Tuesday, November 20, 2012

K


George Steiner


Franz Kafka murió en 1924, después de haber publicado varios relatos y fragmentos. Para un círculo de amigos —Max Brod, Franz Werfel, Felix Weltsch, Gustav Janouch— fue un hecho profundamente sentido. Su tímida y acribillada ironía y la probada inocencia de su charla y modales habían edificado una imagen encantadora. Aunque, a fin de cuentas, la palabrakavka no significa nada más que grajo. Menos de veinte años después, cuando Kafka habría estado al final de la cincuentena, Auden escribiría, sin buscar la paradoja ni la perplejidad:

Si hubiera de citarse al autor que más se aproxima a nosotros con aquella misma relación que con sus contemporáneos tuvieron Dante, Shakespeare y Goethe, el primero en que se pensaría sería indudablemente Kafka.

Y desde la atalaya de su certidumbre dogmática y obra prodigiosa, Claudel pudo afirmar: «Aparte de Racine, que es para mí el escritor más grande, hay otro: Franz Kafka». Una inmensa montaña de literatura se ha levantado en torno de un hombre que durante toda su vida no publicó más que media docena de relatos y bocetos. A Franz Kafka: Eine Bibliographie, de Rudolf Hemmerle (Munich, 1958), que consigna unas 1.300 obras de crítica y exégesis, hay que añadir la valiosa lista de «Biografía y Crítica» de Franz Kafka Today (Madison, Universidad de Wisconsin, 1959) Die Kafka Literatur, de Harry Järv y la reseña de los artículos y estudios más recientes de Franz Kafka: Parable and Paradox, de Heinz Politzer. El catálogo de Järv llena cerca de 400 páginas y nos informa de que de Brasil a Japón difícilmente puede encontrarse un idioma de consistencia o cultura literaria sin sus correspondientes traducciones y comentarios de Kafka. La Unión Soviética ofrece una excepción significativa. De vuelta a la patria, procedente de la Europa occidental, Victor Nekrasov, una de las voces más maduras entre los jóvenes escritores rusos, afirmó que nada le había avergonzado más o revelado más claramente la parcialidad soviética que el hecho de no haber sabido de Kafka anteriormente. Su sólo nombre se ha convertido en un santo y seña para entrar en la casa de la educación.

Todo este tumulto de voces críticas produce cierto disgusto a algunos de sus tempranos admiradores. No miran con buenos ojos ese reparto dispar de un tesoro y un reconocimiento compartidos antes por unos cuantos. En su altivo ensayo La fama de Franz Kafka, Walter Muschg, un maestro de la retirada, lamenta: «Ni siquiera un poeta tan solitario como Kafka puede evitar la deformación de convertirse en una sombra proyectada sobre la muralla del tiempo». Gracias a la publicación póstuma que Max Brod hizo de sus tres novelas (dos de ellas incompletas), publicación llevada a cabo contra los deseos expresos del propio Kafka, los valores cabalísticos y las intimidades del arte kafkiano se han convertido en tierra de todos. Para aquellos que recuerdan la aureola reservada y extraña del hombre, la imagen actual debe de resultarles exagerada y minimizadora. La gloria arrastra consigo la tiniebla.

El mismo Kafka dio pie a los que ven en su obra un pergeño fragmentario y esencialmente privado:

Max Brod, Felix Weltsch, todos mis amigos, se apoderan de lo que he escrito y me sorprenden con un contrato editorial firmado y rubricado. No quiero causarles ningún embarazo, de modo que acaban publicándose cosas que no fueron al principio más que fragmentos privados o diversiones. Vestigios íntimos de mi fragilidad humana son impresos y hasta vendidos, porque mis amigos, y Max Brod sobre todo, están empeñados en hacer literatura de ellos, y también porque no soy bastante fuerte para destruir esos testimonios (Zeugnisse) de mi soledad.

Pero de pronto, con subversión y calificación características de su significado, añade: «Lo que he puesto aquí es, naturalmente, una exageración».

Hoy no podemos comportarnos como si el peso de Kafka estuviera respaldado sólo por sus relatos tempranos y botones de prosa expresionista. El proceso (1925), El castillo (1926), América (1927) y los cuentos publicados en 1931 han proporcionado a la imaginación moderna algunas de sus formas principales de percepción e identidad. Apelando a la terminología parabólica de Kafka, hemos de procurar que la muralla china de la crítica no aprisione la obra, que el mensajero pueda pasar por las puertas del comentario. Las intimidades prematuras y el sentido inicial de la posesión son irrecuperables. No debiera oscurecerse el hecho capital: Kafka produce una sombra tan grande y es objeto de una empresa crítica tan multitudinaria porque (y sólo porque) el laberinto de sus significados se abre, por sus esclusas secretas y difíciles, a las amplias vías de la sensibilidad moderna, a lo que en nuestra posición resulta más apremiante y de importancia. Absurdo sería negar la cualidad profundamente personal del laberinto kafkiano; aunque bajo aspectos maravillosos en su núcleo, promueve infinidad de enfoques, de procesos de penetración. Aquí radica la fuerza de lo que dijo Auden. El contraste entre la generalidad de exposición y forma clásica que advertimos en Dante y Goethe y el modo encubierto e idiosincrásico de Kafka denota el tenor de la época. Escuchamos un eco en formación en nuestro discurso modulado a la manera de código lleno de silencio y paradoja desesperada.

