JULIA ROIG
¿Oera anoche
bebí demasiado? ¿Empezaba así alguna novela de Scott Fitzgerald? ¿Un poema
de Raymond Carver? ¿Tal vez algún relato de John Cheever?
Sí, así
descorchaba la hoja en blanco este último, con un poema suburbano
como El nadador, Cheever, convocaba, en una homérica tarde
de domingo de verano, una imagen etílica e inicialmente bella y quimérica de un
río de bourbon que cruzaba Los Ángeles. Un Ulises ebrio
que recorrería las estaciones de su vida, brazada a brazada, trago a trago, en
un feroz combinado de frustración y belleza, siendo testigo/culpable de los
restos de su demacrada emoción, planes y sueños, mientras unía, una tras otra,
las piscinas de sus triunfadores amigos y vecinos durante un surrealista
crepúsculo que habría de llevarle a casa. Cheever, narrando la
decadencia de las barbacoas, la cara B de selfmade man.
Ese nadador, como maravillosa alegoría del fracaso, porque esta vez
no haríamos pecio en Cabo Antibes sino en la piscina de casa. «Un fracaso en
tonos pastel Mid-Century que engendrará putrescentes hijos beatniks pintando
los troncos de los árboles con pintura fluorescente», como diría Tom
Wolfe.
Demasiado
cloro, demasiado güisqui. Carver podría haber escrito un
relato similar enlazando los jardines de los mismos y recorriendo la ciudad
mientras pasaba el cortacésped, por todos y cada uno de ellos, como su
personaje Harley, en La brida. Precisamente en ese relato,
el personaje de Betty decía: «Los sueños son eso de lo que uno se despierta». Y
de fondo casi podíamos escuchar a Harley pasando el cortacésped sin cesar.
Chapoteo, el motor de una Black and Decker y aroma a barbacoa en el ambiente
como banda sonora y atrezo del triunfo.
¿Cuántas veces
es capaz de despeñarse el sueño americano sin llegar a despertar? Siempre
ese lírico y cirrótico eterno verano.
El
desencanto y la doble moral de la clase media-alta de los suburbios
neoyorquinos y el deambular agonizante de la clase trabajadora o media-baja,
del llamado Estado Dorado, un coast to coast, se narraría en breves
píldoras con forma de relato gracias a revistas como The New Yorker, The
Atlantic, Esquire, New Republic, Cosmopolitan…
y así Cheever y Carver, cada uno en su estrato, entre resaca y resaca y entre
otros, dejarían un reguero de historias tan sobrias como imprescindibles para
entender al antihéroe, al desplazado, a la conocida como white trash,
la anónima masa que lucha por sobrevivir en el día a día y el corazón
podrido que ocultaban las sonrisas perfectas de aquellas naturalezas muertas
que tan bien lucían en sus jardines, en sus automóviles, en sus trajes, en sus
pieles. Ambos, Carver y Cheever, haciendo malabares entre su papel de narrador
o protagonista.
A Cheever
se le conoce como el Chéjov de los suburbios y
de Carver Bolaño dijo que era «el mejor cuentista del siglo
junto a Chéjov». Ambos hicieron uso de esa «acción indirecta»: se dice más en
lo no dicho.
La poesía
completa de Raymond Carver, Todos nosotros, comienza con un
poema llamado «Drinking while driving». Carver
es oscuro, es la turbiedad carnosa de un río del cual eres incapaz de intuir su
hondura. Nadie como él para hablar de matrimonios, alcohol e incendios. Su
relato, Si me necesitas, llámame, tiene uno de los finales
más estremecedores y mágicos que podamos leer. En él, Dan y Nancy, una pareja
de mediana edad, después de haberse sido infiel el uno al otro y en plena
crisis, narran una suerte de intento de rescate de la misma, alquilando una
casa en Eureka para los tres meses de verano. En mitad de ese intento de
rescate, una imagen alucinada, una epifanía: su jardín es invadido por un
tropel de caballos blancos en mitad de la noche. Cuando Dan piensa en llamar al
sheriff, Nancy contesta: «Todavía no, espera un poco, nunca volveremos a ver
una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín, espera un
poco más».
***
Mientras
los dipsómanos Carver y Cheever radiografiaban la sociedad norteamericana, el
personaje de uno de sus cuentos había escapado, en mitad de la noche, como uno
de esos carverianos caballos blancos. Se dedicaba también a beber demasiado.
Tenía dos años más que Carver y doce menos que Cheever. Tuvo una madre
alcohólica y suicida. Tres matrimonios. Cuatro hijos. Abarcó todos los estratos
de esa sucia sociedad que tan bien radiografiaron subiendo y bajando por ellos.
Una montaña rusa, «en ocasiones intensa felicidad en Technicolor y en otras
ocasiones algo sórdido y espantoso». Una vida de excesos, abusos, arrestos,
penurias, fiestas y clínicas de desintoxicación. Murió el día de su 68
cumpleaños, de un cáncer de pulmón, viviendo en el pequeño garaje de uno de sus
hijos, en Los Ángeles. Escribió 77 cuentos honestos, brillantes, y siempre
lo hizo sin filtro, audaz y fascinante, manteniendo, eso sí, el humor y las
ganas de vivir, podría haber sido peor, decía. El secreto
mejor guardado de la literatura norteamericana, dicen, pero en
realidad fue una historia de rechazos y dilaciones. Pasó escandalosamente
desapercibida o simplemente, no lo persiguió lo suficiente. A
los diez años de su muerte se convertiría en un mito de la literatura
americana. La compararon con Hemingway y con el mismo Carver. Maldita,
tímida y legendaria. Y en su tan caótico deambular no sabía ni pronunciar su
nombre, Luchía, para su madre, Lusha, para su padre
y Lu-siii-a, en Sudamérica. Ese caballo blanco se llamaba Lucía. Se
apellidaba Berlin.
***
«Voy a
hacer un viajecito a Echo Spring», decía Brick, el personaje de La
gata sobre el tejado de zinc, una de las obras maestras del turbulento
Tennessee Williams, el poeta del corazón humano, como diría el New York
Times en su obituario. A priori Echo Spring podría
dibujarse en nuestra mente como un barrio residencial de palmeras, sol y
sonrisas. Muy al contrario, en dicha obra, era una suerte de ciudad-mueble bar
en honor a la antigua y venerada marca de bourbon Echo Spring, ciudad
fluvial color miel para nadadores apasionados, podría decir la
whiskeypedia.
Y es que
Tennessee Williams también fue un experto nadador.
***
Hay un guionista
flotando en la piscina. La película se llamaba Sunset Boulevard, pero nosotros,
con un sorprendentemente acertado lirismo, la rebautizamos como El
crepúsculo de los dioses. Es la primera escena, o la última según se
mire. Muchos escritores vendieron su alma al diablo para pagar sus deudas.
Escritores perdidos que volvieron a perderse.
«Vous
êtes tous une génération perdue», «todos vosotros sois una generación perdida», le gritó el dueño de
un taller francés a un joven y lento trabajador. La archiconocida
editora, Gertrude Stein, estaba presente. Se lo contó a Ernest
Hemingway y él acuño el término en su novela París era una
fiesta, cuyo título original era A Moveable Feast, que
no acaba de significar lo mismo, sobre todo cuando pensamos que son memorias de
sus años veinte en París y en los EEUU imperaba la Ley Seca. Una fiesta movible
en toda regla.
«Esta
noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación», así
inauguraba la Ley Seca el senador Andrew Volstead,
impulsor de la nueva norma, embriagado de optimismo: “El demonio de la bebida
hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los
barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales
quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres
volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los
niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno”».
Bienvenidos
a los felices años veinte.
***
Ginevra, se
llamaba Ginevra, era una joven de la alta sociedad de Chicago que rechazó a un
pretendiente, convirtiéndose así en fuente de inspiración para su futura y
legendaria obra, que arrancaría a los veintidós años con A este lado
del paraíso. El pretendiente, cómo no, se llamaba Francis,
Francis Scott Fitzgerald.
