Thursday, February 25, 2021

Prólogo y Contratapa para FEVER (Editorial 3600, 2021), por Jorge Muzam y Maurizio Bagatin


JORGE MUZAM

Prólogo o lo que se estime conveniente (para FEVER)

Hace tiempo que desde el sur del mundo, la hoy menos ignota Terra Australis, venimos leyendo con gran admiración al escritor Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Boliviano, americano, universal, todas las categorías le caben con justicia. Hombre encanecido cuyo bigotón se humedece de niebla frente al muelle de la nostalgia sudamericana, la infancia cochabambina, la sabiduría de la estirpe heredada como un trofeo bíblico.

Categorizarlo carece de sentido, porque todo le incumbe, la memoria, las letras, el sexo, los amigos, la comida, los aprovechados políticos. Escritor de letras viriles, de macho que no violenta ni transa su condición legada de mil batallas, de incontables soles, de todas las escaramuzas y sábanas marchitas de la historia.

A veces la tristeza le cae encima como una mantarraya desmayada. Y entonces pugna como una fiera en proceso de asfixia, sobreviviendo siempre por los motivos pretéritos, por los que dieron sentido a esta marcha aparentemente inútil.

Es hombre que se desmadeja mientras escribe, que desgrana, que confronta, que palpa, que incurre en disquisiciones de metapoesía y metaescritura mientras se rasura ante un espejo resquebrajado, que en lugar de la certitud del rostro, devuelve claroscuros de soledad de esta época ingrata.

En Fever, recopilación de años y temas múltiples, está lo que se salió de madre, los textos outsider, lo que se basta a sí mismo, y cuyo único elemento conector es la mente del gran escritor cochabambino.

Surgen poemas como lágrimas, la Cuba que pudo y fue, el ñeque de Playa Girón, la soledad de los inmigrantes, Babel como una sombra obcecada, los ojos de Ada Falcón, una puta del Borocotó, las glorias del boxeo, India Summer a domicilio, los oprimidos de Sienkiewicz, el disgusto por los Kjarkas, Bolivia como una radio chicharreante en la esquina de la habitación donde manan las letras. Están también los amigos, los que acompañan virtual o físicamente las horas inciertas, el retrato y a veces la propia obra, la admiración sincera, el armario del afecto, la empatía por las tribulaciones y gozos del oficio. Miguel Sánchez-Ostiz, Ejti Stih, Cingolani, María Cristina Botelho y tantos otros.

Ferrufino-Coqueugniot es un caminante de la historia mundial reciente, un actor y testigo, arcabucero y escriba sin logo ni bandera, solo la valía, el pecho hinflado, la vista en alto. La historia oficial lo tacharía de rufián subversivo antes de sumirlo en el olvido, pero la historia oficial está hoy con las alas rotas de tanto montar aprovechados y sabandijas, de escribas y lenguaraces que endulzan la fiesta del poder con adjetivos y tergiversaciones rastreras.

El reloj sigue su inflexible curso. Los fracasos, los dolores, lo que pudo ser, las medallas del placer, todo es asunto zanjado, que hoy lo que importa es despertar temprano para volver al trabajo, no sin antes soñar con bellas ucranianas, esculpirlas con caricias, hacerse eco de aquel deseo indesmarcable circunscrito a Gogol.

2019



MAURIZIO BAGATIN

La fiebre de las palabras

Fever. Fiebre de amor por la palabra, por la palabra fuerte, por la palabra amada, por el verso de Blake como por el Götz von Berlichingen de Goethe; Claudio no hace retórica, en sus palabras no hay dogma, solo fiebre que genera endorfina, memorias y olvidos que se alimentan y se desnutren; se escribe por necesidad de afecto y se escribe por resistir. La palabra es causa y efecto, es la ley de Murphy y el efecto mariposa, es cruz y delicia, la palabra es piedra y arena, barro y seres humanos. Metamorfosis esencial. Fiebre útil en defensa del cuerpo…

La poesía, el tango y los gringos, los inmigrantes y la familia, como también el fútbol, la fiesta (la infaltable fiesta boliviana, la que reúne y desinhibe…), el cine y la cocina, el rock y el boxeo, los amigos, en fin, la Historia, este confuso fárrago de sucesos… fiebre de personajes y de momentos, la vida y la muerte.

Estamos hechos de nostalgias, escribe Claudio, nostalgia del ayer, nostalgia de amores perdidos, nostalgias del todo y nostalgias de la nada; lo que nos duele es siempre el presente, lo que duele no es el ayer, no es el mañana, lo que duele es el hoy. Mientras Claudio escribe. Las heridas de hoy, mañana serán las cicatrices de un diccionario infinito, de una enciclopedia borgeana de todas las Babel imaginarias, de todas las Alejandrías imposibles. La fiebre de las palabras.

El hombre común, el hombre que nunca volveremos a ver en nuestra vida, el hombre de la tabaquería de Pessoa… los libros de los otros, los suyos, toda la comedia humana. No es literatura individualista, es literatura cargada de experiencia, de muchas experiencias, de lo vivido, de lo que entra con sangre y con sudor… tal vez también por eso se escribe poesía, se narran cuentos, se novela… el poeta se crea, se inventa o nace, o se educa.

La belleza es una paz feroz, es lo infinito inscribible; lo sublime es el Doríforo de Policleto, la palabra exuberante, es la poesía.

La fiebre sigue, la temperatura subirá y tendremos alucinaciones, la quimera encontrará al hipogrifo, el orden del caos tendrá su alfabeto imaginario y naufragaremos felices, en el mar de las bellezas, en la fiebre de las palabras.

Septiembre 2019

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Arte de cubierta por Antagónica Furry 


Laura Estrín, Literatura rusa: acerca de Biéli, Blok, Gorki, Bábel, Shklovski, Tsvietáieva, Jlébnikov, Platónov y Dovlátov


ESTEBAN PRADO 1

En el realismo último y extremo las cosas tienen, consecuentemente, una presencia extrema, extraordinaria.

Héctor Libertella, El árbol de Saussure. Una utopía

Laura Estrín escribe y piensa, piensa y escribe. Laura Estrín se desmarca de ciertos protocolos de escritura de la lectura y se deshace del simulacro de la cortesía, arma un lector a su altura, no lo subestima. Tampoco se distiende, es tajante: “He tenido la falta de sagacidad de expresar mis ideas apodícticamente, pero las concepciones no demostradas no son siempre inexactas”, dice el epígrafe de Propp que, junto a otro de Pushkin, abre Literatura Rusa. Con esas líneas, Estrín le anticipa al lector un cierto tono y un modo de presentar las cosas en el que se prescinde de la demostración. El libro traza un viaje sentimental, literario, que atraviesa la literatura rusa del siglo XX pero que comienza en el XIX, el recorrido de un stalker por la zona, un viaje en el que Estrín dice ir acompañada por una serie reflexiva: la del Romanticismo alemán que luego atravesó el formalismo ruso para caer en el Estructuralismo francés y… Pero mejor me he seguido de autores y obras: Goethe y Las afinidades electivas, de Shklovski y Zoo o cartas de no amor, de Barthes y Fragmentos de un discurso amoroso.” (165).

