Thursday, August 20, 2015

La maldición del amor libre


por Robert Hughes (Traducción de Andrés Hoyos)

Cuando yo tenía 28 años y era un australiano que vivía en el Londres de fines de los sesenta, me lancé a una aventura matrimonial que me trajo –aparte de unos episodios tempranos de gran deleite y quizá de una pequeña dosis de ilustración– la miseria más extrema y duradera que he sentido nunca en la vida.
Mi esposa se llamaba Danne: Danne Patricia Emerson. Durante mucho tiempo pensé que me era imposible existir sin ella; que no había ninguna otra mujer sobre el planeta que pudiera procurarme semejante intensidad sexual y emocional. De forma errática y episódica, ella albergaba las mismas fantasías sobre mí.
Y ahí estaba el detalle: se trataba de una fantasía mutua. Si alguna vez hubo una aleación fallida entre dos personas ferozmente inmaduras y sobrecargadas de emociones, ese fue nuestro matrimonio. Yo era tan incompatible con ella como ella lo era conmigo. El desastre resultante fue tan total que incluso ahora, 40 años y dos matrimonios más tarde, cuando pienso en el tema siento escalofríos, aunque no puedo ni quiero negar que tuvimos algunos buenos tiempos juntos, al comienzo.
Nos conocimos en una fiesta etílica en Notting Hill.
–¿Quieres conocer al mejor polvo de Londres? –me preguntó el anfitrión. Señaló luego hacia el sofá sobre el que estaba sentada, con un vaso de vodka tibio en la mano, una rubia alta de largas extremidades y de quijada cuadrada. Nos presentaron. Las cosas empezaron a hacer click, primero los piñones pequeños, luego los más grandes.
Su educación había sido católica, tal vez no tan ortodoxa como la mía, pero aún así estricta. Al igual que yo había estudiado en la Universidad de Sydney. Había sabido de mí por las revistas universitarias, había hojeado mis textos y caricaturas en Honi Soit, el periódico estudiantil, y hasta me había visto de pasada en el canal 2 de la BBC.
Ella acababa de llegar a Londres y no tenía planes particulares. Pero de más está decir que no había hecho un viaje tan largo para ser secretaria en un consultorio odontológico de mierda. Esperaba irse a Italia pronto.
Arrancamos para Venecia a las dos semanas, y menos de un mes después ella se había mudado con sus pocas pertenencias a mi apartamento de Cornwall Gardens, en South Kensington. Era un dos cuartos muy lindo, con vista a la plaza, donde los árboles se veían pelados a causa del invierno. Salvo para comprar comida y recoger el correo, o para ir ocasionalmente al cine o al teatro, ninguno de los dos salió mucho a la calle en los dos primeros meses de 1967. Andábamos ambos en un celo permanente, en una suerte de trance erótico: de ahí que lo primero que compré para el apartamento fuese una cama king size.
También cometí un gran error. En medio de una conversación sobre la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, de bocón dije que no creía que hubiera razones para casarse, a menos que uno pensara en tener hijos. Unas semanas después Danne anunció que no le llegaba la regla. Para febrero no cabía duda de que estaba embarazada.
Que yo supiera, sólo una vez antes había dejado embarazada a una mujer, y lleno de temblores culpables pagué por el aborto; pero en este caso no dudé que debíamos tener el hijo. Sentí un orgullo irracional, como si en realidad hubiera logrado algo de valor. Y Danne, apenas se convenció de que yo sí quería tener un hijo suyo, se puso radiante. Las aristas duras, el escepticismo, todo eso parecía haberse esfumado.
Para mi asombro, ella se había puesto sentimental al respecto. Dado que el temor de la preñez ya no existía, hicimos el amor con todavía más hambre y desparpajo que antes, en lugares que nunca habíamos ensayado, la mayoría claramente incómodos: en la última fila del cine, en el asiento de atrás de un taxi.
Yo nunca antes había sido de veras responsable de alguien en ningún sentido. ¿Que estaba demasiado joven para casarme? Desde luego que no, me dije; tenía los mismos 28 años de mi hermano Tom cuando él se casó. (Su primer matrimonio ya para entonces era un fracaso, pero el de Danne y yo, me dije, ni le iba a pasar lo mismo ni le podía pasar.) Era mi turno de ser un hombre de verdad como Tom.
El bebé, un niño robusto, nació el 30 de septiembre de 1967, cuatro meses después de nuestro matrimonio. Hechos a un lado los nombres convencionales, le pusimos Danton, como el revolucionario francés. Danne no había oído hablar de Danton (lo suyo nunca fue la historia, y para inspirar su respeto o despertar su interés, un político no podía ser un blanquito dieciochesco, sino que tenía por lo menos que ser negro e ir armado con una AK 47).
Contratamos a una niñera siciliana, Diletta Vollono, y nos mudamos a un apartamento más grande en Park Road, al lado de Regent’s Park. Tenía sala, comedor, cuarto de niños, tres alcobas, tres baños y una cocina inmensa equipada como la de un antiguo barco de vapor. El arriendo eran 700 libras: una ganga entonces, inimaginable hoy.
A mí se me hacía un paraíso urbano. Pero Danne se sentía atrapada. El embarazo había sido una forma de forzar el matrimonio, pero éste luego se convirtió en una prisión cuyo tiránico carcelero era Danton. Si no hubiera sido por él, ella habría podido marcharse sin más. Decidió entonces marcharse de todos modos y volver cuando le venía en gana.
A poco de dejar de amamantar a Danton, Danne anunció de una forma que no admitía contradicciones que necesitaba “explorar”, “curiosear” y “experimentar” con otros amantes, declaración ésta que indujo en mí –católico todavía en partes de mi corazón– una ansiedad rayana en el pavor. Al casarme yo había querido reconstruir el refugio que se había hecho trizas en mi infancia con la muerte de mi padre a causa de un cáncer de pulmón; soñaba con la certeza imperturbable del amor de una mujer, el cual yo retribuiría con mi propia dosis de protección. Pero Danne no admitía necesidad alguna de protección, e interpretó mi deseo de seguridad emocional como una forma de debilidad.
–Yo quiero tirar fuera de casa –me dijo una vez, con su acostumbrada desfachatez–. Tú deberías hacer lo mismo.
Danne encontraba con quién tirar cuando se lo pedía el cuerpo o, si a ello vamos, también cuando no se lo pedía. Para ella, la búsqueda era todo. Equivalía a la libertad, trajera o no trofeo adjunto. La forma despiadada en la que se entregó a su cacería me redujo a una miseria balbuciente.
Salía por las noches vestida para matar: con una antigua blusa de gasa comprada por ahí en King’s Road, bordada con las alas resplandecientes de unos escarabajos exóticos, y con un par de raídos pantalones de campaña alemanes de cuero, adornados con uno de esos cinturones ornamentales llamados “charivaris”; botas de piel de tacón alto y de varios colores. Todo un boccato para un roquero menor o para un americano del submundo que estuviera de visita en Inglaterra.
¿Adónde iba? Oh, a ver a unos amigos sin nombre, o a un concierto que no me interesaría, o a otra noche trepidante en el Roundhouse. No te preocupes, llego a tiempo para darle el tetero a Danton. O bien, eso lo puede hacer Diletta. Por Dios santo, no te preocupes. Y salía, y regresaba, con los ojos grises de par en par, la boca desencajada, de mal genio a causa de las drogas, a las diez de la mañana. O pasado un par de días.
Era como vivir con una gata callejera enloquecida; más aún, con una gata callejera que otorgaba a su furor uterino un propósito ideológico. Una vez, cuando entró en uno de esos raptos de histeria al llegar al apartamento, le acaricié el pelo para reconfortarla sólo para toparme con el pegote seco del semen de algún extraño.
Diletta seguía valientemente atendiendo al pequeño Danton, mientras yo entraba inerme en un implacable espiral de celos mórbidos. Era un cornudo y me estaba chalando. Estaba azarado, desquiciado y era incapaz de recurrir a la necesaria defensa de la indiferencia.
A Danne le gustaban los íconos de la contracultura, pero en general se los anotaba mediocres. Una excepción fue Jimi Hendrix. No me lo contó ella; fue una amiga suya. Creo que fue Hendrix quien le dejó como souvenir sentimental de su encuentro en el asiento de atrás de una limusina un regalo: la gonorrea.
Tampoco me advirtió que la tenía, antes de pasármela. Era una cepa tenaz que requirió de meses de antibióticos antes de desaparecer. La gonorrea de Hendrix duró casi más que él, que murió de una sobredosis en septiembre de 1970.
