Tuesday, February 11, 2025

Anoche leí demasiado


JULIA ROIG

 

«Los pedazos se sentaron a escribir»
John Berryman

¿Oera anoche bebí demasiado? ¿Empezaba así alguna novela de Scott Fitzgerald? ¿Un poema de Raymond Carver? ¿Tal vez algún relato de John Cheever?

Sí, así descorchaba la hoja en blanco este último, con un poema suburbano como El nadador, Cheever, convocaba, en una homérica tarde de domingo de verano, una imagen etílica e inicialmente bella y quimérica de un río de bourbon que cruzaba Los Ángeles. Un Ulises ebrio que recorrería las estaciones de su vida, brazada a brazada, trago a trago, en un feroz combinado de frustración y belleza, siendo testigo/culpable de los restos de su demacrada emoción, planes y sueños, mientras unía, una tras otra, las piscinas de sus triunfadores amigos y vecinos durante un surrealista crepúsculo que habría de llevarle a casa. Cheever, narrando la decadencia de las barbacoas, la cara B de selfmade man. Ese nadador, como maravillosa alegoría del fracaso, porque esta vez no haríamos pecio en Cabo Antibes sino en la piscina de casa. «Un fracaso en tonos pastel Mid-Century que engendrará putrescentes hijos beatniks pintando los troncos de los árboles con pintura fluorescente», como diría Tom Wolfe.

Demasiado cloro, demasiado güisqui. Carver podría haber escrito un relato similar enlazando los jardines de los mismos y recorriendo la ciudad mientras pasaba el cortacésped, por todos y cada uno de ellos, como su personaje Harley, en La brida. Precisamente en ese relato, el personaje de Betty decía: «Los sueños son eso de lo que uno se despierta». Y de fondo casi podíamos escuchar a Harley pasando el cortacésped sin cesar. Chapoteo, el motor de una Black and Decker y aroma a barbacoa en el ambiente como banda sonora y atrezo del triunfo.

¿Cuántas veces es capaz de despeñarse el sueño americano sin llegar a despertar? Siempre ese lírico y cirrótico eterno verano.

El desencanto y la doble moral de la clase media-alta de los suburbios neoyorquinos y el deambular agonizante de la clase trabajadora o media-baja, del llamado Estado Dorado, un coast to coast, se narraría en breves píldoras con forma de relato gracias a revistas como The New YorkerThe AtlanticEsquireNew RepublicCosmopolitan… y así Cheever y Carver, cada uno en su estrato, entre resaca y resaca y entre otros, dejarían un reguero de historias tan sobrias como imprescindibles para entender al antihéroe, al desplazado, a la conocida como white trash, la anónima masa que lucha por sobrevivir en el día a día y el corazón podrido que ocultaban las sonrisas perfectas de aquellas naturalezas muertas que tan bien lucían en sus jardines, en sus automóviles, en sus trajes, en sus pieles. Ambos, Carver y Cheever, haciendo malabares entre su papel de narrador o protagonista.

A Cheever se le conoce como el Chéjov de los suburbios y de Carver Bolaño dijo que era «el mejor cuentista del siglo junto a Chéjov». Ambos hicieron uso de esa «acción indirecta»: se dice más en lo no dicho.

La poesía completa de Raymond Carver, Todos nosotros, comienza con un poema llamado «Drinking while driving». Carver es oscuro, es la turbiedad carnosa de un río del cual eres incapaz de intuir su hondura. Nadie como él para hablar de matrimonios, alcohol e incendios. Su relato, Si me necesitas, llámame, tiene uno de los finales más estremecedores y mágicos que podamos leer. En él, Dan y Nancy, una pareja de mediana edad, después de haberse sido infiel el uno al otro y en plena crisis, narran una suerte de intento de rescate de la misma, alquilando una casa en Eureka para los tres meses de verano. En mitad de ese intento de rescate, una imagen alucinada, una epifanía: su jardín es invadido por un tropel de caballos blancos en mitad de la noche. Cuando Dan piensa en llamar al sheriff, Nancy contesta: «Todavía no, espera un poco, nunca volveremos a ver una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín, espera un poco más».

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Mientras los dipsómanos Carver y Cheever radiografiaban la sociedad norteamericana, el personaje de uno de sus cuentos había escapado, en mitad de la noche, como uno de esos carverianos caballos blancos. Se dedicaba también a beber demasiado. Tenía dos años más que Carver y doce menos que Cheever. Tuvo una madre alcohólica y suicida. Tres matrimonios. Cuatro hijos. Abarcó todos los estratos de esa sucia sociedad que tan bien radiografiaron subiendo y bajando por ellos. Una montaña rusa, «en ocasiones intensa felicidad en Technicolor y en otras ocasiones algo sórdido y espantoso». Una vida de excesos, abusos, arrestos, penurias, fiestas y clínicas de desintoxicación. Murió el día de su 68 cumpleaños, de un cáncer de pulmón, viviendo en el pequeño garaje de uno de sus hijos, en Los Ángeles. Escribió 77 cuentos honestos, brillantes, y siempre lo hizo sin filtro, audaz y fascinante, manteniendo, eso sí, el humor y las ganas de vivir, podría haber sido peor, decía. El secreto mejor guardado de la literatura norteamericana, dicen, pero en realidad fue una historia de rechazos y dilaciones. Pasó escandalosamente desapercibida o simplemente, no lo persiguió lo suficiente.  A los diez años de su muerte se convertiría en un mito de la literatura americana. La compararon con Hemingway y con el mismo Carver.  Maldita, tímida y legendaria. Y en su tan caótico deambular no sabía ni pronunciar su nombre, Luchía, para su madre, Lusha, para su padre y Lu-siii-a, en Sudamérica. Ese caballo blanco se llamaba Lucía. Se apellidaba Berlin.

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«Voy a hacer un viajecito a Echo Spring», decía Brick, el personaje de La gata sobre el tejado de zinc, una de las obras maestras del turbulento Tennessee Williams, el poeta del corazón humano, como diría el New York Times en su obituario. A priori Echo Spring podría dibujarse en nuestra mente como un barrio residencial de palmeras, sol y sonrisas. Muy al contrario, en dicha obra, era una suerte de ciudad-mueble bar en honor a la antigua y venerada marca de bourbon Echo Spring, ciudad fluvial color miel para nadadores apasionados, podría decir la whiskeypedia.

Y es que Tennessee Williams también fue un experto nadador.

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Hay un guionista flotando en la piscina. La película se llamaba Sunset Boulevard, pero nosotros, con un sorprendentemente acertado lirismo, la rebautizamos como El crepúsculo de los dioses. Es la primera escena, o la última según se mire. Muchos escritores vendieron su alma al diablo para pagar sus deudas. Escritores perdidos que volvieron a perderse.

«Vous êtes tous une génération perdue», «todos vosotros sois una generación perdida», le gritó el dueño de un taller francés a un joven y lento trabajador. La archiconocida editora, Gertrude Stein, estaba presente. Se lo contó a Ernest Hemingway y él acuño el término en su novela París era una fiesta, cuyo título original era A Moveable Feast, que no acaba de significar lo mismo, sobre todo cuando pensamos que son memorias de sus años veinte en París y en los EEUU imperaba la Ley Seca. Una fiesta movible en toda regla.

«Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación», así inauguraba la Ley Seca el senador Andrew Volstead, impulsor de la nueva norma, embriagado de optimismo: “El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno”».

Bienvenidos a los felices años veinte.

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Ginevra, se llamaba Ginevra, era una joven de la alta sociedad de Chicago que rechazó a un pretendiente, convirtiéndose así en fuente de inspiración para su futura y legendaria obra, que arrancaría a los veintidós años con A este lado del paraíso. El pretendiente, cómo no, se llamaba Francis, Francis Scott Fitzgerald.

El anfitrionismo fue el burladero de toda una época y Fitzgerald su maestro de ceremonias. Se dice que antes de que Fellini mojara en la Fontana de Trevi a la gran Anita, Scott Fitzgerald y Zelda Sayre ya se habían bautizado de noche eterna en fuentes de Nueva York, concretamente las de Union Square y el Plaza. Ya ensayaban su dolce vita. Flappers y escritores, licores fuertes, pelo a lo bob cut, quema de corsés y mucho jazz. Búsqueda de inspiración en villas centenarias junto al lago Como. Parisinas noches sin fin. Y en el horizonte Buicks Electra en el jardín y Palm Springs al fondo, como retiro vacacional de las estrellas, ya sin brillo, en el desértico valle de Coachella.

«Siempre encontramos gente que hace pedazos las cosas, luego no las recoge y sigue su camino», leemos en El Gran Gatsby. De algún modo funciona a la perfección como definición de las grandes guerras, incluso de las guerras privadas que nos declaramos entre nosotros o a nosotros mismos.

Y es que es complicado habitar el pecio en el que se convirtió la fiesta, justo cuando ensayamos, a lo Buñuel, el ángel exterminador de nuestro esplendor, acostumbrados a sublimar cualquier día pasado. Nos contrariamos. Fitzgerald le dice a Zelda en una carta que vuelva a él, que será su puerto, aunque a veces tenga el aspecto de una cueva oscura iluminada con las antorchas de la furia.

De aquellos brindis estos maremotos. Del ochomil al pecio. De la borrachera que se abraza de sábado noche al alcoholismo del martes por la tarde. Narradores/nadadores del naufragio. El alcohol, hermanando talento y desastre, sería la corriente que le llevaría a acabar sus días en Hollywood. «Llevar a Hollywood a Scott Fitzgerald es como pedir a un escultor que haga cañerías», dijo Billy Wilder. Y es que nada más llegar encontró cobijo en el peor lugar para alejarse de aquellos manantiales de ecos… Nueve meses en un bungalow del Hotel Garden of Allah, en Sunset Boulevard, en el cual se escribió y envío una surrealista postal a sí mismo: «Querido Scott: ¿cómo estás? Tenía pensado pasar a verte. He estado viviendo en el Jardín de Alá. Tuyo, Scott Fitzgerald». Y es que realmente parecía ser otro hombre. El pulso que había alumbrado Suave es la noche acudía todas las mañanas al conocido como edificio de los escritores, y pasaba ocho horas diarias escribiendo guiones. Cuántas generaciones perdidas, cuántos guionistas flotando en la piscina, cuántos sueños rotos, cuánto delirium tremens para contarlo, expurgarlo o ahogarlo todo. Fitzgerald llegó a decir que no quedaba una gota de felicidad en el mundo. Tal vez la bebieron toda.

En esa megalópolis situada apocalípticamente en el borde del precipicio, donde vamos dejando atrás juventud, oportunidades y sueños, habita el instante en que todavía hace calor, pero sabemos que el agua se enfriará irremediablemente. Y es que el anfitrión no quiere moverse, algo horrible espera fuera de esos muros verdes recién podados, cercos vivos los llaman, algo deprimente aguarda tras estas verjas relucientes. El Abadón lo inunda todo, y ellos, anfitriones de sus propios ocasos seguían ahí cuando ya todo era negrura, decadencia y Alka Seltzer. «Embriagaos», exclamó Baudelaire, y obedecieron. Y narraron y escenificaron el fracaso de la naturaleza humana, el declive de la vida cotidiana, la decadencia de uno mismo. Anfitriones a lo Gatsby de sus fiestas más o menos privadas, o narradores/nadadores de lo hermoso y maldito, en la ciudad infinita, en el sprawl suburbial de Los Ángeles o desde el Valle de las cenizas y es que nada envejece mejor que una fantasía. Hasta que se ahoga o arde. Hasta que la ahogamos o quemamos:

«¡Lejos! ¡Lejos!

He de volar hacia ti

No acarreado por Baco y sus leopardos

Sino en las alas invisibles de la Poesía

Aunque la mente obtusa vacile y se detenga

¡Ya estoy contigo! Suave es la noche»

 

(Fragmento de Oda a un ruiseñor, de John Keats)

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De ZENDA LIBROS-PARKOUR POÉTICO, febrero 2025