Monday, January 7, 2013

Guevarismo a go-go


CANEK SANCHEZ

Vivo de espaldas al calendario, se me enredan los días, pierdo el tiempo, me detengo o sigo de largo. Nunca recuerdo un cumpleaños —he llegado a olvidar el mío, por ridículo que suene—, mucho menos tengo en mente fechas históricas, patrióticas o religiosas. Así me ocurrió hace unos días, el 9 de octubre, fecha en que Ernesto Guevara moría fusilado en una escuelita en Bolivia.
Desde luego, jamás he celebrado tal acontecimiento, ni con gusto ni sin éste, ni con rabia, ni rencor, ni resentimiento, ni nada. Tengo claro que quien juega con fuego se quema tarde o temprano. Es una ley inevitable de la vida. A veces me preguntan si conozco el sitio donde fue muerto, y por mi parte me pregunto qué clase de morbo es ese, por qué querría alguien turistear allí donde un pariente fue ejecutado, trátese de La Higuera o de La Cabaña.
Nunca me han gustado los santurrones, mucho menos sus adoradores, quizá por ello me incomodan cierto tipo de guevaristas, más próximos a la retórica cristiana que al implacable ateísmo del viejo guerrillero. También me desagrada la demonización en torno a su figura, esa que lo presenta como un criminal sediento de sangre, que se retuerce de placer al fusilar. En el fondo, ambas imaginaciones aparecen cargadas —una vez más— de simbolismos religiosos que me son ajenos, amén de una descontextualización que le hace un muy flaco favor a la historia, a sus participantes y sobre todo a sus muertos.
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Un día me escribió. Dijo que le gustaría que revisara un manuscrito suyo en torno al Che Guevara. Acepté, porque me gusta leer todo lo que encuentro sobre un personaje que me fascina per se, fascinación que debe ser entendida en el más neutro de los sentidos, quizá por ello bastante profunda. Adoro las contradicciones, me atraen los seres contradictorios y complejos, y como soy amoral, me abstengo de emitir juicios en ese sentido.
Decía que recibí el manuscrito. Un día, aprovechando que ambos coincidimos en París me cité con la autora para hablar de su trabajo. Quedamos en un pequeño restaurante. Al llegar me recibió con una sonrisa: «¿Te das cuenta qué día es hoy?». Lo dicho, siempre olvido esas cosas. «¡9 de octubre!», exclamó ella, y casi me vi sacando cuentas para tratar de recordar qué demonios se celebra en tan honrosa ocasión. Mi despiste, repito, es absoluto.
Admito que tenía una cierta aprehensión, la misma que me embarga cuando me encuentro con cualquier fanático del Che. La velada, sin embargo, lejos de ser reivindicatoria, comenzó con una declaración de principios que me resultó de lo más simpática. La autora admitió detestar la política, un mundo para ella incomprensible; dijo que no entendía nada de comunismo ni socialismo ni nada por el estilo, y que su cercanía con el personaje era más bien de orden personal, casi íntimo, quizás ético y estético. Además, y esto me sorprendió, la suya no es una fascinación adolescente o sesentayochera, por el contrario, se trata de una pulsión adulta que comenzó al final de su treintena, hace ya algunos añitos. Antes de eso, afirma, jamás se había interesado por el rostro en el t-shirt...
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No estoy seguro de que fuera una velada muy guevarista. En todo caso, la borrachera que ambos exhibimos hasta bien entrada la madrugada era de otro orden. Ocurre que a veces dos personas se encuentran por una razón específica, pero luego las complicidades se extienden en diversos sentidos, a condición de no ser monotemáticos. Así que hablamos de todo. Al día siguiente, para continuar el desvarío, nos fuimos a la fiesta del vino en Montmartre, compramos una botella, nos instalamos en un rincón a ver el desfile de turistas por un lado, y la boda de la alta burguesía que se celebraba a un costado, y nos dedicamos a parlotear como viejos compañeros de aventuras. La amistad, siempre insistiré en ello, nace de las maneras más extrañas.
En la noche dijo que quería llevarme a un bar. Al llegar, un póster del Che nos recibe en la puerta, y como soy paranoico imagino que es una trampa, una encerrona letal. Las paredes están cubiertas con fotos tanto del revolucionario como del hombre de Estado, y mi mirada se distrae un rato entre recuerdos propios y ajenos. Mi amiga me quiere presentar al dueño; le pido que guarde la compostura y ella entiende a qué me refiero. El propietario se acerca. Es un cincuentón ensombrerado de lo más simpático y jovial. Argelino con tres pasaportes, todos legales. Al poco rato estamos en una mesa hablando de mil cosas y personas. En algún momento la política entra al ruedo, aunque a ella no le interesa el tema lo cierto es que al argelino y a mí sí. Nos dedicamos a hablar mierda un buen rato, criticando a diestra y siniestra. Le pregunto cómo es que llegó a engancharse con el rostro que nos mira desde todos los muros y me cuenta que ocurrió cuando tenía doce años, en su natal Argelia. Era la época de Ben Bella, se construía la nación independiente, la ideologización de la educación se abría paso y los estudiantes iban y venían de un acto patriótico y político a otro. Fue en ese contexto que asistió a un discurso del Che. Dice que cuando lo oyó hablar le cambió la vida. Tres años después emigró a Francia.
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Así que tengo dos nuevos amigos en un medio que no me es ajeno pero tampoco del todo mío. Unos días más tarde volvemos al bar para que ella, antes de partir, pueda despedirse del argelino, quien a duras penas logra ocultar la atracción que siente por la mujer que nos ha presentado. Ella finge distracción, aunque yo sí puedo imaginarlos juntos, en una casita llena de pósters y souvenirs. Lo encontramos leyendo un libro de Reinaldo Arenas, cuya prosa bella y sucia fascina con repulsión. Hablamos un rato del autor, de su vida loca, de la prisión, la tortura, el exilio, la enfermedad y el suicidio. De su eterna amargura también. De lo imprescindible que es su relato.
En algún momento de la conversación, creo que después de discutir sobre el Frente Polisario, el argelino me mira directo a los ojos y me pregunta que quién soy en verdad. Aguanto la mirada, respondo que sólo soy yo, y suelta una carcajada gutural, nada tenebrosa por cierto. Se contenta con mi respuesta. Respeta mis silencios y eso es signo de complicidad. Alza la copa de anís y yo el vaso de ron añejo. Brindamos. Me hace prometer que la próxima vez que pase por esta ciudad vendré a conversar un rato más. Le digo que lo haré de buena gana. No miento.
Por último, en la boca del metro, me despido de mi nueva amiga. Le deseo lo mejor con su libro, la animo a continuar el trabajo. Sé que volveremos a vernos, un día u otro, en algún punto de este mundo. Por eso no digo adiós. Tampoco hasta la victoria...

París

De diariossinmotocicleta.com. 18.10.09. Publicado originalmente en Milenio Semanal, México D.F.
 


2 comments:

  1. Muy bueno. Narración refrescante. Me llama la atención que uno de los personajes se manifieste políticamente neutro.
    Reinado Arenas llega en buen momento a poner las cosas en su lugar.

    Saludos cordiales.

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  2. Cierto, Jorge. ¿Sabes que Canek Sánchez es el nieto del Che, hijo de su primogénita? No tiene entrada a Cuba por su posición crítica.

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