Extremista en todo, Danne finalmente se declaró lesbiana y no nada más salió del clóset: arrancó las puertas con su salida. Pero eso fue en la segunda mitad de los setenta. En los sesenta y comienzos de los setenta ejerció sobre todo de heterosexual y se cepilló sin aspavientos todo lo que se moviera, con tal de que fuese de sexo masculino.
Yo, desde luego, no era un ermitaño. En parte como defensa propia y con la esperanza de lograr un desahogo mínimo –ya que la infidelidad casi programática de Danne me resultaba aplastante– tuve varios affairs con mujeres en esa época. Pero me alegro de que nunca hice mía la absurda ideología de “copula y serás libre”, tan común en Londres y en otras partes por esos días. Detecté entonces, y ahora tengo al respecto un grado aceptable de certidumbre, que suponer que la promiscuidad sexual conduce a la libertad personal es una ilusión. Existe una gran diferencia entre la condición de libertad y rehusarse a aceptar toda responsabilidad hacia las personas.
Algunos en el submundo invocaban a los surrealistas en materia amorosa, pero entendiéndolos al revés. El amor hippie no era lo mismo que el amor surrealista. Los surrealistas imaginaban el amor como algo exclusivo, concentrado y liberador por cuanto, una vez se había ejercido libre escogencia, éste se tornaba obsesivo. Los surrealistas tenían en parte razón, mientras que los hippies estaban siempre equivocados. Aunque no tenía derecho de llamarme surrealista y nunca lo hice, sentía mayor afinidad con ellos –empezando porque el catolicismo de mi origen fue el gran detonante de la revuelta surrealista– que con estos herbívoros obtusos que parloteaban sobre el karma en el Londres de fines de los sesenta.
Eran tiempos de egocentrismo colectivo, el cual enmascaraba –de forma no muy efectiva– una sorprendente indiferencia hacia el funcionamiento, real o posible, del mundo. No conocí a casi ningún miembro del “submundo” que al final de cuentas no fuera, con indiferencia de qué tan promiscuo o brincón en la cama, una persona ignorante y aburrida.
Las profundidades del tedio a las que uno puede descender mientras se sienta medio trabado a oír una cháchara abstrusa sobre la necesidad de unir a la humanidad, despojándola de sus instintos agresivos, por medio del Amor y la Droga, no las alcanza a imaginar quien no las haya sufrido.
Promiscua por naturaleza, Danne era también notablemente crédula. Acogía la mayoría de las supersticiones de moda, espirituales o políticas. Como muchos otros hippies londinenses de la época, estaba obsesionada con el I Ching, el Libro de las mutaciones, y basaba su comportamiento en él. Durante semanas ella podía abstenerse de mover un dedo, ni siquiera para ir al baño, sin echar antes las monedas y escarbar en su gastada copia del I Ching en procura de algún hexagrama relevante.
Su gran ocasión de escaparse de mí se presentó cuando llegó a Londres el Living Theater. El Living, como lo llamaban los hippies, se disolvió hace mucho, pero en 1969 fue una sensación en Londres, en especial entre gente poco aficionada al teatro.
Danne se enamoró del Living Theater en la primera presentación que vio y se empató con uno de los actores, un americano bajito y musculoso llamado Mel Clay. (Nunca lo conocí, pero veinte años después un americano, todavía bajito y todavía musculoso, me abordó durante una firma de libros en Chicago, diciendo: “¿Hey, te acuerdas de mí? ¿Cómo está Danne?”. Atónito, le dije que ella ahora era oficialmente lesbiana. Él, por su parte, también quedó atónito.) Cuando Le Living (así llamaban al circo de pulgas sus radicales adoradores franceses) se mudó a París y de ahí al norte de África, Danne insistió en irse detrás, dejando abandonado a Danton, que todavía no cumplía dos años.
Tenía planes de ir a Argel, donde se celebraba un congreso panafricano extremista. Un grupo de Panteras Negras vivía allí, exiliados temporalmente de Estados Unidos y, según parece, se pavoneaban con cananas cruzadas en el pecho. Liderados por Eldridge Cleaver, consideraban que cualquier hombre blanco era un diablo y que todas las mujeres blancas eran roscas en procura de un mango. Danne quería saber cómo era realmente la vida con estos parangones del machismo indignado. Pero cuando se presentó al hotel de Cleaver, él se olió algo raro y se convirtió así en una de las pocas celebridades del mundo radical masculino con la que Danne no se acostó entre 1968 y 1969.