El libro se compone de once capítulos que trazan el recorrido por la literatura rusa a través de una serie de nombres propios: Bieli, Blok, Gorki, Bábel, Shklovski, Tsvietáieva, Jlébnikov, Platónov, Dovlátov. En cada capítulo, Estrín arma una lectura que va de la literatura a la vida, a la historia y viceversa. En esas conexiones, Estrín no parte de lo particular para pasar a lo general ni busca la cronología, arma una serie con escritores que la apasionan y quizá el criterio para agruparlos sea la falta de retorno, la falta de retorno para ellos, la falta de retorno para sus lectores: “Hay literaturas que no tienen retorno. ¿O serán nuestras afinidades electivas las que marcan esa hora absoluta en nuestro gusto?” (158). En ese complejo, literatura-vida-historia, plantea Estrín, estos escritores no tienen retorno porque dejaron atrás cualquier punto crítico del que pudieran volver.

Inserto en la obra crítica de Estrín, desde César Aira. El realismo y sus extremos, Literatura Rusa se lee como un nuevo capítulo en el que la escritora piensa y repiensa la literatura, las relaciones entre literatura e historia y, sobre todo, el realismo, que en esta mirada panorámica se presenta como un eje de discusión clave. Estrín piensa en un realismo extremo, que precisamente por ese perpetuo acercamiento a lo real termina por estar antes o después de todo género y no establece una relación determinada con la vida y la historia. No lo hace porque ya no se puede, porque en última instancia son lo mismo, no se desdoblan literatura-vida-historia: “Eso que pasaba, que les pasaba, no interrumpía el estilo de sus obras sino que lo constituía” (20).

El libro comienza con una introducción a los Simbolistas rusos, que a caballo entre los siglos XIX y XX, son la clave para entrar en la literatura rusa del XX. Son la clave y, sin embargo, no alcanzan porque Estrín no busca la explicación del manual sino el trabajo con lo problemático, con lo que queda fuera de las etiquetas. De esa manera, no tarda en traer a colación a Berbérova cuando señala que “el simbolismo fue una confluencia de divergencias” (10) ni tarda en decir con Wilson que “estudiar la literatura por escuelas es perder lo que de literatura tiene de literatura” (26). Para Estrín, ni el simbolismo ni las vanguardias se presentan como cortes con el XIX, aunque los cortes sí se dan del lado de la historia, las Revoluciones (1905 y 1917) son para los Simbolistas la caída del mundo tal como lo conocieron y son para los más jóvenes una intervención en sus vidas que terminará por nunca haber sido de otra manera, una vida en el límite que une crisis histórica y desesperación. Estrín utiliza el término “autores-que-saben” haciendo referencia a esos escritores que escriben desde una posición no erudita sino profética o esotérica, al final de ese capítulo, dice: “Los simbolistas tuvieron una alta, extrema conciencia: se preguntaron de mil modos cómo sobrevive alguien que sabe, el que ve y comprende” (15). Desde esa posición, Estrín se pregunta cómo escriben todos estos escritores que siguen escribiendo luego de la Revolución, en paralelo, de espaldas, contra o sobreviviendo al “realismo socialista obligatorio”. Frente a esa cuestión, complejiza las cosas al sostener que el realismo socialista no se puede escapar del yo ni el simbolismo, el formalismo, la vanguardia o el expresionismo dejan de ser realistas, es precisamente con ese quiasmo donde Estrín desarma la noción de realismo para sostener que para dar cuenta de la experiencia, el cruce entre un yo y la historia, hace falta una escritura realista de la que sólo ese yo puede saber cuál es su forma. “Mis poemas son mis diarios” cita Estrín a Esenin y Tsvietáieva para señalar hasta qué punto estos poetas trabajan sobre formas biográficas2 (Esenin, Tsvietáieva, Blok, Bieli, Shklovski, etc.). Con respecto a Blok, Estrín dice: “Historia personal e historial nacional confundidas, la realidad y la vida propia son el objeto de la obra, un nuevo realismo extremo ocupa su escritura” (20). De la misma forma que trabaja con una noción de realismo que le permite repensar la poesía de estos escritores y también distanciarse de la jerga especializada, utiliza el término revolucionarios con ese método polémico de darle una vuelta a las palabras para que traicionen sus usos cristalizados: “Muchos de estos autores, denostados como liberales, conservadores y formalistas o, directamente, como blancos, fueron revolucionarios: todos emigrados y desterrados, deportados, torturados y muertos” (27).

Los términos que utiliza Estrín son constructos teóricos y también poéticos (y polémicos): teóricos porque implican una reflexión sobre la literatura, poéticos porque no se revisten de un carácter general, no son re-utilizables, sólo valen en su propio texto, como si en algún punto afirmara que la única teoría literaria posible es una teoría de casos particulares. Entonces, teórico/críticos porque dan cuenta de lo literario, poéticos porque abandonan la jerga académica para llevar adelante una escritura propia, creativa. Así se distancia de lo que denomina el “canon crítico occidental, francés”, porque considera que, para el mismo, realismo y vanguardia no son compatibles. Estrín sostiene que ese impedimento implicó que destejieran en escuelas ese todo-junto que es la literatura rusa de principios del siglo XX al cual vuelve sin establecer distinciones o, mejor, estableciéndolas pero no en nombre de ningún sistema: “Siempre, desde que leo y escribo sobre la literatura rusa, hago viajes sentimentales. Y no organizo, eso que pidió Pasternak en el año 34. Ustedes, disculpen.” (163).

Este posicionamiento, que en principio pareciera pararse desde Rusia frente a Europa, no deja de inscribirse en Argentina y Latinoamérica, por lo que, si bien está pensando la literatura rusa, Estrín no deja de saber que al mismo tiempo está presentándola al lector de estas latitudes. En ese sentido, no deja de pensar desde la tradición crítica argentina, especialmente en relación a Viñas, Rosa y Libertella, y también la francesa, Sollers y Barthes. En relación con ellos es que pueden pensarse ciertos lineamientos, sostenidos por Estrín, que plantean que habría una verdad y un saber sobre lo real de la realidad en la literatura que son inaccesibles/indecibles para la historia: de eso habla la literatura y la poesía cuando la Revolución quiere que hablen de la realidad del “realismo socialista”. Frente a esa obligatoriedad del realismo, Estrín dice que estos poetas sostienen un “silencio elocuente”, que dice más de lo que calla o, de forma más apodíptica: “dice más de lo que dice cuando habla y cuando calla.” (56) En esa línea, la del “silencio elocuente”, la complejidad formal se repiensa no como antirrepresentativa sino como la única forma de dar cuenta de la crisis histórica que implicó la guerra civil para la Rusia revolucionaria y para cada uno de esos escritores.

Al trabajo polémico con los términos (realismo, revolución), se suma el de traición. Frente a una generación de escritores acusada de traidora, Estrín resemantiza el término traición y, en cierta medida, lo hace coincidir parcialmente con el de crítica: “La traición como modo de pensar, la literatura piensa contra la historia y contra sí misma, la traición como forma de representar una guerra al exponerla desde todos los bandos y ángulos simultáneamente.” (61) A partir de este modo de pensar y escribir no deja de volver a sus problemas: el realismo, la poesía, los cruces entre historia y literatura, entre vida y literatura. Cuando se acerca a Shklovski, Estrín trabaja desde la noción de ostranenie, el extrañamiento, que como bien sabe no es un procedimiento vanguardista para Shklovski sino algo propio de la literatura que le interesa a él. Ostranenie para Estrín, al fin, es otra forma de decir realismo, dado que Shklovski, ya desde “El arte como artificio”, pensaba en una teoría de la percepción: “una ética-estética armó Shklovski en todos sus libros: ver mejor la vida a partir del arte” (101) porque “si el horror lo cubre casi todo, no hay otra visión salvo la del arte que cambia la visión, mira de otra manera: esa es la ostranenie que trabaja Shklovski a partir de Tólstoi” (102, 103).

Por último, Estrín trabaja desde esa posición que se sabe disruptiva para las convenciones de la crítica literaria y que sabe cómo molestar: “Y no son literaturas paradojales, son realistas, pero si quieren, hagan de cuenta que no lo dije.” (159) En esta línea, el capítulo que Estrín dedica a Dovlátov y a Platónov no tarda en convertirse en un espacio para establecer algunas cuestiones sobre su propia escritura y constituirse como una ironía crítica sobre las convenciones del campo: En todo caso parece que hay muertes muy inconvenientes, que no importan a la teoría literaria… como la del autor… en cambio sigue habiendo una hermenéutica que nos obliga a ser felices con dogmas de precisión, y la precisión lingüística termina en el control del pensamiento (162).

Literatura rusa, entonces, se constituye como un libro clave para acercarse a su objeto pero también para pensar la literatura, para pensar posibles cruces entre literatura rusa y literatura argentina y también para la crítica literaria argentina, que puede trabajar objetos tan lejanos, en principio, como esa literatura y al mismo tiempo no dejar de constituirse como una voz situada, que escribe desde acá, y que si bien busca el intercambio se desentiende de la complacencia del diálogo institucional.

1 Lic. en Letras (UNMdP).

2 Estos escritores podrían agruparse entre los “autores con biografía” en la distinción hecha por Tomashevski que Estrín trae a colación en el libro y según la cual habría dos tipos de autor “los que tienen una biografía y los que no la tienen. Los primeros son los que provocan algunas confusión puesto que sus textos adquieren sentido y significación específica en relación con ella” (75)

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De ESTUDIOS DE TEORÍA LITERARIA, marzo 2014

Sunday, February 21, 2021

El entierro de la sardina


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

El del miércoles de ceniza es un día apagado, más que nada porque las resacas, crudas, bestondos o biharramunas, son potentes. Han sido días curiosos. Parafraseando al inolvidable Fermín Lorda, eran carnavales y no eran carnavales, tristes y furtivos. Hoy toca el entierro de la sardina, antes del amanecer, en una ceremonia de fuego, basuras y extramuros, con los bombos fúnebres, a cajas medio destempladas a fuerza de azotarlos, algo de txistu y acordeón, pero ya desfallecidos que se tragó la oscuridad. Ya el tiempo y la hora es otra. Tiempo pues de Frescobaldi y sus cobres, al menos para mí, que no la duermo, y me ocupo de acabar con unas pruebas de un libro dedicado al de las zapatillas de amortajado al que los carnavales le atraían  y repelían, no como a Solana, pero sí como a Cansinos que ahora me acuerde. Tiempo de arrancar el musgo del invierno y dejar respirar la tierra. ¿Cambia algo en tu vida? Nada. Todo el año es carnaval, apostillaba Larra, suicida, descreído, joven y amargo.

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De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 17/02/2021

Vivir y morir en Benarés


PABLO CEREZAL

 

Sobrepasada ya la polifonía de colores, fulgores y sonidos imperantes en los anteriores ghats, asumes que el que reza, el que se baña, el que medita, el que ofrece sus plegarias a las aguas de la Mama Ganga, todos, finalizan en un puñado de huesos con jirones de carne quemada

 

Las horas se deslizan con dificultad anciana por entre la algarabía exterior. Miras una y otra vez ese reloj de material indefinido que descansa su tedio de segundero hastiado sobre el tablero que hace las veces de mesilla de noche. El ventilador sigue jugando a componer Picassos con las salamandras y las manchas de humedad que componen el techo de la habitación.

 

Estás en Benarés, la ciudad santa por excelencia de la India, y te resulta difícil encontrar, en la habitación de este destartalado hotel aledaño a la estación de trenes, ni una pizca de la supuesta santidad que debería exacerbar el ambiente. Batalla de cláxones, trifulca de motores de automóvil, combate de aromas de vertedero, escaramuza de insectos proponiendo batalla a la vereda de la única ventana que oxigena los cuatro metros cuadrados en cuyo centro geográfico se ubica tu camastro. Se supone que la noche ha comenzado, hace tiempo, su verbena de sueños incómodos y pesadillas grotescas. Pero, a juzgar por la variedad de señales acústicas y aromáticas llegadas del exterior, la vida parece haber continuado su devenir sin permitirse el más mínimo descanso.

 

Es imposible dormir. Afortunadamente, no queda mucho para que el reloj marque las 04.00 AM y debas dirigirte al cuarto de baño compartido, al final del pasillo, para adecentar un poco tu aspecto antes de salir a la calle en busca del conductor de tok tok con quien acordaste tu traslado hasta las a la orilla del río Ganges a su paso por la ciudad. Consciente de ello, decides anticipar el instante. Olvidas el cepillo de dientes, y odias no haberte podido olvidar de las necesidades más perentorias del cuerpo y tener que internarte en ese cuarto de baño que se diría sala de matadero industrial después de una larga jornada de exterminios. Regresas a la habitación para cargar la cámara de fotos e introducirla en la mochila, junto a otros tres carretes, Ilford HP5. Lo analógico, aquí, en la India, no desentona. Estás destrozado. Aún no te recuperaste del día anterior. Te tumbas por un instante en el jergón.

 

Llegaste a Benarés hace horas, en un atardecer asesinado por la polución y la estridencia. En el tren que te acercaba a la ciudad sagrada, en segunda clase, acompañado por numerosos indios ansiosos como tú por llegar a la inmortal urbe, tuviste tiempo suficiente de repasar tu cuaderno de notas. Y esa guía que te recordaba una y otra vez lo que ya sabías de memoria: Benarés, Varanasi en sánscrito, Kashi, “la espléndida”, en los idiomas ignotos de la antigüedad, situada entre los ríos Varana y Asi, regada por las aguas sagradas del Ganges, la Mama Ganga: diosa sagrada de los hindúes que quita y da la vida como lo hace la Pacha Mama con los habitantes del altiplano andino. Varanasi te gusta, suena más melódico. Pero eliges seguir nombrándola Benarés, más popular. Benarés, entonces, una de las ciudades pobladas de mayor antigüedad que la ciencia y la historia se permiten conocer, más de 3.000 años de edad –se supone–, lugar de peregrinaje de hindúes ansiosos por purificar su cuerpo, etcétera, etcétera, etcétera, datos, curiosidades, mitos, toda esa retahíla exótica con que gustan de engalanarse las guías de viaje que nada cuentan pero todo pretenden enseñar.