El anfitrionismo fue
el burladero de toda una época y Fitzgerald su maestro de ceremonias. Se dice
que antes de que Fellini mojara en la Fontana de Trevi a la
gran Anita, Scott Fitzgerald y Zelda Sayre ya se habían
bautizado de noche eterna en fuentes de Nueva York, concretamente las de Union
Square y el Plaza. Ya ensayaban su dolce vita. Flappers y
escritores, licores fuertes, pelo a lo bob cut, quema de
corsés y mucho jazz. Búsqueda de inspiración en villas
centenarias junto al lago Como. Parisinas noches sin fin. Y en el horizonte
Buicks Electra en el jardín y Palm Springs al fondo, como retiro vacacional de
las estrellas, ya sin brillo, en el desértico valle de Coachella.
«Siempre
encontramos gente que hace pedazos las cosas, luego no las recoge y sigue su
camino», leemos en El Gran Gatsby. De algún modo funciona a
la perfección como definición de las grandes guerras, incluso de las guerras
privadas que nos declaramos entre nosotros o a nosotros mismos.
Y es que es
complicado habitar el pecio en el que se convirtió la fiesta, justo cuando
ensayamos, a lo Buñuel, el ángel exterminador de nuestro
esplendor, acostumbrados a sublimar cualquier día pasado. Nos contrariamos.
Fitzgerald le dice a Zelda en una carta que vuelva a él, que será su puerto,
aunque a veces tenga el aspecto de una cueva oscura iluminada con las
antorchas de la furia.
De aquellos
brindis estos maremotos. Del ochomil al pecio. De la borrachera que se abraza
de sábado noche al alcoholismo del martes por la tarde. Narradores/nadadores
del naufragio. El alcohol, hermanando talento y desastre, sería la corriente
que le llevaría a acabar sus días en Hollywood. «Llevar a Hollywood a Scott
Fitzgerald es como pedir a un escultor que haga cañerías», dijo Billy Wilder. Y es que nada más llegar encontró
cobijo en el peor lugar para alejarse de aquellos manantiales de ecos… Nueve
meses en un bungalow del Hotel Garden of Allah, en Sunset
Boulevard, en el cual se escribió y envío una surrealista postal a sí mismo:
«Querido Scott: ¿cómo estás? Tenía pensado pasar a verte. He estado viviendo en
el Jardín de Alá. Tuyo, Scott Fitzgerald». Y es que realmente parecía ser otro
hombre. El pulso que había alumbrado Suave es la noche acudía
todas las mañanas al conocido como edificio de los escritores,
y pasaba ocho horas diarias escribiendo guiones. Cuántas generaciones perdidas,
cuántos guionistas flotando en la piscina, cuántos sueños rotos, cuánto delirium
tremens para contarlo, expurgarlo o ahogarlo todo. Fitzgerald llegó a
decir que no quedaba una gota de felicidad en el mundo. Tal vez la bebieron
toda.
En esa
megalópolis situada apocalípticamente en el borde del precipicio, donde vamos
dejando atrás juventud, oportunidades y sueños, habita el instante en que
todavía hace calor, pero sabemos que el agua se enfriará irremediablemente. Y
es que el anfitrión no quiere moverse, algo horrible espera fuera de esos muros
verdes recién podados, cercos vivos los llaman, algo deprimente aguarda tras
estas verjas relucientes. El Abadón lo inunda todo, y ellos, anfitriones de sus
propios ocasos seguían ahí cuando ya todo era negrura, decadencia y Alka
Seltzer. «Embriagaos», exclamó Baudelaire, y obedecieron. Y
narraron y escenificaron el fracaso de la naturaleza humana, el declive de la
vida cotidiana, la decadencia de uno mismo. Anfitriones a lo Gatsby de
sus fiestas más o menos privadas, o narradores/nadadores de lo hermoso
y maldito, en la ciudad infinita, en el sprawl suburbial
de Los Ángeles o desde el Valle de las cenizas y es que nada envejece mejor que
una fantasía. Hasta que se ahoga o arde. Hasta que la ahogamos o quemamos:
«¡Lejos!
¡Lejos!
He de volar
hacia ti
No
acarreado por Baco y sus leopardos
Sino en las
alas invisibles de la Poesía
Aunque la
mente obtusa vacile y se detenga
¡Ya estoy
contigo! Suave es la noche»
(Fragmento
de Oda a un ruiseñor, de John Keats)
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De ZENDA
LIBROS-PARKOUR POÉTICO, febrero 2025
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