A menduo sus glosas políticas hechas a propósito son ingenuas; se vienen abajo cuando comienzan a distinguir entre lo partidista y lo profético. Sin embargo, con el tiempo ha resultado evidente que gran parte de su «trasrealismo» y su elusión de la realidad del enfoque, elusión paralela a su tendencia a una economía y una lógica de la alucinación, derivan de una observación precisa e irónica de las circunstancias históricas locales. Detrás de las exactitudes de pesadilla en que nos sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de Praga y el imperio austrohúngaro en decadencia. Praga, con su pasado de prácticas cabalísticas y astrológicas, con su densidad de sombras y callejuelas laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de Kafka. Poseía un agudo sentido de los recursos simbólicos acumulados y al alcance; durante el invierno de 1916-1917 vivió en la Zlatá ulička, el callejón dorado de los alquimistas del Emperador, y no hay necesidad de negar la asociación que puede establecerse entre el castillo de la colina Hradčany y el de la novela. Los fantasmas de Kafka tenían sólidas raíces locales.

Más aún, como ha argüido Georg Lukács, en las invenciones de Kafka hay retazos específicos de crítica social. Su visión radical de la esperanza es sombría; tras el avance del proletariado revolucionario advierte el medro inevitable de la tiranía y la demagogia. Pero su experiencia de las leyes y su relación profesional con los accidentes y remuneraciones industriales nutren su aguda visión de las relaciones de clase y de las realidades económicas. En última instancia, la representación gráfica de una burocracia malévola y no obstante impotente es el eje de El proceso. Con el intuitivo precedente de Bleak House de Dickens, la novela se convierte en un mito demoníaco del formulismo. El castillo es algo más que una amarga alegoría de la burocracia feudal austrohúngara; pero esa alegoría está implícita. Y como muestra Politzer, el sentido de la máquina industrial en tanto que fuerza destructora y abstractamente maligna perseguía a Kafka y encontró terrible realización en En la colonia penitenciaria. Kafka no sólo es heredero de la maestría en la distorsión figurativa propia de Dickens, sino también de su ira contra la anonimia sádica de lo oficinesco y asambleístico.

La auténtica política de Kafka, sin embargo, y su paso de lo real a lo hiperreal, se encuentran en lugar más profundo. Es, en un sentido literal, un profeta. Un caso al que el vocabulario de la crítica moderna, con su presunción profana y cautelosa, tiene difícil acceso. Pues el hecho clave al respecto es la posesión de una premonición espantosa, el hecho de haber visto hasta la meticulosidad la amalgama del horror. El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror. Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir «¡como un perro!»* es legión. Kafka profetiza la forma contemporánea de aquel desastre del humanismo occidental que Nietzsche y Kierkegaard habían contemplado como una incierta mancha negra en el horizonte.

Valiéndose de un presentimiento de las Memorias del subsuelo, de Dostoievski, Kafka dibuja la reducción del hombre al estado de sabandija atormentada. La metamorfosis de Gregorio Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero tuvieron conocimiento del cuento, había de ser el destino literal de millones de seres humanos. La palabra exacta para sabandija, Ungeziefer, es un latigazo de clarividencia; así designaban los nazis a los gaseados. En la colonia penitenciaria no sólo entrevé la tecnología de las fábricas de muerte, sino también esa paradoja especial del moderno régimen totalitario: la colaboración sutil y obscena de víctima y verdugo. Nada de cuanto se ha escrito acerca de las raíces internas del nazismo puede compararse, en lo relativo a la exactitud de percepción, con la imagen kafkiana del torturador que se introduce de manera suicida entre los engranajes del aparato de tortura.

La visión de pesadilla de Kafka puede haber derivado perfectamente de los escarnios privados y las neurosis. Pero eso no disminuye su importancia siniestra, la prueba que da de que el gran artista posee antenas que captan esencias que sobrepasan la orilla de lo presente y convierten lo oscuro en diáfano. La fantasía se convierte en hecho concreto. Algunos miembros de la familia de Kafka encontraron la muerte en los hornos crematorios; Milena y Greta B. (que pudieron haber tenido hijos de Kafka) murieron en campos de concentración.

El mundo del este y el judaísmo de la Europa central, en que el genio de Kafka se encontraba tan a sus anchas, quedo reducido a cenizas.

No menos que los profetas, que se quejaban del peso de la revelación, Kafka fue perseguido por las intimaciones específicas de lo inhumano. Observó en el hombre el nacimiento de lo bestial. Las murallas de la vieja ciudad del orden se habían erguido ominosas con la sombra de la ruina próxima. De manera críptica hizo notar a Gustav Janouch que «el marques de Sade es el verdadero santo patrón de nuestro siglo». Kafka encontró Buchenwald en el hayedo. Y al otro lado no distinguió ninguna necesaria promesa de gracia. Politzer dice de En la colonia penitenciaria:

El verdadero héroe del relato, el «aparato singular», sobrevive a pesar de su destrucción, inconquistado e inconquistable. Kafka no encontró un final para las visiones de horror que le perseguían.

