoyados en un molle, con un arroyo corriendo por la espalda, mitad metidos en el agua, entre eucaliptos que bordean una herradura…” (149).

El eucalipto es parte de la fiesta rural en el valle. No solo como leña en la fabricación de la chicha, sino también en la habilitación del espacio festivo. En un matrimonio al cual asiste con sus amigos, observa que “se habían cortado jóvenes eucaliptos para las columnatas que sostendrían la carpa… (para) albergar a doscientas personas” (174).

En su periodo de caída en el alcoholismo y desdicha, el héroe trágico de la novela, visita a un amigo, quien le pagaba tragos de cuando en cuando”, para platicar sobre “los compañeros comunes, de Abel, de situaciones como la del Jallalla. Aires de eucalipto…” (188). Buscando a una de las novias, que había huido luego de una violenta trifulca, “bajaba y entraba a los bosquecillos de eucalipto, a los huertos frutales llamándola” (185). Aun en sus momentos de alucinación alcohólica, el eucalipto se halla presente: “bajé, desmonté cerros y esquivé árboles de tara que se veían solitarios entre molles y eucaliptos” (168). Ahí, el eucalipto se torna sombrío: “las hojas afiladas de los eucaliptos dan la sensación de árboles con cientos de puñales colgantes” (66).

En la última escena de la novela, convertido en aparapita, vemos que se prepara “con agua hirviente y metanol, con raspaditos de naranja, un trago” (206), mientras “los eucaliptos se despiden dialogando con la brisa (y) los pájaros lo hacen con barullo. No voy todavía a dormir” (206).


[1] Ferrufino, Claudio (2013) Muerta ciudad viva. Santa Cruz: Editorial El País. 206 pp.

[2] Killeen, Timothy J., García E., Emilia & Beck, Stephan G. (1993) Guía de arboles de Bolivia. La Paz: Editorial del Instituto de Ecologia. 958 pp.

[3] Loewisohn, Ron (1968), “The eucaliptus trees”. En Poetry. Vol. 112. No 2. Pp. 105-106. Traduccion libre: C.C.

[4] El protagonista imagina a Eszter que “se reclina en un cuadro de maja boliviana, en marco de eucaliptos y buses achacosos…” (201).

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De INMEDIACIONES, 01/05/2021