Thursday, May 11, 2023

“Para un escritor, su silencio es voz”: Roberto Burgos Cantor


CLARITA SPITZ

 

El pasado mes de mayo, durante la Feria Internacional del Libro en Bogotá, FILBO, se rindió homenaje al escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, con la presentación de Orillas, libro de cuentos publicados bajo el sello Seix Barral, que contiene gran parte de la selección de narraciones que tituló originalmente Historias de Trastienda. Se presentó también Caminos divergentes: una mirada alternativa a la obra de Gabo, que Burgos dejó editado para la feria, donde recoge los estudios de la cátedra Gabriel García Márquez 2018 que él fundara en la Universidad Central ese mismo año. Fue un homenaje en su natalicio, a su vida y a su obra.

Atravesaba por uno de sus mejores momentos literarios cuando la muerte le sorprendió a su regreso a Bogotá, después de pasar sus últimos días en su natal Cartagena, solitario, resguardado como un ermitaño, escribiendo la que sería su nueva novela. Escribió ocho cuartillas y por ellas, alcanzó a decir, que tal encierro “valía la pena”.

Quienes tuvimos la dicha de conocerle, ya sea en persona o a través de sus escritos, lo recordaremos siempre por su generosidad, su trato amable, su mirada tranquila y andar sosegado, su inconfundible voz pausada, y su peculiar ritmo al hablar. Poseía el don maravilloso de la escucha. En medio de la cacofonía del entorno, escuchaba a los demás con interés, y aún la más trivial de las conversaciones merecía toda su atención. Su partida nos deja un enorme vacío, pero también la alegría inmensa de haberle conocido.

“Día tras día escribí lo mejor que pude a sabiendas de que escribir era lo único que quería hacer en la vida”. 

Pocas semanas antes de partir, pudimos escucharle y abrazarle en LIBRAQ, la I Feria del Libro de Barranquilla, un inolvidable encuentro con las letras de cara al Río Magdalena. Por los pasillos de la feria, en improvisadas entrevistas con distintos medios, habló de la alegría que sentía al ver renacer la literatura en la ciudad. Pocos la recuerdan ahora, pero Roberto rescató, emocionado, la tradición literaria de la ciudad al recordar la Feria del Gran Caribe que se organizaba ahí años atrás, cuando Barranquilla “fue un lugar de encuentro de la mejor literatura”.

Ahí, entre risas y anécdotas, hablamos del Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura que acababa de recibir por su novela Ver lo que veoRecibí este reconocimiento con un sentimiento enorme de gratitud porque, al fin y al cabo, los premios sirven para ayudar a la circulación de los libros y despiertan la curiosidad de los lectores, y como hay tantos que jugamos a la lotería, cuando se gana es una dicha”. De sus planes futuros contó, “estoy en la corrección de un libro de cuentos que saldrá en marzo del año entrante. En este nuevo libro abandono un poco mi lugar natal y exploro otras ciudades y con motivos distintos, y estoy escribiendo novela, que es el vicio eterno, porque en ellas el escritor construye un sitio en el querría vivir”.

Nada presagiaba que éste sería nuestro último encuentro.

De rigurosa guayabera blanca en el Caribe o gabardina negra y bufanda en Bogotá,  entre breves e intermitentes encuentros en ferias del libro y otros eventos literarios en Barranquilla, Bogotá, y otras ciudades de Colombia, tuvimos oportunidad de intercambiar correos y llamadas. Nuestras conversaciones de aquí y allá me dejan hilar hoy esta nota con  la que lo recordamos desde las páginas de LetraUrbana.

Roberto Burgos Cantor nació en el Corralito de Piedra, “mi querencia, la esquina de la cual salí”, un 4 de mayo de 1948. Graduado en Derecho en la Universidad Nacional de Bogotá, alternó su profesión de abogado con su vocación literaria, siguiendo la que fue su consigna: morirse o salvarse escribiendo: “Día tras día escribí lo mejor que pude a sabiendas de que escribir era lo único que quería hacer en la vida”.

Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional (2015), fue fundador del Departamento de Humanidades de la Universidad de Cartagena, director del Departamento de Escrituras Creativas de la Universidad Central de Bogotá, conferencista de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional e invitado especial de la clase de narrativa literaria de la Universidad de la Sabana, en las afueras de Bogotá.

Fue un pescador de imágenes. Buscaba “otras formas de mirar y, por lo tanto, de sentir”. Cautivaba a sus lectores por la fuerza de los personajes femeninos que creaba, inspirados en las mujeres de Cartagena, Santa Marta, Montería, que encontraba reclinadas contra una pared, a la entrada de una empresa o una universidad vendiendo dulces o verduras. Eran imágenes que siempre le retaban. “¿Qué estará pensando?”, se preguntaba.  Tradujo las voces de la cotidianeidad al lenguaje literario: “las palabras deben dar cuenta de los olores, de los cambios de la luz, el olor de la fruta, de los vientos. Eso muestra un mundo que existe en las novelas y que le permite al lector sentirse como un visitante.”

Formó parte de la generación del post boom latinoamericano, también llamada post garcíamarquiana, quienes tuvieron que “aprender a convivir con un monstruo sin ser devorado por él”. 

La Cartagena de las barriadas, de los seres anónimos, y de las memorias populares, fue el lugar de sus musas y el centro de su creación literaria, donde reconstruye historias de músicos, cantantes, boxeadores, reinas populares, prostitutas, mecánicos, y todos aquellos personajes que no tienen voz, “… los excluidos de la sociedad, los que no salen en las páginas sociales de los periódicos, a los que no se les escucha” – declaraba –  “Cartagena se me ha vuelto el lugar donde prefiero situar las ficciones. Me siento bien allí, veo que es un mundo que no se ha acabado de contar, que apenas comienza a salir de las historias de los piratas, de los cañones.”

Burgos formó parte de la generación del post boom latinoamericano, también llamada post garcíamarquiana,  quienes tuvieron que “aprender a convivir con un monstruo sin ser devorado por él”.  Consideraba Cien años de soledad una obra fundamental para los escritores en lengua española, con la que García Márquez resolvía, con un ambicioso poder de renovación literario y mediante el uso de metáforas, la tensión entre una escritura arcaica de formas caducas e impuestas  y la voluntad de modernidad. (La vida es corta y el arte largo,  Mayo 28, 2017).

A pesar de la diferencia de edades, mantuvo una estrecha relación de amistad y respeto mutuo con Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez.  Burgos “embrujó” a ambos con su primera novela El patio de los vientos perdidos. “Yo hubiera querido escribir algunos de estos capítulos”, dijo Gabo, y autorizó que se usara esa frase para promocionarla. Por su parte, Álvaro Mutis le pidió escribir la nota de la contratapa “…porque lo primero que van a decir es que esa novela es garcíamarquiana, y no tiene un carajo que ver. Pero eso no lo puede decir usted, sino yo”.

Sus colegas y amigos más cercanos lo recuerdan como una persona supremamente disciplinada, exigente consigo mismo y con los demás, riguroso en su oficio literario, y absolutamente enamorado del lenguaje.  Para su gran amigo, el también escritor Julio Olaciregui, Roberto era “un contemplador, una suerte de asceta, de monje o santo parrandero, con una mirada penetrante, pícara, tierna, sabia y serena. Pero también, un “hombre profundamente discreto, a veces encerrado en sí mismo y muy callado”.  ¿Por qué tan reservado?, le preguntaban. “Para un escritor su silencio es voz”, escribió.

Se inició escribiendo cuentos para diversas revistas y páginas culturales. En 1969 ganó su primer premio literario: el Concurso Nacional de Cuento convocado por el periódico Pizarrón de la Universidad Javeriana y en 1971 fue ganador del Concurso Jorge Gaitán Durán del Instituto de Bellas Artes de Cúcuta.

«El encierro, la soledad, son exigencias de la escritura literaria»

Anotaba sus bocetos entre los apuntes de la clase de matemáticas. Su primer escrito, una nota sobre Jorge Luis Borges, quien había visitado la Universidad de Cartagena, fue publicada en el Diario de la Costa.  Finalizaba la secundaria cuando sus padres, ambos maestros, enviaron aquellos universos que su hijo construía en los márgenes de sus cuadernos al escritor Manuel Zapata Olivella, quien le publicó en 1965 su primer cuento, La lechuza dijo el réquiem, en la edición número tres de la revista Letras Nacionales que éste dirigía.  Esa publicación le abrió las puertas y, al poco tiempo, otro de sus cuentos, Cadáveres para el alba, fue incluido en una antología de 15 cuentistas colombianos y sirvió de inspiración para un cortometraje realizado por el director de cine chileno, Duni Kusmanitz.