 

Aunque tu primer impulso, tras descender del tren y sortear los cuerpos apolillados de enfermedad y miseria que se arremolinan en los andenes a la busca de limosna, fue intentar acercarte al Ganges, la noche ya cercana y el cansancio de las 12 horas de viaje desde Delhi te hicieron cambiar de idea una vez sentado en el tok tok, esa especie de motocicleta con destartalada carroza incorporada que hace las veces de taxi en este inabarcable país. Preguntaste al conductor si conocía algún hotel barato cerca. Por supuesto, lo conocía. Y, tras casi media hora de intrépida conducción entre coches, viandantes y espesas volutas de humo, te dejó aquí, a un par de calles de la estación de trenes. Podrías haber llegado antes caminando, si hubieses logrado sortear el infernal tráfico sin morir en el intento. En principio pensaste que intentaría estafarte. La carrera ha sido de media hora, la gasolina es cara, y argumentos por el estilo. Los tok tok no tienen taxímetro, ni nada parecido. Pero ni te intentó estafar ni siquiera llegó a proponérselo. El precio fue ridículo. Tal hecho se te antojó muestra de honestidad y, tras preguntarle por la mejor hora para salir con tiempo de llegar al Ganges antes del amanecer, acordaste con él que te recogería a las 04.30 AM, a la puerta del hotel.

 

Tu cansancio diluye el estruendo callejero, el perfume de manteca rancia y organismos fermentados, el correteo incesante de los insectos sobre el piso de la habitación, y caes en un breve pero reparador sueño. Aúlla el despertador. Amaneces a una noche preñada de amanecer, presta a reventar nuevamente de estruendos y aromas que no te permitirán pensar y cerca estarán de enloquecerte, como lo hace el niño recién nacido ante el trepidante espectáculo de las luces del paritorio y los amorosos alaridos de la mamá y el resto de familiares. Recién nacido en Benarés. Así te sientes. Y no es agradable. Ahora entiendes por qué lloran los humanos al nacer.

 


No tenías mucha esperanza de que ocurriese pero, efectivamente, el taxista te espera. Ahí está, sosteniendo, con su escueta musculatura dorsal, la desvencijada puerta del hotel del que agradeces salir al fin, tras una noche de insomnio y pesadilla.

 

La mirada del joven conductor revela la misma instantánea de sonrisas que la noche anterior, cuando le conociste, e intenta explicarte, camino hacia la ribera del Ganges, con un inglés difícil de comprender, el porqué las calles comienzan de nuevo a poblarse de personas, autos, bicicletas. A punto estás de contrariarle asegurando que han estado ahí, en la calle, toda la noche, que en ningún momento han desaparecido. Tal vez el cansancio te obliga a callar y sonreír, nada más.

 

Aún no salió el sol. Para cuando lo haya hecho, los habitantes de la ciudad podrán hacerle frente con la mejor de sus sonrisas. Esa sonrisa oriunda que no es sincera ni ficticia sino todo lo contrario. Muchos de ellos, al igual que tú, pero a pie, comienzan su peregrinación hacia las orillas del río sagrado. Allí, como en una lavandería humana, sumergirán sus cuerpos en un centrifugado de abluciones carentes de detergentes y espumas.

 

El trayecto finaliza antes de lo previsto. Ahora tienes que caminar en línea recta. Poco más de 500 metros, según te indica el afable taxista. Sólo sigue a la gente, es su última recomendación. Abonas el escueto monto del viaje y él te toma entre sus brazos para despedirte, namasté, namasté, como queriendo vestirte de bendiciones.

 

El camino hacia la ribera se efectúa con lentitud debido a la profusión de caminares que pretenden, como el tuyo, desembocar en las aguas calmas del místico caudal. Comprendes que estás en una de las ciudades más densamente pobladas del mundo, casi 3.000 habitantes por kilómetro cuadrado, y por un momento te atenaza algo que identificas como un ataque de ansiedad. La promiscuidad de los cuerpos semidesnudos de hombres, mujeres, niños, enfermos, rateros, policías, monjes, mendigos, todos en consonante y silencioso peregrinar, hace que te preguntes si no quedarás definitivamente rodeado por ellos, varado en esta marea humana, si no será falsa la seguridad de poder llegar a espacio abierto, y respiras desacompasadamente ansiando el final del recorrido. Junto a ti, dos hombres cargan un cadáver, mientras las mujeres que parecen acompañarles lanzan pétalos de rosas sobre la túnica que cubre ese cuerpo que espera ser incinerado en alguno de los ghats de cremación a orillas del río sagrado. A tu espalda se repiten, incesantes y monocordes, las plegarias de un grupo de sadhus ataviados con nívea túnica e indolente serenidad. Frente a ti, lo que parece el séquito festivo de un recién celebrado matrimonio compite en afónica sonoridad con el desconcierto de los cláxones. Intentas descubrir, en alguno de los soportales que muerden las fachadas de los edificios colindantes, algo que no sea una tienda de saris o de utensilios de plástico, un lugar al que poder escapar para recobrar el aliento, un café tal vez, un portal. Pero sería labor imposible. Respiras hondo y te atenaza un inequívoco perfume a descomposición. Por un instante casi deseas caer desmayado en el asfalto confiando en que alguien llamará una ambulancia que te saque de allí con urgencia.

 

Sigue caminando. Esto es lo que querías, te dices. Te sobrepones. Respiras. Continúas caminando, casi llevado en volandas por la muchedumbre.

 

Tras un peligroso encuentro con uno de los cientos de monos que pueblan la ciudad y que ha adherido sus garras a la correa de tu cámara fotográfica, desembocas, junto con todo el torrente humano que acompañaba tu aún nocturno paseo, en Dashashwamedh Ghat, una de las cientos de escalinatas que conducen a las turbias aguas del Ganges, la más popular, custodiada por Brahma y Shiva, y el lugar de reunión, al amanecer, de aquellos que no comprenden su vida sin agradecer cada día el despertar del Astro Rey. Desciendes un par de escalones y, no sabes si por necesidad de descanso o por pura postración mística, tomas asiento en la gradería y contemplas las apacibles aguas de la Mama Ganga, teñidas a lo lejos de un rubio oxigenado que advierte del amanecer.

 

La impresión es la misma, piensas, que la del adolescente que se enfrenta a su primera experiencia sexual, al contemplar el cuerpo desnudo de la persona que perpetrará con él ese iniciático rito de nacer al amor. Algo así como adoración. Una veneración que evita las miserables cicatrices de hambre, suciedad y pobreza que esconden las aguas del río y alrededores, al igual que el adolescente decide ignorar, admirado y fervoroso, esos kilos de más que decoran la geografía corporal de su primer amante, por ejemplo. Tan embelesado estás por todo lo que de supuestamente espiritual tiene el espectáculo. Casi llegas a comprender el hecho religioso, y prefieres no preguntarte por qué.