Fui demasiado cobarde para pedirle el divorcio, temiendo perder a Danton. La costumbre casi invariable de la ley inglesa es otorgar la custodia de cualquier niño pequeño a la madre, excepto en casos de depravación moral.
Yo hubiera podido sin duda probar dicha depravación –drogas, promiscuidad extrema–, pero no tenía ni los hígados ni la convicción moral para hacerlo; de cualquier modo, Danne, arrinconada, hubiera podido citar obviamente los suficientes testigos que me habían visto fumar marihuana como para que yo también pareciera depravado a ojos de cualquier juez. ¿Entonces qué? ¿Nos quitarían a Danton a los dos para convertirlo en un huérfano judicial? No me sentí capaz.
Sin Danne mi vida parecía un desierto, pero con ella era un despelote acumulativo y pegajoso del cual, debido a mi propia cobardía e ineptitud, no podía escapar.
Y entonces George Weidenfeld me encargó un libro que le dio un vuelco a mi vida.
–Estoy que hiervo de ideas para ti, Robert –anunció en la fiesta con la que celebraba su tercer aniversario de matrimonio.
Yo tenía origen católico –señaló–, de modo que debía haber pensado en el cielo y el infierno. Lo que se necesitaba, lo que Weidenfeld quería publicar como un aporte al mundo de las religiones comparadas era un libro en el que todos los tormentos, sin olvidar los deleites sublimes del Más Allá, se describieran, compararan y evaluaran. Y para ello, ¿quién mejor que yo, un joven ex católico, un estudiante de los jesuitas que me había librado de las estrecheces del dogma, pero en quien todos los terrores de la perdición eterna estaban aún frescos como si fueran, digamos, margaritas?
Heaven and Hell in Western Art resultó un éxito relativo. Vendí unas cuantas copias y algo me pagaron; las reseñas fueron buenas, algunas más generosas de lo debido. Un enérgico neoyorquino llamado Sol Stein compró los derechos para Estados Unidos. Allí también el libro fue un fracaso d’estime. Sin embargo, las ventas fueron lo de menos. Lo que cambió mi vida de forma irrevocable y para mejor fueron los ejemplares que se regalaron. O, para ser preciso, una de las copias para reseñistas que Stein envió a la revista Time.
En el piso 24 del edificio Time-Life de Manhattan había una oficina donde guardaban los ejemplares que llegaban para reseñar. Había miles de libros en esa oficina, todos nuevos y todos casi idénticamente destinados a ser pasados por alto. Muy de tarde en tarde, sin embargo, podía suceder que tu libro cayera en las manos curiosas e inquietas de algún practicante, de donde era enviado al editor como digno de “posible” interés.
Esto fue lo que pasó con el ejemplar de Heaven and Hell. Fue rescatado del olvido por un editor veterano que estaba a cargo de la sección de libros de Time y él se lo pasó a Henry Grunwald, el editor general, quien necesitaba un crítico de arte de planta. Grunwald se lo llevó para la casa, lo leyó y le gustó. Luego le pidió al director de la sección de libros, A.T. Baker, que me localizara.
Localizarme: se dice fácil. La oficina de Time-Life en Londres obtuvo mi última dirección –Hanover Gate Mansions cerca de Hyde Park– y un número de teléfono; pero yo no quería hablar con nadie. Irritado con todo, me había sumido en un letargo depresivo. Danne, tras una breve reconciliación a su regreso de África, se había esfumado con algún rastacueros camino a París. Yo me había vuelto totalmente alérgico al matrimonio y a casi cualquier otra forma de contacto humano. Mis compromisos con la bbc se habían reducido a un puñado y, luego, a ninguno. Pasaba la mayor parte de mi tiempo solo y de mal humor fumando hash e ingiriendo tanto whisky de malta como me lo permitía el bolsillo. Diletta, por lealtad, se había quedado y se hacía cargo de Danton.
