Monday, November 20, 2017

25º ANIVERSARIO DE LAS GUERRAS DE LOS BALCANES/Un campo minado

BRU ROVIRA

Cuando a finales de la primavera del año pasado una enorme masa de refugiados empezó a andar a través de los Balcanes, desde Grecia hasta las fronteras austriacas y alemanas, se prestó escasa atención al hecho de que aquella gente que huía del campo de batalla caminaba sobre un campo minado. Pongamos sólo un ejemplo: Kumanovo, en la frontera entre Macedonia y Serbia, es una de las vías de paso en este tránsito de refugiados. Sin mirar más allá del dedo que les señalaba, pocos percibieron que en la misma ciudad se había producido en mayo una batalla campal en un barrio albanés, donde la policía asaltó las casas de un grupo guerrillero independentista de la antigua UÇK —kosovar y macedonia—, con el resultado de 8 policías y 10 guerrilleros muertos.

Si observamos hoy el mapa del trayecto que recorre la larga marcha de los refugiados en los Balcanes, el panorama resulta desolador: la frágil Grecia a punto de salir del euro, levantando campos de internamiento; la corrupta Macedonia, a la que Grecia bloquea su ingreso a la UE por culpa de un antiguo conflicto territorial, empobrecida por un Gobierno autoritario; Serbia, donde mandan los herederos de Milosevic y que sueña con meter la mano en Bosnia y en Kosovo; Croacia, la católica pura con el confesionario lleno de pecados inconfesos… Y sobre este polvorín, se ha reactivado un choque en el tablero global de la geopolítica, con Rusia y Turquía aprovechando la debilidad europea para hacerse un puesto entre las comunidades ortodoxas y musulmanas.

En la ciudad kosovar de Mitrovica encontré este verano enormes fotos de Putin colgadas en la fachada de las casas que se levantan al lado serbio de la ciudad dividida por un puente que separaba a los albaneses de los serbios. Kosovo, el país “independiente” que sueña con la Gran Albania; Kosovo, la “protegida de Occidente”, sigue todavía hoy bajo administración de la UE y se ha convertido en un ejemplo inquietante de este nuevo colonialismo consistente en meter dinero a mansalva y tolerar una élite corrupta, criminal, a cambio de que mantenga el orden. Se trata del mismo colonialismo que ahora se exige en el resto de los Balcanes. La infamia por encargo. En vez de asosegar la tensión en la Europa periférica ocupándose de los refugiados, la UE tensa los países más necesitados y toma partido por la autarquía y la corrupción, aunque sea a cambio de renunciar al reto esperanzador e idealista de la Europa política de los ciudadanos, la democracia y los derechos humanos.

Hace 25 años, a finales del mes de junio de 1991, Eslovenia declaró su independencia. Al día siguiente, empezaba la guerra que terminaría con la República Federal Socialista de Yugoslavia (RFSY). La guerra en Eslovenia fue corta y de baja intensidad: los combates duraron escasos 10 días y solo hubo 18 muertos por parte eslovena, 44 del Ejército yugoslavo (JNA), además de 12 extranjeros.

Aquellos combates se conocen como la Guerra de los 10 Días y fueron el principio de un nuevo estallido de violencia que duraría hasta finales del año 1999, y depararía en los Balcanes algunos de los sucesos más espeluznantes ocurridos en Europa después de la II Guerra Mundial. Srebrenica, Vukovar, Mostar, Gorazde o Sarajevo forman parte de los nombres que quedarán en el recuerdo de la ignominia, el terror, el genocidio y la limpieza étnica entre comunidades y religiones.

El nunca más del armisticio de 1945 volvería a ser una vez más, sin que apenas hubiera pasado una generación. “De regreso a Belgrado después de visitar Vukovar llena de cadáveres”, me contó una periodista serbia, “abracé a mi padre, que, sobresaltado, se apartó como si hubiera recibido una sacudida eléctrica. Pensaba que nunca más volvería a sentir este insoportable olor de la guerra, dijo rechazándome antes de arrancar a llorar desconsoladamente”.

Durante aquellos últimos días de junio y primeros de julio de un soleado verano de 1991, decenas de periodistas acudieron en masa hasta Liubliana, capital de Eslovenia. Al entrar en el hotel donde se alojaba la prensa, mi primera visión fue la del veterano corresponsal Francisco Eguiagaray, sentado en la cabecera de una larga mesa, rodeado de jóvenes periodistas.

Eguiagaray, cuya voz en Radio Nacional había retumbado desde Moscú en los tiempos de Franco, vivía entonces en Viena y trabajaba para TVE. Al llegar a Liubliana, se agenció varias cajas de champán y encargó etiquetar cada botella con la palabra Svoboda —libertad—. Todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar sus largas lecciones de historia, historia de la Europa Central y del Este, del Imperio austrohúngaro, era invitado a champán hasta altas horas de la madrugada, momento en el que un camarero le ofrecía el brazo para acompañarle hasta su habitación y se retiraba por el pasillo tarareando la melodía de la Marcha Radetzky. Hoy estoy convencido de que si hubiéramos escuchado con más atención a aquel periodista enamorado de la historia no se habría tardado tanto en entender que la nueva guerra que empezaba en Liubliana era una guerra vieja, una guerra que venía de lejos. Y que si no éramos capaces de escuchar los latidos que palpitaban bajo la tierra que pisábamos nada podríamos descifrar de lo que se avecinaba.

De hecho, sin saberlo todavía, ya estábamos caminando en Eslovenia sobre los restos de una historia europea donde todavía podía escucharse de viva voz la experiencia personal de dos guerras mundiales, un imperio, un reinado y un régimen comunista.

Veinticinco años después, Europa vuelve a cometer los mismos errores. Como antes ocurrió con la guerra yugoslava, se muestra de nuevo sin un proyecto político común en los Balcanes. En vez de trabajar para los ideales europeos, levanta vallas, discrimina y maltrata. Prefiere sacarse el problema de encima, y lo hace atizando el fuego allí donde las sociedades son más frágiles, volviéndolas todavía más, en una suerte de subcontratación del trabajo sucio que no se quiere hacer en el propio territorio.

Cuando finalizó esta última guerra, la necesidad de acallar la violencia no tuvo entonces una segunda parte donde se trabajara para zurcir las heridas y ayudar a construir unos Estados democráticos integrados a la UE. De tal manera que la ficción de estabilidad se asentó sobre la aceptación de Estados donde la política autocrática se ha convertido en norma y la economía criminal funciona como la gasolina. Países donde los oligarcas controlan el Estado. El dinero público subvenciona una administración de amigos, paga campañas electorales, engrasa el fluido de la corrupción. Se trata de comunidades cuya base ideológica construye la política a partir de las identidades, la etnia, la religión, el territorio o la familia en una especie de ultraliberalismo corrupto donde la pertenencia al grupo es hoy la protección, el colchón emocional, del trauma provocado por el conflicto entre vecinos.

Es como si un leñador decide cortar las ramas de un árbol enfermo pensando que salva el tronco sin comprender que está matando el árbol. O que, quizás, como ocurre en los chistes idiotas de leñadores, estemos todos los europeos sentados encima de la rama que serramos.
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Bru Rovira es periodista. Cubrió como enviado especial las guerras de la antigua Yugoslavia. Acaba de publicar Sólo pido un poco de belleza (Ediciones B).

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De EL PAÍS, 26/04/2016


Fotografía: En septiembre de 2015, un grupo de refugiados caminaba por la frontera entre Macedonia y Serbia, cerca del pueblo de Miratovac. MOISES SAMAN (MAGNUM)

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