 

Frente a ti, un joven delicadamente ataviado con ropajes de esplendorosa seda comienza a disponer los utensilios con que ofrendará al sol naciente la primera puja u oración del día. Mientras él prende fuego a los carbones que reposan en el interior de una vasija con forma de beligerante cobra, tú decides prender fuego a un cigarrillo al que apenas acertarás a dar un par de caladas, sobrecogido como estarás ante el rito que el oferente llevará a cabo entre musicales salmodias para dar la bienvenida al nuevo amanecer. Te invade una especie de frenesí que, al apartar la mirada mientras giras la cabeza (cuando comienzas a observar a los hombres y mujeres que bajan las escaleras hasta dar con sus cuerpos desnudos en el agua), casi te impulsa a acompañarles y sumergirte. Afortunadamente, has abandonado ya al joven que te sentiste al contemplar por vez primera el espectáculo del Ganges, y entras en una fase de pubertad que te hace recordar que sus aguas, a su paso por Benarés, son de las más contaminadas del planeta. Tanto que las propias bacterias se autofagocitan sin dar tiempo a que la enfermedad se aposente en el légamo promiscuo que golpea las escalinatas. Eso aseguran, al menos, los estudiosos.

 

La contaminación parece no afectar a los cientos de hindúes que se acercan cada mañana a sumergir sus cuerpos en el bendito flujo de este río que nace en los Himalayas pleno de pureza y cristalina corriente, antes de comenzar a perder salubridad en su deambular por las diversas ciudades de la India, y abandonar su torrentera de mugre, lodo y plegarias en el mayor delta del mundo, una vez unido en sacrosanta cópula con el Brahmaputra, ya en las inmediaciones del Golfo de Bengala. Se supone que fue el dios Shiva quien, tras una copiosa lluvia que amenazaba acabar con la vida de todos los humanos, decidió salvaguardar su existencia recogiendo aquel caudal entre sus cabellos. De la húmeda cabellera de Shiva nacieron los hilos de lluvia domada que conformaron las riberas del río Ganges. Por eso los hindúes se acercan hasta sus aguas: para agradecer la benevolencia de aquel dios y purificar allí sus cuerpos.

 

Has asistido a uno de los cientos de rezos al sol, el fuego y el universo todo, que se celebran a diario en Dashashwamedh Ghat. Algo ha nacido. Tal vez un hombre.

 

Decides abandonar la ya saturada escalinata y emprendes un paseo a lo largo de la ribera, pasando de uno a otro ghat y asistiendo en cada uno de ellos a un espectáculo diferente.

 

En Assi Ghat se agrupan, en pequeños racimos, como temiendo desprenderse de la raíz de la vida, numerosos turistas que, como tú momentos antes, recién nacen a la ceremonia de la vida. Allende sus gradas se acumulan los más populares hostales, aquellos en que acaban las víctimas de los touroperadores que, en no pocos casos, pasan a ser víctimas también, al caer la tarde, de los pícaros y carteristas que pululan por Benarés. Que la religiosidad no libra del hambre, y cada cual se busca la vida como mejor puede. También, entre los grupos de incautos viajeros, un nutrido conjunto de músicos, ricamente ataviados, afinan los instrumentos a los que arrancarán voluptuosa fanfarria en honor a Shiva. Festividad del recién nacido, sorpresa de las resonancias y pigmentos primigenios… los mismos que atisbamos durante el alumbramiento.

 

Hasta Mana-Mandir Ghat se llegan numerosos jóvenes cuya testa, hábilmente rapada, recoge los destellos con que el sol ensaya cubismos sobre las aguas del Ganges. Este radical corte de cabello simboliza el abandono de las impurezas que pudiese haber acarreado cualquier vida pasada. Recorren ya este mundo con la inocencia propia de todo chaval, y disponen los utensilios de una nueva ofrenda a Shiva, que les tomará del único mechón de cabello que aún atesoran para conducirles por el camino correcto. Un buen puñado de adultos con idéntico aspecto les acompaña escalinatas abajo. Posiblemente fieles del movimiento Hare Krishna, el único que mantiene como obligatorio, incluso en la edad adulta, tan peculiar corte de pelo. Contemplarlos concentrados en sus abluciones es lo más cercano a ver saltar los niños en un parque infantil de cualquier urbe occidental.

 


Brahma Ghat es el lugar reservado a los estudiantes de una de las más afamadas escuelas espirituales de la India. Ignoro –y seguiré haciéndolo– a cuál de los millares de creencias hindúes pertenece dicha escuela. Pero acerca de su renombre ya se cansarían de insistirme los simpáticos camareros de un restaurante cercano, un par de días después. Los brazos muriendo hacia el cielo, la mirada coloreando vacíos. Pareciera que repasan las lecciones que les servirán para pasar con nota la incomprensible asignatura de la vida. Caminan hacia el río como lo haría una estatua. A su orilla, se postran. Y su esqueleto parece querer jugar a los títeres. Eres consciente de que estás comenzando a olvidar la noción de lo espacio-temporal. Te recuperas pensando que, al fin y al cabo, sólo son estudiantes. Luego comprendes que tal vez son los únicos estudiantes a quienes gusta el ir a clase.

 

En los alrededores de Lalita Ghat abundan los hostales de cuestionable calidad. Pocos son los turistas que se hospedan en ellos. Son alojamientos para muchas de las populosas familias que llegan desde el interior del país, tras arduas jornadas de viaje, con la intención de ofrecer sus preces a la Mama Ganga. En las escalinatas, los trabajadores de los establecimientos hoteleros enjabonan las sábanas que aún retienen, como fósiles sorprendidos, los perfiles de los huéspedes. Frotan la ropa con detergentes de procedencia equívoca, arañando sus manos en la caricia borrascosa de la piedra. Sumergen las prendas ya lavadas en las aguas del Ganges, y luego las extienden sobre las escalinatas, donde acaban conformando un fascinante carnaval cromático. Ningún otro ghat evidencia así los esfuerzos de la edad adulta, los sinsabores del trabajo.

 

Continúas caminando, pasando de uno a otro ghat, casi deseando que no se acabe nunca este recorrido por las edades del hombre. Por algo será.

 

Sorprende tu caminar la profusión decorativa de los templos que escoltan el cauce del río y dan inicio a las escalinatas de los ghat. Observas a los devotos de cada una de las innumerables preferencias religiosas que el hinduismo aporta a sus fieles en dedicado rezo, mañanero ejercicio físico, e incluso haciéndose afeitar la cabeza por barberos armados de mugriento cuchillo e inexistente higiene. También contemplas a quienes rezan en estática postración, a los niños que corretean tras los monos, a los turistas japoneses que ametrallan con sus cámaras fotográficas (e incluso se atreven a desvestirse para, momentos después, bañar sus cuerpos en el río, inconscientes de los múltiples parásitos que pueden comenzar a habitar su interior desde ese momento para acompañarles durante el resto de sus días), a los vendedores de flores y a los de plegarias, a esas mujeres más ancianas que la vida que desnudan sus osamentas de clase de anatomía antes de entrar en las aguas del Ganges para purificar los escasos restos de carne que aún les pertenecen, a los hombres que se lavan unos a otros con profusión de exclamaciones y sonrientes cachetadas, a los pintores que buscan inspiración sentados en cualquier escalón, a los mendigos que permanecen con la mano extendida mascullando arcaicas jaculatorias… Aunque recorrieses durante más de cien años los más de cien ghats jamás llegarías a comprender Benarés. Y ahí es donde reside parte de su magia: lo inaprehensible de esta cultura ancestral que fluye por entre los escalones, paralela al fluir del Ganges a su paso por la ciudad.

