Thursday, January 14, 2016

Bowie y los hijos del siglo XX

Pablo Cingolani

Cuando Mao murió, China se paralizó. China dejó de respirar un día, dos días, muchos días. Cundió una especie de apnea colectiva, masiva, por millones: los chinos no sabían –temían- probar si había vida o no después de Mao, si había vida después de la partida del Gran Timonel, si la muerte del “pintor de los paisajes tristes” (eso, tan bello, significa Mao Tse Tung en español), los arrastraría a todos y conduciría también a la muerte de China.
Mao fue uno de los grandes protagonistas del siglo XX: ¿por qué su fallecimiento lo recordamos así? (como recordamos, entre nosotros, la muerte de Perón –o la de Evita- en Argentina). El 10 de septiembre de 1976, un día después de la muerte de Mao, un columnista de Le Monde intentó esta explicación:
“Cuando un dirigente sacralizado muere de ancianidad en el mundo, los pueblos desamparados consideran sin embargo esta muerte como una muerte violenta. Cuando los estudiantes del año 3000 abran sus libros de historia (¡Qué optimista el columnista! NdelR) en las páginas del Siglo Veinte leerán quizá: URSS, Stalin; Yugoeslavia, Tito; Gran Bretaña, Churchill; Francia, De Gaulle; China, Mao. Preguntarán, entonces: ¿eran los nombres de las capitales? Se les responderá: no, eran los nombres de los dioses de este siglo. Y los niños de las escuelas del futuro se sacudirán la cabeza pensando lo difícil que sería para los hombres vivir en un tiempo en que los dioses vivían entre ellos”.[1]
La cita es reveladora –más allá o más acá de sus implicancias ideológicas y de su actitud psicológica-, es reveladora de algo tan intenso y tan apasionante como fue ese siglo, el siglo XX. El siglo XX y sus hijos, los hijos del siglo XX, como Bowie.
Por ello, frente a su deceso, extrapolo, parafraseo la cita de Le Monde y acudo de nuevo al libro de historia de los niños del cuarto milenio pero esta vez al capítulo Arte del Siglo Veinte, en el acápite dedicado a la música.
Y allí, en vez de Mao o de Perón, estarán impresos los nombres de Bowie, de Jimy Hendrix, de Bob Dylan, de Neil Young, de Lennon y de McCartney, de Jagger y de Keith Richards (o los de Spinetta, Charly García, Pappo o Javier Martínez), y los niños del futuro volverán a preguntar: ¿eran los nombres de las capitales? Y se les volverá a responder: no, eran los nombres de los dioses de ese siglo.
Pero, algún niño –uno, potente- recordará la lección anterior, y repreguntará: ¿pero acaso los dioses del siglo XX no eran sus líderes políticos? Y el maestro, quizás, tragará saliva y responderá que Bowie o Bob Dylan, o que Pappo o Spinetta eran dioses, pero de una clase diferente.
Y el alumno, insistirá: ¿qué clase de dioses eran? Y el maestro, finalmente, sentenciará: eran los dioses que alegraban a la gente, eran los dioses que, aun muertos, siguieron dando alegría y esperanza a la gente, eran los dioses más amados por todos porque llenaron la vida de las personas de emoción, de energía, de pasión, de fe en el mundo y en ellos mismos.
Y el niño del año 3000 sacudirá su cabeza y derramará una lágrima sincera pensando lo increíble que fue para los hombres vivir en un tiempo en que los dioses de la sensibilidad más cruda y más pura vivían entre ellos.
Con Bowie, se siguen yendo otros moradores del panteón del siglo XX, el siglo más volcánico, electrizante y emocionante de todos, el siglo del Che Guevara y el de Miles Davis, el siglo de Roberto Arlt y el de Rodolfo Walsh, y uno, hijo del siglo XX, orgulloso hijo del siglo XX, no puede sino sentir que cada vez nos vamos quedando más solos y, a la vez, más acompañados que nunca con la memoria viva de ese siglo de vivencias irrepetibles. Lo llevamos tatuado en la piel, lo llevamos como bandera en la sangre, y de allí, nunca, nadie, podrá arrancarnos la dicha de haberlo vivido, todos juntos y para siempre.

Río Abajo, 14 de enero de 2016



[1] La cita corresponde a Bernard Chapuis. Está tomada de Eduardo Anguita y Martín Caparrós: La Voluntad. Tomo III. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina 1976-1978. Ed. Norma, Buenos Aires, 1998. Pág. 154

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