Los de Time-Life llegaron a timbrar, pero nadie les abrió. Enviaron un mensajero varias veces, sin efecto. Entonces descubrieron que un artista australiano amigo, Leonard Hessing, vivía en el apartamento contiguo. Lo contactaron. Sí, les confirmó, Robert Hughes vive aquí al lado.
Consciente de que era improbable que yo le abriera incluso a él, Hessing se descolgó por la ventana de atrás de su estudio hasta un balcón comunal, recorrió la cornisa hasta mi ventana y golpeó sobre el vidrio. Me explicó de la llamada que había recibido pero enfatizó que no iba a darse el mismo paseo por los balcones hasta mi ventana cada vez que llegara alguna maldita hada mensajera o cada que alguien quisiera hablar conmigo por su teléfono, especialmente porque no le gustaba el alpinismo. Les había dicho a estas personas que llamaran de nuevo a las 8 p.m., hora en la cual yo debería estar al pie de su teléfono.
Yo no tenía ni idea de qué se trataba. Conocía a pocos neoyorquinos y ninguno podía decir que tuviera asuntos urgentes que discutir conmigo. Debían, pues, ser malas noticias. Fui hasta el estudio de Hessing y me senté, fumándome ocasionalmente un cacho, a esperar la llamada.
El teléfono sonó. Hessing lo levantó.
–Es para ti –dijo.
El hombre al otro lado de la línea tenía un fuerte acento americano y no se presentó ni se identificó. Sonaba raro. (A.T. Baker, según me enteré después, era uno de los editores más amables y considerados del mundo, pero le gustaba amarrársela a la hora del almuerzo: eran todavía los tiempos del triple martini por cuenta de la empresa.)
–Coño, vaya si eres difícil de localizar –me dijo sin preámbulos–. Quiero que vengas hasta acá para que sepamos si nos caemos bien, a ver si te agrada trabajar con nosotros, si entiendes lo que quiero decir.
Por supuesto que sabía lo que quería decir. Lo sabía exactamente. ¿Trabajar? ¿Con “nosotros”? Mi embriagado cerebro desembocó de una en una límpida paranoia de trabado. ¿A qué organismo podía pertenecer este personaje sin nombre que no fuera la cia? Era así como sucedía. Era así como los vastos tentáculos que salen de Langley, Virginia, se colaban en la mente de liberales decentes y los reclutaban, convirtiéndolos en torcidos instrumentos de la conspiración americana mundial.
De una forma digna y mesurada le informé a este pinche espía exactamente lo que pensaba del imperialismo norteamericano, por cuyo instrumento lo tomaba. Luego le colgué el teléfono.

Afortunadamente para mí, Baker volvió a llamar unos minutos después. Me estremezco de pensar en lo que hubiera sido de mi vida si no lo hace. ¿De regreso a Australia? ¿Un final sin gloria como crítico de arte en el periódico local de Albury, en New South Wales, al que en ocasiones le expiden un tiquete de tren de segunda clase para Sydney, donde tiene posibilidades de asistir un par de noches al teatro Rex? Una vez despejadas mis telarañas, Time me invitó a Nueva York para hacer una prueba de varias semanas. Cuando les conté con júbilo a mis amigos de la bbc y demás de este rayo que me había caído del cielo, quedaron estupefactos. Sin la menor duda eso significaba el fin mío como escritor serio.
Mi independencia sería la primera víctima. Mi posición política, que se inclinaba levemente a la izquierda, iba a convertirse en un obstáculo insalvable: todo el mundo sabía que Time era el órgano oficial del capitalismo americano más hirsuto. Y, lo peor, existía el “estilo Time”, esa prosa enredada y rimbombante que, se suponía, todos los escritores de la revista debían dominar y utilizar. No había caso, el día en que yo entrara a Time mi carrera habría terminado.
Felizmente ignoré ese sartal de disparates británicos.
Con su instinto infalible para aparecerse donde algo estaba a punto de suceder, Danne regresó de París. Le conté lo de Time. No se alarmó; por el contrario, le pareció estupendo. Londres estaba perdiendo velocidad. Ya no era el centro del mundo. La acción estaba en Nueva York. Debíamos irnos para allá de inmediato.
Ella me amaba. Me había echado tanto de menos. No debía torturarme tanto con sus amantes, porque eran cosa del pasado. Yo, desde luego, le creí a medias. No había prácticamente nada que no le creyera a Danne si me lo decía con la suficiente cara y convicción. El amor conyugal: ese gran estupefaciente.