 

Durante el camino has abandonado el disfraz de joven sorprendido por el espectáculo de la espiritualidad para comenzar a vestir la indumentaria del maduro visitante. Sí, has alcanzado la madurez en el instante en que has desechado la magia para comenzar a cuestionarte los motivos primigenios de tanta miseria, tanta suciedad, tanta pobreza, abandonadas a la sombra espectacular del rito y la superstición. Como hombre maduro que ya eres intentas comprender, analizar, resumir y…, como cualquiera que lo hace, cuestionas lo que no alcanzas a discernir. Tal vez finalices simplificando todo lo observado, diciéndote que sólo se trata de que el ciclo de la vida, aquí, en Benarés, oculta sus miserias bajo distintos ropajes.

 

Hasta que llegas a la escalinata del Manikarnika Ghat, donde los fieles de Vishnu acercan los cuerpos ya sin vida de sus seres amados para depositarlos sobre una mínima pila de madera a la que, tras añadir un buen chorro de gasolina y una breve porción de bendiciones, prenden fuego los escuálidos empleados de la cremación. Ser incinerado en el Ganges asegura a los fieles hindúes el fin del ciclo de las reencarnaciones y, por tanto, el descanso eterno. Es por ello que se acercan a cientos, cada día, para reducir a cenizas los cuerpos de los familiares difuntos. Esas cenizas serán esparcidas después en la corriente. Allí se mezclarán con el resto de fieles, los todavía vivos, que toman baños de espíritu, légamo y enfermedad. No sólo las cenizas, también restos de cuerpo humano flotan en el río sagrado, proporcionando alimento a las tortugas mutantes de más de 30 kilos que sobreviven en sus aguas. Quien no tiene posibilidades de sufragar una bien surtida pira funeraria ha de conformarse con unos cuantos maderos que, por supuesto, no aseguran la cremación total. Los restos del a medias calcinado, como las cenizas del definitivamente incinerado, unen danza sin armonía al melancólico ritmo impuesto por las contaminadas aguas.

 

Es entonces cuando, sobrepasada ya la polifonía de colores, fulgores y sonidos imperantes en los anteriores ghats, asumes que el que reza, el que se baña, el que medita, el que ofrece sus plegarias a las aguas de la Mama Ganga, todos, finalizan en un puñado de huesos con jirones de carne quemada. Nada más. Sientes un escalofrío y casi deseas no haber nacido o, mejor, volver a nacer en la sucia y ruidosa noche de tu mugriento hotel. Sí, tal vez lo mejor sea regresar al hotel, tomar una ducha y coger el tren de regreso a Delhi, haciendo una parada, quizás, en Agra, para sentirte plenamente vivo ante la contemplación del Taj Mahal, por ejemplo. Cualquier cosa para evitar tomar consciencia de lo peligroso que es disfrutar el espectáculo de la vida y su pariente más cercano: la muerte.

 

Recuerdas que llevas una cámara fotográfica colgada al hombro. En Makarnika Ghat está prohibido tomar instantáneas. Respeto a los finados y sus deudos, velos de intimidad circundando la exposición pública de las sagradas exequias. Es la excusa perfecta para olvidarte de la cámara de fotos y emprender el camino de regreso, partir de nuevo hacia el nacimiento de la vida. Tal vez, entonces, puedas tomar alguna instantánea que sea torpe reflejo del espectáculo circundante.

 

 

 

 

Pablo Cerezal (Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el panorama literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012). Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de poesía erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La Razón (Bolivia), El País (España), Red Marruecos (Marruecos) y Esto no es una revista (Argentina). En FronteraD ha publicado Pequeño inventario de literatura yonqui. Drogas y literatura, un paseo personal y Perdiendo el norte en Corea del Sur. Viaje al país de la eterna primavera. En Twitter: @pablo_cerezal 

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De FRONTERA D, 21/01/2016. Fotos de Pablo Cerezal

Sunday, February 14, 2021

Después del viento


MAURIZIO BAGATIN

Vino el momento de entrar en la casa, buscar refugio del viento de la tarde. El viento afuera seguía silbando, adentro las ventanas vibraban, nosotros escuchábamos en silencio el silbar y el vibrar. Dos verbos, dos acciones y el silencio, la inercia del tiempo, la voluntad del espacio.

Recuerdo Onetti, también alucinado por el viento y después del viento, recuerdo a Grazia Deledda, Nobel olvidada entre paisajes violentos y el clima aún más violento; el cuchillo que penetra tu espalda a las tres de la madrugada en la puna orureña, las piedras que el indio huichol nos aconsejó ponernos en los bolsillos en el desierto de Real de Catorce, y recuerdo las funambulescas olas en la última noche de verano en Caorle, cómo puedo olvidar el viento que destechó casas, dejando sus tejas en el cementerio de Bannia el verano siguiente. Viento que enferma y viento que cura. Siempre movedizo, siempre irrequieto.

En la tarde se levanta y se lleva la lluvia, la próxima lluvia, la lluvia siempre ausente, la inalcanzable lluvia. Es el viento de la tarde, de todas estas tardes que esperamos la lluvia. Deseo reprimido, la tierra que reclama, abre sus venas y grita, después el viento se lleva las nubes, las imaginarias de todos nuestros Aristófanes, las reales, las que te das la vuelta y ya el cerro las ha ocultado, para mañana, para siempre.

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De INMEDIACIONES, 14/02/2021

 

Saturday, February 13, 2021

Formas de rezar. Virginianos y...


JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ

Uno de los libros preferidos de mi librero, uno de mis imprescindibles, es "Virginianos", de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. No sé cuántas lecturas he hecho de este libro, pero ese libro forma parte de mis libros de oraciones. Leerlo es una de mis formas de rezar. Claudio ganó el prestigiado premio Casa de las Américas y es un escritor que tiene los pies en la tierra, lo contacté hace tiempo por Facebook y me aceptó e, incluso, hemos compartido charlas por este medio. Al principio del confinamiento comencé a leer "El exilio voluntario", una de sus novelas, con el objeto de escribir una reseña para Praxis. Pero lo abandoné, a pesar de que me estaba gustando demasiado. Y lo abandoné porque sentí que no podría estar a la altura en mi reseña de esa novela que es tan compleja y profunda. Ahora que arreglé mi librero volví a rescatarla para continuar la lectura. Aunque Claudio es boliviano, esta debería de ser lectura obligada para mexicanos, porque narra la experiencia del latinoamericano que va a trabajar a los Estados Unidos. A diferencia de otros libros del género y que forman parte de una tendencia actual, éste se desmarca de la tendencia y dice algo diferente. En este caso tenemos al latinoamericano que se adapta bien en Estados Unidos, después de muchas dificultades y que hace de la cultura, del arte y, el particular, de la escritura, el centro de su vida. Un exiliado voluntario con una cultura excepcional, con una narrativa como yo no había leído, con un estilo propio, una voz profunda. Un viajante, no un turista, nunca un turista, un viajante que como en una pintura se mezcla con el paisaje. En Fin, seguiremos con esa lectura que dejé pendiente.

