Wednesday, April 17, 2013

TATUAJES – Apuntes para un ensayo mayor


FELIPE EHRENBERG
I.-
Álvaro llegó en punto de las nueve de la mañana, tal y como habíamos quedado días antes. Yo estaba casi tan nervioso como él así que mientras me servía mi “marrón cortado” y le destapaba su imprescindible Diet Coke, lo puse a hojear los libros y revistas que había seleccionado para nuestra sesión: Circa 1492 (el catálogo que publicó en ’92 la Galería Corcoran con motivo de la soberbia muestra homónima), Mitos de la Creación (delgado pero estupendo texto monográfico publicado por Ediciones del Prado), Sellos del Antiguo México (el clásico de Jorge Enciso), así como varias revistas inglesas y gabachas, un tanto cuanto truculentas en su especialización. Ya sentados a la mesa, con mi cuaderno de dibujo entre los dos, nos dedicamos a la tarea nada sencilla de crear un diseño que sintetizara el estado actual de ánimo de mi amigo y que fuera, a la vez, capaz de acompañarlo toda su vida.
¡Una vida entera! He ahí la razón por la que me sentía aprehensivo. Álvaro y yo nos habíamos reunido para determinar el diseño preciso que se haría tatuar ¡ese mismo día! Durante cuatro horas hablamos de decisiones irrevocables, del sentido tribal de pertenencia y del individualismo, del significado y valor de los iconos, de la moda, del cuerpo (y de todo lo que nos hacemos fuera y dentro del mismo), y de muchos asuntos relacionados más. Por fin, pasada la una de la tarde, había yo elaborado en mi cuaderno de dibujo un extraño glifo policromado: sobre una equis cuyas puntas rematan en el glifo de huellas de pie en la pictografía náhuatl, un horologium de vidrio cuya parte superior, casi llena, descarga sus arenas hasta el fondo. Corona la yuxtaposición una calavera en forma ovoide realizada con un sólo trazo. Un listón corre de arriba para abajo, entrelazado por el verso y frente del diseño.
Lo dibujé en tinta china, proporcionándolo para que ocupara el brazo izquierdo de mi amigo, del codo al hombro, y se lo entregué para que acudiera a su cita con el tatuajista.
Desaparecida la costrita causada por las agujas, a una semana del acontecimiento, Álvaro siguió su camino acostumbrado por la vida, sólo que ahora forma parte de la enorme muchedumbre que lucimos un tatuaje para particularizarnos. Particularizarnos … partícula … parte de un todo difícil de definir, pero que quizá tenga algo que ver (se me ocurre en una primera instancia) con ser único y a la vez formar parte.
Aunque no siempre hemos sido las huestes que somos hoy, los tatuados siempre hemos estado aquí. Se podría afirmar que somos eternos. Desde que nos dimos cuenta  como humanidad que nuestra piel guarda la huella del mundo que nos rodea, y que dichas marcas -rasguños y cicatrices, quemaduras, intervenciones dentales, perforaciones y manipulaciones cutáneas- son capaces de transformarse en señal, identificación, indicación, emblema.
Mi padre fue criado en la Alemania de principio de siglo, donde el sentido de honor prusiano de su momento exigía que los universitarios cumplieran con el rito iniciático de un duelo con sables. Tres ostentosas cicatrices lo carimarcaron desde su adolescencia y le sirvieron para demostrarle a propios y extraños que había cumplido. Eran como tatuajes, sólo que como su origen había sido la civilizada Alemania nadie se los impugnó. Eran señales aprobadas, como lo son también los aretes que les ponemos a las niñas recién nacidas …  y ¡por qué no? las cirugías plásticas faciales tan comunes en los sectores medios altos de lo sociedad. Si todos lo practicamos, todos lo aprobamos.
La aprobación del prójimo es, como cualquier caso que trata de estética, el elemento clave en el asunto de lo aceptable vs. lo inaceptable, de corrientes vs. contracorrientes. A final de cuentas, el fiel se limita a registrar el peso que carga la balanza, que no es otra cosa que el gusto predominante, la estética predominante. La tarea del verdadero artista es aportar sus innovaciones hasta cargar la balanza y hacer que su fiel refleje el peso de sus propuestas. No es lo mismo ver circular por las calles una o dos personas tatuadas, como sucedía cuando me tatué hace un cuarto de siglo, a ver que siete de cada diez jóvenes ostenten su particular tatuaje hasta en los shopping malls de Santa Fe.