Lo primero, sin embargo, era mi tiempo de prueba en Manhattan. A.T. Baker demostró ser un marinero sazonado y bonachón alojado en el piso 24. El techo de su oficina, recubierto de material aislante, parecía la piel de un puercoespín; estaba lleno de lápices rojos y verdes que él tenía el hábito de lanzar hacia arriba a ver si se clavaban. Parecía algo salido de la última Bienal de Venecia.
Me dijo que me sentara y sacó un paquete de diapositivas con la obra de alguien cuyo nombre yo desconocía, un artista decorativo llamado Felix Kelly. Baker señaló, con énfasis y pesar, que era un buen amigo de Clare Boothe Luce, la viuda de Henry Luce, el fundador de Time.
Kelly tenía una exposición en San Francisco. Nadie pretendía, agregó Baker, que volara hasta allá a verla. Podía trabajar a partir de las diapositivas, que eran excelentes. La señora Luce leería mi material con cuidado e interés.
Kelly resultó ser un escenógrafo cuya especialidad eran unas relamidas perspectivas de surrealismo tardío –mezcla del último Dalí con agua de colonia– adornadas con barcos varados, ruinas romanas y tambaleantes edificios al estilo pintoresco de Nueva Orleans, embellecido todo con muchas rejas en hierro fundido. Escribí 120 líneas de un texto falsamente entusiasta, sin firma desde luego, y en el estilo de Time.
Qué tiempos aquellos. A la señora Luce le gustó el texto y envió una nota a Henry Grunwald pidiéndole que de inmediato contratara al candidato. Y así lo hicieron, con un salario de 20 mil dólares al año, espléndido a mis ojos, más gastos.
De regreso a Londres le dije a Danne que ella y Danton tenían que esperar seis meses antes de emigrar mientras yo encontraba un lugar adecuado para vivir. En el entretanto, ¿por qué no pensábamos en hacer un viaje al sur para que yo pudiera despedirme temporalmente de Europa?
Arrancamos para el sur de Italia en medio de la furiosa y calcinante canícula de fines de verano de 1970, negociando las estrechas curvas de la zona de Amalfi-Sorrento en un pequeño Fiat arrendado, y encontramos alojamiento en un hotelito barato, construido encima de un precipicio casi vertical.
Muy abajo brillaba un trozo del azul Mediterráneo, corrugado por el viento, poblado de las velas rojas inclinadas de los pesqueros. Ambos nos sentimos terriblemente inseguros, con miedo de que Danton se cayera por el balcón o de caer nosotros mismos.
Ninguno de los dos estaba bien de ánimo. Una peculiar indiferencia, que nunca antes había sentido hacia Danne, se instalaba en mí. Había empezado a considerar la posibilidad de una vida de la que ella estuviera completamente ausente. Parecía posible. Y las emociones ya no me estorbaban tanto como antes. O eso pensé.
Al final de las vacaciones le dije adiós a Danton, con pena, a Danne, con alivio, y tomé un taxi hacia el aeropuerto.
Lo que arruinó la vida de Danne al final, como les sucede hasta a los más fuertes, fue su paso a las drogas duras, a la heroína y luego a la cocaína, que ella no sólo inhalaba sino que se inyectaba.
A algunas personas las agujas los espantan. Yo soy una de ellas. Hay otros, en contraste, a quienes les encanta chuzarse o que los chucen con una hipodérmica. Danne era de ésas. Sentía una descarga sexual en el proceso.
Murió en Australia en 2003, a los 60 años, de un tumor cerebral. Se había engordado inmensamente como consecuencia de una prolongada adicción a la cocaína de la cual su novia había luchado, más que todo sin éxito, por liberarla.
Danton había muerto hacía poco, por propia mano, cuando se encerró a inhalar el monóxido de carbono de su carro en la casa de una novia, mucho mayor que él, en las Montañas Azules en las afueras de Sydney.
Echo de menos a Danton, y siempre lo haré, pese a que estuvimos miserablemente distanciados durante años y a que el paso del tiempo ha mitigado un poco el dolor. Danne no me hace la más mínima falta.
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De EL MALPENSANTE

Fotografía: Ted Streshinsky/Corbis

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