Saturday, May 18, 2019

Días detenidos de Guillermo Ruiz Plaza


Christian Jiménez Kanahuaty

En Bolivia la novela siempre ha sido el artefacto por medio del cual se ha pensado la nación, la guerrilla y las ciudades; además de las minas y el campesinado; pero de un tiempo a esta parte, la novela en el país también está siendo utilizada como terreno de exploración de la identidad de las personas que han travesado los efectos de la migración y las consecuencias del olvido y la memoria a la hora de afrontar el retorno, porque regresan no tanto a un país sino a una imágenes de país que dejaron al marcharse, y esa corresponde sobre todo al mismo tiempo a lo que dejaron pendiente en sus propios hogares y en la relación con las personas que quedaron suspendidas y a las que se pretende volver como si el tiempo no hubiera pasado.

En Días detenidos, la reciente ganadora del premio nacional de novela en Bolivia, nos enfrentamos a una narradora que al volver a su país luego de pasar en Francia muchos años de su vida, tiene que encontrarse al mismo tiempo con su pasado y con el modo en que seguirá su presente. No es fácil para ella entender qué pasó con su familia, sobre todo con su hermano y su madre en su ausencia, porque ésta estuvo marcada por los silencios. Tampoco será sencillo en su día a día la relación con su hijo que debe afrontar un nuevo país y un nuevo lenguaje, a la par que la distancia de su padre.
El deterioro de la memoria y del cuerpo físico de la madre de la narradora ponen en tela de juicio las certezas sobre las que se construyó buena parte de la mitología familiar a la que la narradora debe enfrentarse para seguir viviendo.

Los secretos familiares en esta novela parecen pautar el ritmo de esos días detenidos. En cierto modo es como si el tiempo quisiera detenerse, porque a medida que avanza más cosas se saben y menos cosas se desean afrontar. El deterioro de la política, los recuerdos adolecentes, las manías del hermano y el posible divorcio de la protagonista están a fuerza condicionados por el paso del tiempo. Si el tiempo avanza todo se precipita, incluso, la muerte de la madre; pero si el tiempo se detiene aún hay espacio para reelaborar lo que sucedió y entender el por qué se está dónde se está.

Es probable que la novela no sea simplemente el acto de contar una vida hecha de silencios, más bien, parece ser que la novela de Guillermo Ruiz Plaza es una narración que se encarga de ver desde cierta óptica el crecimiento y evolución de la democracia en el país, y el modo en que se han desarrollado ciudades como La Paz y que este exterior condicione la mirada de la protagonista que no quiere afrontar lo más cercano: las contradicciones y la violencia encubierta que existió en su hogar y que ella fue por distintas razones, incapaz de ver.

A veces la novela intenta cuestionar o preguntarse cómo es que la política funciona de este modo en Bolivia. Pero esas preguntas claramente no son sino muestras del tiempo y su andar; no son preguntas sustantivas a la narración, marcan su contexto y detonan conversaciones que serán el pretexto para crear o indagar la intimidad. Días detenidos es una novela que más bien se preocupa de resolver el ámbito familiar. Lo que existe es una familia que vivió muchos años a la sombra de una serie de malos entendidos o en el mejor de los casos, bajo el asecho de distintas versiones de una misma historia: la muerte del padre de la protagonista.

Y es que, pensándolo mejor, la novela no es sobre la familia como totalidad, sino más bien, que se basa en el mecanismo que establecen los padres con los hijos. Están los padres de la protagonista con ella y su hermano, pero también está la relación que ella establece con su propio hijo. Ambas generaciones pueblan sus días de silencios y de la postergación de la verdad, como si ella fuese imposible de atrapar y concentrar y cada quien tuviera que armar la historia de su raíz con los fragmentos de conversaciones que atrapa de vez en cuando.  

Días detenidos probablemente sea el intento más arriesgado de indagar sobre la familia que se realizó en los últimos años en la narrativa boliviana; puede ponernos frente a la autoridad paterna y materna desde distintos lugares, ya sea por medio del silencio o de la enfermedad; pero lo que hay que reconocer es que es una mirada tranquila, sin rencor, ni venganza; más bien, lo que parece motivar a los personajes de la novela es un afán de comprensión bastante atemperado. Quieren comprender, pero bajo la lógica de la razón, no desde lo sensorial o lo instintivo que sería más visceral, y quizá por ello, más real, concreto y contundente. Hay cierto miedo por la verdad. Hay cierta sensación de orfandad que los personajes establecen en su relación con su propia historia y que está marcada en que, si bien son familia, han pasado muchos años separados unos de otros y ya no saben cómo comunicarse, si no es por medio de los sentidos comunes que dan los sobreentendidos o las anécdotas pasajeras del pasado o las cuestiones cotidianas que deben ser resueltas inmediatamente. Y el único momento, aquella memorable narración que el hermano arma para su hermana sobre por qué y en qué circunstancias falleció su padre, queda en entredicho porque no se sabe si es una fabulación más o la verdad. Si es la verdad, la novela se cierra; pero si es una fabulación elaborada por el hermano para solamente tranquilizar a la hermana que ansía saber su verdad para luego escribirla, la novela no cierra, continua, pero en otro espacio: el del lector que podría con las claves que tiene, construir un nuevo relato de los días detenidos de esta familia y su deterioro moral, económico, mental y temporal. 

Y en este sentido, la narrativa de Ruiz Plaza va configurando a la familia como uno de sus temas medulares; como algo que no se entiende, algo que se evita o que se desea. La familia, entonces, como detonante que, para bien o para mal, hace avanzar los días. 



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