Habrá sido Mark Twain quien afirmó que cuando toda una comunidad practica una costumbre que contraviene una ley, es hora de cambiar la ley. Le guste o no a “los mayores”, la práctica de tatuarse arraigó ya en el México de las Masacres, y he ahí, sin duda, la señal clara de que el sentir de las mayorías jóvenes de mexicanos, no importa su sexo o su clase, se está divorciando de manera radical del sentir de la generación que les precede.
Los tatuajes, al igual que los peinados, las modas de vestir y hablar, los lenguajes corporales e incluso las artes (visuales, escénicas, literarias) y todo aquello que en su autenticidad surge de las bases de la sociedad,  tienen vida propia. En su vitalidad, dichas manifestaciones retarán siempre los cánones establecidos. Se trata de un proceso cíclico, interminable en su dinámica, en el cual el imaginario social primero crea sus metáforas, luego estas se filtran como ósmosis hacia los sectores culteranos quienes a su vez las ordenan para traducirlas en cánones, que a su vez pierden vigencia ante las oleadas de nuevas transformaciones del imaginario social. Se destruye lo recién construido para construir, y de nuevo se destruye para construir. El Apolo del Belvedere habrá sido canon de la belleza en la antigüedad pero ya no lo es, ni para el europeo actual ni para el resto del mundo y quien no entienda esto, quienes defiendan la inamovilidad del arte, no son mas que sordomudos ciegos.
Como fuera, México es ya un país de tatuados y claro, de tatuajistas. Crece el número de revistas especializadas que pueden consultar los primeros. Son publicaciones gringas pero no dudo que pronto aparecerán publicaciones en español. Por su parte, los tatuajistas también proliferan. Gremio importante entre los artesanos urbanos, ya hasta empezaron a celebrar eventos y festivales sobre el tatuaje (la ciudad de Querétaro planea uno para el próximo mes). Muy al margen de las conclusiones que puedan sacar los sociólogos y los antropólogos que estudien el fenómeno, este contiene para quien así lo perciba un sinfín de retos de carácter estético en extremo sugerentes.
Por lo pronto, en todas las grandes ciudades del país proliferan los salones (tan parecidos a las peluquerías) en los que los artesanos trabajan para decorar la piel de sus jóvenes clientes, cuyo destino es, inevitablemente, envejecer. Sus diseños permanecerán ante nuestra mirada colectiva durante muchos años por venir, ocupando un panorama visual, acaso el más íntimo, el del contacto directo.
II.-
La primera vez que me tatué fue en 1968 y no fue una decisión impulsiva. Tenía ganas de hacerlo desde pequeño, cuando formaba parte de una modesta asociación juvenil de origen canadiense, muy parecida a los Scouts. El adulto encargado de nuestro grupo era una bala: de él aprendimos a hacer fuego con una varita, a distinguir entre hongos venenosos y comestibles, a reconocer plantas, a anudar nudos, a recolectar agua de rocío y a usar hacha y navaja. No he olvidado nada, absolutamente nada, de lo aprendido. Aquel admirable señor había sido piloto en la Real Fuerza Aérea de Canadá y ostentaba la insignia de la corporación militar tatuada en el brazo izquierdo.
Como en el México de aquellos años los salones de tatuajistas estaban prohibidos, no fue sino hasta que me establecí en Londres que pude cumplir con mi viejo deseo. Y lo hizo el mejor tatuajista de entonces en Inglaterra, un viejito de ochenta años llamado George Burchett. Recuerdo como si fuera ayer entrar por la tarde a su taller situado junto al Támesis. Ahí, en la intimidad de la penumbra, pude estudiar los mil y un diseños que tapizaban sus paredes, la mayoría heredados de su padre, Leslie Burchett, de quien aprendió el oficio. El viejo George me permitió hurgar en los arconcitos que tenía llenos de diseños hasta encontrar el apropiado, una exquisita salamandra policromada que me rodea el antebrazo izquierdo.
Fascinado, volví a visitar al viejo artesano varias veces más y de él aprendí de la milenaria tradición del tatuaje, tradición que abarca el globo terráqueo en su totalidad. Sentados en su cubículo, el viejo George me mostró cientos de fotos amarillentas, muchas de ellas tomadas durante el siglo pasado, que registraban las insólitas marcas que él, y antes de él, su padre, habían inscrito -antes de la invención de las maquinitas eléctricas- sobre la piel de gente insólita: desde sus propias madre y abuela, hasta duques, condes y reyes europeos, pasando por suripantas de puerto, marineros, militares y miembros de sectas secretas ya desaparecidas.