2021

Thursday, February 11, 2021

La narrativa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot


ÁLVARO VÁSQUEZ

 

La experiencia de leer a Claudio Ferrufino-Coqueugniot es distinta a las de otras lecturas.

 

Sus textos, que formalmente pueden catalogarse como novelas o cuentos, juegan con los límites, los empujan y fuerzan de la misma forma en que exigen una lectura atenta, para no perder un guiño, un giro, o incluso una referencia cuya omisión podría no afectar a la lectura como tal, pero privaría al lector de una nueva experiencia, adicional a la lectura principal, que suele resultar igual de grata.

 

Al mismo tiempo, esa lectura revela (al menos para el suscrito) que hay otra forma de escribir, una que rescata la voz interna de un flujo de conciencia, pero que no se aísla del texto principal, y al mismo tiempo lo enriquece con múltiples referencias (literarias, pictóricas, históricas, y otras), y hago énfasis en el verbo enriquecer, porque no se trata de datos lanzados por simple parafernalia, sino de un ejercicio bien pensado que añade valor al texto, que lo complementa y mejora.

 

El haber leído la obra actualmente disponible de CFC me deja muy claro al menos tres aspectos:

 

Primero, que el autor posee una vasta cultura, y no solamente en el aspecto tradicional, pues aunque en sus textos se adivinan múltiples lecturas y una mente curiosa y despierta, queda claro que además de libros, su cultura se alimenta de muchos kilómetros bajo la suela de los zapatos, muchos caminos recorridos y muchos lugares visitados (cambios forzados de estatus, los llama el escritor en una entrevista), bebiendo de cada uno de ellos todo lo que puedan ofrecer, y apropiándose de todo lo que sea necesario. Y aprehendiendo esa cultura, la acomoda a lo que cada texto exige, con testimonios herederos de vivencias buscadas en los límites, como la mayoría de sus personajes, respondiendo a un hambre de experiencias, riesgos y sensaciones que enriquecen sus textos.

 

Queda claro también que el escritor es un hombre valiente, con todo lo que ello implica (…con un cuchillo entre los dientes, escribe sin venderse, dice una ranchera compuesta en su honor por Emilio Losada, también escritor, autor de la novela Aviones de fuego).

 

Su pluma no solamente no se vende, sino que increpa y cuestiona tanto al poder o a la autoridad establecida, como a las costumbres, los estereotipos, los convencionalismos y a la misma historia. No se malinterprete lo dicho, no se trata de uno de esos provocadores pendencieros que se esconden detrás de un teclado, sino de un artífice de interpelaciones inteligentes, justificadas y respaldadas con argumentos y conocimiento, que usa la palabra como arma y la razón como argumento.

 

Por último, Claudio es una persona que sabe expresar de gran manera lo que quiere decir, tanto en forma como en fondo. Dueño de una prosa elegante y heredero de grandes plumas (suele mencionar a Schwob, Babel, Tolstoi, Dostoievski y Sholojov entre los autores que influyeron en su escritura), seduce al lector con sus textos, lo reta a seguirlo por los múltiples senderos propuestos, lo cautiva.

 

Entonces, se tiene a un hombre culto (sabe de lo que habla), valiente (no teme decir lo que piensa) y que sabe cómo transmitir lo que piensa (escribe muy bien). Rara vez estas cualidades se encuentran juntas en una persona.

 

No en vano se lo compara con Henry Miller, y ya alguien dijo que debería nominarse a Claudio Ferrufino-Coqueugniot al Premio Nobel de literatura. ¿Exageración? Según Wikipedia, este premio se otorgará “a quien hubiera producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal” (mucho de subjetividad, cierto). Quizá se pueda calificar la propuesta mencionada de optimista, pero no creo que de irracional.

 

Es común escuchar decir que Claudio Ferrufino es el escritor vivo más importante de la literatura boliviana (algunos piensan que hasta podría eliminarse lo de “vivo”). Cruzando el Atlántico, Pablo Cerezal, coautor con Claudio Ferrufino de un libro mencionado líneas abajo, sostiene que Claudio es un literato incómodo… Claudio no se pliega a los dictados de los poderes establecidos… Claudio escribe como debe hacerlo quien ama la palabra: mimándola, no como lo hace el vendedor de letras, el recolector de prebendas y aplausos de ida y vuelta. Tal vez ahí parte de su grandeza. La obra de CFC recibió muchos elogios, creo que todos ellos merecidos.

 

Comparto en las siguientes líneas, más que reseñas, mínimas referencias a los textos de narrativa de CFC que pude encontrar en Bolivia. Añado para cada libro una de las muchas frases que me parecen merecedoras de ser recordadas, incluso sin considerar su pertenencia a un texto mayor. Tómense estos comentarios como una humilde y sincera invitación a leer su obra.

 

El año 1991 se publicó el libro Virginianos, obra que ofrece 81 textos en 81 páginas, textos breves que podrían leerse “de una sentada” como suele decirse. Pero es un placer detenerse en la lectura, prolongarla; seguir las señas que llevan a una pieza musical, una pintura u otro texto que el autor menciona, búsquedas que resultan siempre gratificantes.

 

Como muestra, una cita sobre la relación entre poesía y música: …Tal vez porque el sonido hace vulnerables los muros de la palabra.

 

El señor don Rómulo, su primera novela, se publicó el año 2003, luego de haber obtenido la segunda mención en el prestigioso premio de novela Casa de las Américas. Obra que, revisando la historia familiar del autor, repasa también la historia del país a través de personajes que retratan magistralmente una época. 

 

Una frase que revela la personalidad de la voz narradora: Amar es igual a comer. Acabado el acto entre el hombre y la comida no queda otro vínculo que el sabor, el olor, la memoria del placer.
Como obsequio adicional, nos brinda uno de los finales más irreverentes y provocadores de la literatura nacional.

 

El año 2009, la novela El exilio voluntario ganó el premio Casa de las Américas. Texto con evidentes rasgos autobiográficos, retrata la vida de un migrante boliviano en EE.UU., mostrando las dos caras de la moneda del exilio, que forzado o no, cuestiona los cimientos de la personalidad de quien enfrenta una nueva realidad (el individuo se fragmenta, que no es lo mismo que romperse, dice el autor al respecto). La calidad de la narración evita que el texto caiga en lugares comunes o en maniqueísmos que suelen presentarse al tratar este tema.

 

La voz migrante de esta novela se consuela pensando algo que muchos sentimos en la soledad: Cuando no se tiene personas se recurre a la música.

 

Ferrufino Coqueugniot gana el Premio Nacional de Novela el año 2011 con su Diario secreto, que da voz a un personaje enfermizamente cruel, que fascina al lector mientras comparte con él fragmentos de sus recuerdos, cuya única coherencia viene dada por la naturalidad con que comete actos atroces a lo largo de toda su vida. Personaje que en algún momento parece interpelar al lector, cuando dice: Y vas a ayudarme. No porque me pesen las cosas que hago, sino para convencerte de que no somos diferentes, tú y yo.

 

Mostrando una faceta distinta de su trabajo, la de cronista, y en coautoría con Roberto Navia Gabriel (dos veces ganador del premio Rey de España) el año 2013 CFC presenta el libro Crónicas de perro andante, en el que manteniendo su estilo de escritura, ofrece varias crónicas repartidas en un amplio espectro temporal, geográfico y temático. Una de mis favoritas, Todas las noches la noche, con un final impresionante: … la primera vez que visité un juzgado me compré un terno, zapatos, y asistí elegante. El ujier que iba a leer en voz alta el número de ingreso de mi caso, me pregunta si soy el abogado defensor. No, replico, yo soy el criminal.

 

El mismo año se publica Muerta ciudad viva, novela con vertientes autobiográficas, ficcionales y rescates de otras lecturas. Hay quien sostiene que quien protagoniza la novela es la propia ciudad, aunque el narrador/protagonista se presenta como estudiante, contrabandista, matón o indigente, buscándose siempre en el alcohol, la violencia y el sexo. Aunque esta novela se publicó cuatro años después de El exilio voluntario, al leerla se siente que fue escrita (o concebida, al menos) antes. Así parece confirmarlo el siguiente fragmento: Le digo lo que planeo, que he de viajar… a buscar una vida dura hasta el momento en que me sienta capaz de llamarla a mí. La redención por el castigo. Abandonar la comodidad de la tragedia alcohólica.

 

En la FIL 2015 se presentó en Bolivia el libro Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre), libro escrito a cuatro manos con el español Pablo Cerezal (autor de dos grandes novelas, Cuadernos del Hafa y Breve historia del circo, esta última ambientada en Bolivia). Obra basada en el contrapunteo de dos grandes voces que nos llevan por universos de música, literatura, sexo, noche y muerte, de la mano de un lenguaje que (me robo la frase de Willy Camacho) sorprende y deleita por su vuelo literario.
Luego de leer el libro, escribí en FB: No conozco Madrid, ni España, ni Europa, pero las crónicas-recuerdos de Pablo Cerezal en Madrid-Cochabamba me mostraron una ciudad que no me resultó ajena, y sí por momentos casi familiar. Sí conozco Cochabamba, pero la ciudad de los textos de Claudio Ferrufino Coqueugniot la conozco apenas por encima. De todas formas, a través de un lenguaje mucho más “mío”, no solamente sentí cerca a Cocha, sino que me recordé en esos sitios, aunque nunca haya estado en ellos.

 

Ferrufino-Coqueugniot dice que este libro es hermoso en su dureza, en su desazón, en su a ratos tremendismo y a momentos simple afrenta al buen gusto y la moral, dirán.

 

Libro especial. Se volvió uno de mis favoritos. Su relectura fue tan placentera como la primera.

 

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De ENTRE LETRAS (blog del autor), 12/02/2019

De INMEDIACIONES, 14/02/2019

 

 

Sunday, February 7, 2021

Tres frutos extraños, el pomodoro, el fico d’India y la patata americana


MAURIZIO BAGATIN

El lentísimo tren viaja desde Bari, a través del último Tavoliere, una África y un Salento distantes, hacia Taranto, el Viaje en Italia de Rossellini es presente, entre arqueología y naturaleza, la fuerza y la brutalidad del paisaje, de su vientre histórico, de su belleza. Lento entre una estación y los fantasmas de las estaciones, paradas imaginarias, incandescente calor y miles fatas Morgana; unos campesinos con su “coppola” cargan y descargan, sudan y se secan la frente, verduras para los mercados de mañana, para el invencible mediador, en esta tierra sin agua y con vinos fuertes.

Plantas enormes de fichi d’India afilados delimitan propiedades, decoran huertas y bordean los rieles del tren. El fruto se roba durante las noches o temprano en la mañana, antes que salga el devastador sol… una monja del Sudamérica dice que lo conoce muy bien, su fruto es la tuna y me encoraja en sacar unos cuantos, agárralos con este guante, y me lo pasa, luego con una destreza nunca vista antes, los corta trasversalmente y el perfume invade el vagón del tren… Cuando llegaron a la corte borbónica aún se creía que Colón había descubierto las Indias, de ahí su exótico nombre. Las espinillas sácalas con el chicle me dice, mientras saboreo por primera vez este extraño fruto, un higo delicioso, tal vez tan bíblico como el higo con sus brevas, tal vez solo el mito de un México mágico.

Fumábamos a escondida, eran MS pestilentes u horribles Muratti Ambassador, a veces las proletarias Diana, quizás una que otra Marlboro, y tosíamos y tosíamos, hacíamos renegar a los más expertos, los que ya fumaban desde hace unos meses atrás; para algunos eran años. Y ellos nos enseñaron cómo hacerlo. Si seguíamos tosiendo nos hubieran descubierto. Tomando agua no aplacaba la tos, con los dulces peor, fue entonces que mi prima nos dio de comer una patata americana, coman y les pasará la tos, nos aseguró. Lo que es el camote, la batata o la papa dulce, en Italia era la patata americana, otro fruto de la tierra que Colón llevó a su vuelta. Las papas llegando esta vez a la corte de Fernando IV de Borbón, fueron llamadas “Tartufi americani”; más al norte eran la carne de los pobres, en Nápoles, junto a otro extraño fruto, el tomate, crearon lo que aún hoy se llama “il gattó di patate”. Para nosotros su dulce fue lo que nos aliviaba la tos, mientras el fumo de los primeros cigarros invadía nuestros inexpertos pulmones.

El jitomate, el tomate, el tomatillo, todos estos frutos de un coloradísimo arcoíris, sin fin, llegaron a la mesa borbónica, en Nápoles, y pomi d'oro o manzana de oro, encontraron su plaza de honor, en la pizza, pummarola n’coppa o pelati, para todo el año estar listos para el ragú.

Tres frutos que cruzaron el charco y llegaron al mismo tiempo a la misma tierra de adopción, cambiaron nombre, dos de ellos cambiaron los hábitos culinarios, revolucionando el sabor en todas las cocinas del mundo, el más humilde -sus espinas no lo ayudaron, es cierto- se quedó ahí, ni la cochinilla tuvo suerte, y ahora mira el paisaje, la negra tierra que ofrece hospitalidad a los coloreados cítricos, bordean el Apia y si volvieran Heródoto y Plinio el Viejo, mirando desconcertados, muchas cosas exclamarían…

04 febrero 2021

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Imagen: Códice Mendoza de Antonio Mendoza y Pacheco, 1541 aprox.