En 1980 salió a la luz Lo Amador, su primer libro de cuentos, que algunos consideran una novela disfrazada, pues todos los cuentos están ligados entre sí.  Son historias del Caribe, con el mar y los muelles como testigos y con la dificultad para alcanzar los sueños como tema recurrente. Le siguieron De gozos y desvelosQuiero es cantarJuego de niñosUna siempre es la misma y El secreto de Alicia.

Escribió 6 novelas: El patio de los vientos perdidosEl vuelo de la palomaPavana del ángelLa ceiba de la memoria (Premio de Narrativa Casa de las Américas 2009 y finalista del Premio Rómulo Gallegos 2010), Ese silencioEl médico del emperador y su hermano, una novela de una perfecta brevedad, que presentó en el Carnaval de las Artes 2016,  y Ver lo que veo (Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura, 2018) además de Señas particulares, un libro testimonio de época y el menos conocido de su producción literaria.

Mantenía una suerte de inocencia y recato en sus declaraciones. “Cuando el escritor se refiere a lo que escribió se ve interferido por una especie de pudor que le impide agregar voces al texto publicado.”  Decía, recordando a Borges, que “al fin y al cabo toda mi vida he estado en la biblioteca de mi padre”.  Ahí encontró a Joyce, Cervantes, Passolini, al lado de Shakespeare, Kafka, Proust, Sartre, Hemingway, Cortázar, García Márquez, Cepeda Samudio … “Mi papá, como liberal, era incapaz de aconsejarme uno u otro y lo único que me dijo al mirar los libros que leía fue «no te preocupes, que más tarde volverás a leerlos otra vez». Tenía razón”.

Una de sus mayores influencias literarias fue el argentino Ernesto Sábato, desde que se tropezó con El túnel en una compraventa de libros en los límites de la ciudad amurallada, a donde llegó atraído por el aviso “Venza la ignorancia”.

«…En las artes no hay grados, el escritor no se diploma de nada. Cuando dejó de escribir, dejó de ser escritor. Así termina por estar cerca del abismo cada vez que considera haber concluido un texto.”

En 1968 Burgos decidió, junto a Eligio García Márquez, hermano del nobel y su gran amigo, escribirle a “don Ernesto”, quien les respondió en hojas mecanografiadas y en fotocopias de fragmentos de sus libros con anotaciones manuscritas. A través de los años intercambiaron cartas donde hablaban de todo, incluso de política y tangos. Después lo visitó en su casa de Santos Lugares, afueras de Buenos Aires, en un viaje en tren que describió como uno de los instantes más emocionantes que le regaló la vida.

Sostenía que existen dos líneas de escritores: los que preparan al detalle su proyecto, su escritura futura y los que van al azar, a la incertidumbre. “… y permitimos que el texto nos vaya preguntando. Yo voy avanzando con el texto, no tengo un preconcepto y me interesa eso porque a pesar que el primer grupo se empecine en escribir de lo que saben, yo prefiero escribir de lo que no sé. Veo la escritura como una forma de descubrir.”

Para Roberto, el escribir novelas era una especie de “navegación sin brújula” llena de incertidumbres.  “El escritor siente que se acerca el momento inevitable de obsesionarse con las tachaduras y reescrituras en las márgenes y entrelíneas. En las artes no hay grados, el escritor no se diploma de nada. Cuando dejó de escribir, dejó de ser escritor. Así termina por estar cerca del abismo cada vez que considera haber concluido un texto.”

Defensor de la soledad del escritor, expresó en una de sus últimas entrevistas: “El encierro, la soledad, son exigencias de la escritura literaria. No en un sentido dramático, del escritor incomprendido, sino como un requisito del oficio. Estar solo, para quien escribe, es la comprensión total de que solo él puede escribir, que no tiene la facilidad de otros oficios de decir «voy al parque, me tomo un café y en tanto vuelva, llamo al secretario y le digo que continúe con ese párrafo». Eso no puede ocurrir. En ese sentido, es un trabajo solitario que sólo lo puede hacer quien lo esté haciendo.”

En la última página de Señas particulares aparece la pregunta: ¿de qué murió? Y él responde: “La parte de la vida que a cada quien corresponde se agota. Y ella, poderosa, invencible, continúa desbocada. Se asoma por doquier, para que no se olvide nuestra provisionalidad”.

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De LETRA URBANA, 05/06/2019

Imagen: En Cienfuegos, Cuba, 2011

 

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