De él aprendí que cada pueblo, cada cultura, ha desarrollado estilos muy particulares para tatuarse (la palabra, de hecho, viene de una voz tahitiana), y que hasta los pueblos originales americanos -de los quechuas a las náhuas y los maya- practicaron dicha costumbre, y sobre todo, que su significada vigencia nada tiene que ver con los pruritos que ocasionalmente soplan en sociedades que se jactan de ser “civilizadas” pero cuyos varones jamás saldrían de casa sin anudarse la corbata al cuello, ese inútil trapo que marca a los “civilizados” tanto como cualquier marca o perforación.
En la próxima (y última) entrega alrededor de este asunto, hablaré del tatuaje esquelético que cargo en el dorso de la mano izquierda y de cómo me proporcionó una visión de rayos-x de la mexicana sociedad que habito.
III.-
No debe sorprender que el tatuaje haya superado las anatemas de la clase media mexicana para añadirse de manera tan ubicua a los códigos de expresión que conforman el lenguaje viso-corporal de los mexicanos. El fenómeno actual es consecuencia directa de la influencia ejercida sobre nosotros por la prensa y la TV, cuyos contenidos domina el gusto del público medio norteamericano. Llevamos tiempo expuestos a las epidermografías que ostentan celebridades variopintas del poderoso vecino, en cuyo comportamiento nos  modelamos más y más: de la elegantísima Cher y mil estrellas tatuadas que la acompañan en el mundo de rock y el show business, al ex secretario de estado George Shultz (cuyo glúteo luce un tigre), hasta casi todos los jugadores del último Super Bowl.
El tema, sin lugar a dudas, es de actualidad y moda, (ver “Ruidos de la Calle”, 16/01/98, ágil columna de mi amigo Pacho en el periódico Reforma). A pesar de su ubicuidad, los tatuajes siguen siendo sin embargo, asunto escabroso. Como punto final a esta crónica -en extremo subjetiva- que dividí en tres partes, hablaré de cómo una de mis marcas en especial me ha servido como un detector de hipocresías de sorprendente infalibilidad.
Sucede que a mediados de los ‘70 la antigua academia de San Carlos decidió homenajear al insigne grabador José Guadalupe Posada, declarado padre de la plástica mexicana moderna por Rivera, Charlot et al, con una exposición de arte a la que nos invitó a participar a una serie de artistas, Felguerez, Goeritz y Bostelman, entre otros. Sumergido como estaba en la revalorización del objeto de arte, decidí convertir mi cuerpo en “soporte no alienable” y elaboré un diseño de huesitos para la mano. Este me fue tatuado en Francia (en aquellos días no había en México tatuajistas profesionales) al dorso de mi mano izquierda por una colega norteamericana, Ruth Marten, que participaba en la X Bienal de París. Ya habrá ocasión de hablar de las peripecias y consecuencias de aquella muestra.
Luego de que terminara la muestra/homenaje a Posadas, proseguí mi vida por este ancho mundo, con la sorpresa de que había cambiado: ya no respondía a mí como ante cualquier Juan “N”, con la indiferencia o deferencia de ocasión, ahora la gente reaccionaba ante “un hombre tatuado”, ante un excéntrico singularmente marcado. A mis ojos, el ancho mundo pasó a dividirse inesperadamente en dos, Los infantes por un lado, y Los Adultos, por el otro; y estos últimos, los adultos, se dividieron también en dos, entre Los Abiertos y Los Cerrados.
De entonces a la fecha, no puedo hacer acto de presencia en una concentración masiva o una tertulia familiar, salir a la calle, comprar en una tienda o viajar en metro, sin sentir el delicado cosquilleo de deditos curiosos que, sin aviso ni permiso, revolotean como alas de mariposa sobre mi mano. Esto, se comprenderá, me proporcionó atisbos a paisajes desconocidos del mundo de los niños que, aún siendo padre, ignoraba por completo.
Por su parte, los adultos se comportan de manera previsiblemente polarizada. Están los que al momento de notar mi tatuaje reaccionan y se expresan, para bien o para mal, para alabar o denostar. Con ellos simpatizo de inmediato pues sé a lo que me atengo. Pero tampoco faltan (de hecho, sobran) los que lanzan miradas furtivas a mi dermis marcada y a pesar de su curiosidad deciden guardar mutis, sea por que la reprueban, sea porque no se atreven a preguntar, sea por lo que fuera. En cualquier caso, me puedo percatar que los discretos, en su inhibición, no son gente de fiar.
Con lo que termino advirtiendo: si piensa Usted tatuarse, agárrese del barandal pues tendrá que aprender a lidiar con el prójimo de maneras distintas a las de costumbre. Quizá ahí, en la oportunidad que se abre para reajustarse a la realidad social que nos circunda, estribe el principal encanto de ser una persona tatuada.
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De El Financiero, enero-febrero, 1998
Crédito de la foto Indira Restrepo

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