Friday, February 21, 2020

Querer y no poder


ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS

Marco Bellocchio es aficionado a meterse en asuntos que le vienen grandes. Un ejemplo en bandeja, para quien quiera verlo, está en la primera secuencia de El diablo en el cuerpo. El arranque del filme quiere ser una de esas escenas llamadas de choque que definen de un solo golpe el ámbito dramático o poético del filme e imponen a la mirada del espectador las reglas a que ha de atenerse en su seguimiento de las relaciones entre los personajes. La escena inicial de El diablo en el cuerpo está bien diseñada sobre el papel: una mujer, encaramada en un tejado, ofrece síntomas de perturbación psíquica, de que se encuentra en el umbral del suicidio. A un lado y a otro del tejado, los dos futuros protagonistas del filme observan la inminente tragedia y en un instante fugaz cruzan sus miradas a través del horror de su confluencia sobre la mujer suicida. He ahí el eje teórico de la secuencia: esa mirada, que pretende a todas luces decir que algo, demarcado por la irradiación de la imagen de la mujer suicida, va a ocurrir entre quienes se miran, algo angosto y terrible como esa médium, que conduce a sus contempladores a una situación limítrofe con las pesadillas.

La escena, en teoría, es perfecta. Pero, en cine, de la teoría a la práctica hay un abismo. Entra en juego la cámara de Bellocchio, y la poderosa invención dramática queda literalmente aplastada por mediocres, chatas y endebles imágenes de tercera clase, de tal manera que su materialización es ostentosamente inferior a su ideación. Una vez más, el cineasta Bellocchio se muestra muy inferior al ideólogo Bellocchio, y el fabulador, muy por debajo del analista. Ni el tiempo ni el espacio definido por los encuadres ni el contenido -y menos aún el ritmo interior- de esos encuadres alcanza a dar prácticamente ni la centésima parte de lo que la cámara busca teóricamente. A esto hay quien lo llama con elogio desdramatización, cuando hay para radiografiarlo una palabra más antigua y mucho más veraz: incapacidad.

Las manos limpias
Todo el filme es un alarde de pura y simple incapacidad, de un esforzado quiero y no puedo, además de un batiburrillo entre petulantes intenciones, perfectamente visibles, y esporádicos logros, casi invisibles de puro anémicos, todos ellos en ayunas de esa indefinible energía moral que estalla en el interior de una imagen cinematográfica genuina, cuando la ecuación entre su continente y su contenido, entre el espacio sobre el que juega y la cadencia sobre la que se mueve, entre el chorro de signos que emana del actor y el recipiente óptico que los formaliza, conduce a los dominios de la extrañeza, al misterio de la representación, y no -como es el caso de El diablo en el cuerpo- a esa negación de la extrañeza y del misterio que es la enunciación meramente conceptual, no incardinada en actos, en sucesos, en conductas, en relaciones recíprocas entre materias visuales. La novela de Raymond Radiguet, que es una joya de buena malicia y que derrocha al mismo tiempo candor y maña para el uso corrosivo de lo indirecto, es degradada por Bellocchio a un vulgar y esquemático soporte argumental para un tosco, en ocasiones casi penoso, ejercicio de explicitud, es decir, de falta de sentido de lo indirecto. Pero con un agravante: que Marco Bellocchio, queriéndonos ofrecer en su versión de El diablo en el cuerpo la ilusión de que juega con el riesgo del barro humano, atesta la pantalla de guiños ideológicos higiénicos, sin otro destino que el de hacerle a él salir del asunto con las manos limpias. No se sumerge en la dureza del infierno íntimo -el deslizante descubrimiento del amor en el tejado de la locura- que pretende contarnos, porque no lo cuenta, sino que finge con cuquería contarlo. Y la joya de la novela se convierte en un diamante tallado por las manos de un bisutero. Un experto en costurones de esparto no se puede meter impunemente a bordar sedas.

La adaptación de El diablo en el cuerpo, que hace décadas realizó el francés Autant-Lara, no era ni mucho menos perfecta, pero contaba con un deslumbrante juego interpretativo del entonces muy joven Gerard Philippe, al que el actor Federico Pitzakis no consigue otra cosa que elevar por contraste. Para remediar el entuerto de éste y los demás actores, la parte más convincente del pretencioso y frustrado filme se la lleva la presencia de la actriz Maruschka Detmers, mujer muy bella y, aunque limitada a dos o tres intensos gestos que prodiga con exceso -y de esa falta de medida es responsable su director-, una más que aceptable actriz, que sabe mirar a la cámara, sostener un primer plano y dar verdad a la mentira que protagoniza.

_____
De EL PAÍS, 20/12/1986


1 comment: