Saturday, March 10, 2012

El Loco, en la calle Linares


Miguel Sánchez-Ostiz

Llevaba años detrás de este libro, El Loco, de Arturo Borda. Hoy por fin lo he encontrado en una chamarilera de la calle Linares, cuando andaba buscando la casa de un personaje de Felipe Delgado, de Jaime Sáenz. Saénz describe una calle de chamarileros y truhanes, que no es esa, desde luego, pero a mí me ha convenido porque he encontrado una casa preciosa para . Bueno, total, que he entrado no a comprar nada, sino a limpiarme las manos después de comer una ración de lechón al horno que le he comprado a una casera al paso, en una fonda de los agachados en medio de un mar de gladiolos rojos: "C'est vraiment dégueulasse!", han dicho dos francesas que pasaban con su botella de agua debajo del brazo. En efecto, dégueulasse, completamente dégueulasse, pero delicioso... He preciado el libro y ha sido un regateo a mala hostia, con rabia por ambas partes: ni un peso, no me ha rebajado ni un boliviano. Ella sabía y yo también. La hijita que andaba como por los suelos ha aprovechado para mearse y se ha llevado el soplamocos que se veía le hubiese gustado a la madre darme a mí.

¿De qué trata El Loco? Y yo qué sé. Tres volúmenes y unas cinco mil páginas de derivas históricas y mitológicas, de fragmentos de autobiografía atormentada, de asedios, paradojas, historias embrionarias y cuanto más embrionarias, mejor, arengas políticas, socialistas, revolucionarias... Mítico, un libro mítico, y como todo libro mítico está excusado el leerlo. Hay que citarlo, decir que se posee, para demostrar que estamos en el ajo, pero leerlo, para qué... Además, el libro es inencontrable, escurridizo... Me ha hecho pensar que esos libros que buscamos están escondidos en algún lugar de las ciudades que pateamos a la espera de que salgan a la luz y que nuestros pasos no tienen otro objetivo Y La Paz, donde se cambia papel higiénico por libros,no es el mejor lugar para las husmas librescas.

Escribe Sáenz, en su Felipe Delgado, muy al comienzo: "Una calle infestada por una turbamulta o caterva de rateros, viciosos, perdularios que reclamaban soberanía absoluta de la vía pública a título de comerciantes, aunque todo el mundo sabía que eran expertos en toda clase de artimañas, especialistas en el cuento del tío, jugadores y malentretenidos que dominaban el difícil arte de abrir candados y chapas con la sola ayuda de un alambre y que –según dictaminaba Virgilio Delgado— vivían martirizados por la duda fascinados por la incertidumbre. Pues bastaba que cayese en sus manos una cosa para volverse inmediatamente sospechosa, y cuanto más sospechosa, tanto más fascinadora, de tal manera que estos seres, cautivos de un raro embrujo, abismados en un mundo truculento, se pasaban la vida contemplativamente medrando a la sombra de pocilgas y de toldos a lo largo de la calle, traficando con peregrinos y misteriosos objetos, y se enredaban en toda clase de operaciones a cuál más complicada con las gentes que por allí pululaban a toda hora del día y de la noche para mirar, para tocar, para hurgar, para tasar, para comprar, o para vender fierros y palos, botellas rotas, cadenas y ruedas, clavos retorcidos y cosas tales como el espaldar de una silla, un perro disecado, un busto hecho pedazos, los restos de una capa, barajas por montones, cachos, ranas, un biombo, alegorías patrióticas alusiva a los sufrimientos de los veteranos de la guerra del Pacífico, un leon verde de estuco, Moises con las tablas de la ley, un zapato por acá y otro por allá, un Santiago sin caballo y con las piernas abiertas, un maniquí, un lechón al horno y una corneta, una puerta, un irrigador, libros, revistas y un mundo de cosas..." Amén.

Del Blog del autor, VIVIR DE BUENA GANA, 10/03/2012

Imagen: Retrato anónimo de Arturo Borda

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