O, como el mismo Kafka escribió en un aforismo redactado en 1920: «Unos niegan el infortunio señalando el sol; él niega el sol al señalar el infortunio».

Esta negación del sol está implícita en la ambigua mirada que Kafka vierte sobre la literatura y sus propios escritos. Su deficiencia evoca el motivo del Antiguo Testamento de los tartamudos afligidos por el mensaje divino, de los videntes que quieren esconderse de la presencia y arrobo de la Palabra. En 1921 habló a Brod de 

la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir en alemán, la imposibilidad de escribir de modo diferente. Se puede añadir una cuarta imposibilidad: la imposibilidad de escribir.

Esa cuarta imposibilidad era la tentación suprema. Politzer analiza con tacto magistral el intrincado juego a que recurría Kafka con su legado: «Todo esto sin excepción existe para ser quemado, y te ruego que lo hagas lo antes posible». Brod replicaría: «Permíteme decirte que no cumpliré tus deseos». Kafka nombró a Brod ejecutor de su voluntad y reiteró la súplica de que todo, salvo lo poco publicado que tenía, fuera destruido. Hasta las obras impresas quedaron ambiguamente condenadas:

si desaparecieran todas se cumplirían mis verdaderos deseos. Sólo que, dado que existen públicamente, no quiero impedir que las conserve el que quiera hacerlo.

Politzer dice que el ideal kafkiano de la perfección formal y estilística era tan riguroso que no tenía en cuenta ningún compromiso. Las novelas e historias incompletas eran imperfectas y debían perecer por ello. Sin embargo, al mismo tiempo el acto de escribir había sido para Kafka la única vía de escape de la esterilidad y anquilosamiento que sufría en su vida personal. Luchaba, en una irreconciliable paradoja, por «una libertad que no tiene palabras, una liberación de las palabras» que sólo podía alcanzar por medio de la literatura. «Existe la meta, mas no el camino», escribió; «lo que llamamos camino es la duda». En una iluminadora lectura de Josefina la cantora o El pueblo de los ratones (una de las leyendas kafkianas más profundamente veladas), Politzer muestra la equivocación de Kafka respecto del necesario silencio del artista. El narrador está desconcertado: «¿Extasía su canto o se trata del solemne silencio que envuelve su débil vocecita?».

Pero podemos ir más allá. Kafka conocía la advertencia de Kierkegaard: «Un individuo no puede ayudar ni salvar una época: sólo puede decir que está perdida». Veía la inminencia de la época inhumana y trazó los rasgos de su rostro intolerable. Pero la tentación del silencio y la creencia de que en presencia de ciertas realidades resulta el arte trivial o impertinente tenían también su peso. El mundo de Auschwitz se encuentra fuera de la palabra y fuera de la razón. Hablar de lo inefable es arriesgar la supervivencia del lenguaje en tanto que creador y portador de verdades humanas y racionales. Las palabras saturadas de mentiras y atrocidades difícilmente pueden resumir la vida. Aprensión que no tenía solamente Kafka. El miedo a la erosión del logos, a la victoria de la letra sobre el espíritu se encuentra de manera incisiva en la Carta de lord Chandas, de Hofmannsthal, y en las polémicas de Karl Kraus. El Tractatus de Wittgenstein y La muerte de Virgilio, de Broch (que, en parte, pueden ser leídos como glosas del problema de Kafka) están atravesados por la autoridad del silencio.

La cuestión del silencio está expuesta en Kafka de manera más radical. Esto le da su lugar ejemplar en la literatura moderna. ¿Debería rendirse el poeta? ¿Es todavía posible la voz literaria, que entre todas las cosas es la más humana, en un tiempo en que los hombres son forzados a escarbar o chillar sus tormentos como escarabajos y ratones? Kafka sabía que en el principio era la Palabra; y nos pregunta: ¿y en el final?

En este lugar cobra importancia su judaísmo  Muchos aspectos de ese judaísmo han sido explorados por críticos y biógrafos. Poco más podría decirse de la deuda que tenía con las tradiciones gnóstica y jasídica, de su vívido aunque caprichoso interés por el sionismo, de la inquieta nostalgia de la cohesión emocional de la comunidad judía oriental; nostalgia que le hizo decir a Janouch:

Me gustaría correr hasta los pobres judíos de la aljama, besar el borde de sus vestidos y no decir palabra. Sería completamente feliz si soportasen en silencio mi presencia.

El orgullo de Kafka y su profetica afirmación de que quien «hiere a un judío mata al Hombre» (Man schlagt den Juden und erschlágt den Menschen) son bien conocidos. Pero queda por hacer lo más difícil: la ubicación de las obras y los silencios de Kafka en el contexto de las relaciones de la sensibilidad judía con la literatura y los idiomas europeos.

El estudio de Politzer es un prólogo indispensable. Aunque insuficiente en su tratamiento de las fuentes del estilo de Kafka (Robert Walser es mencionado una sola vez), va más allá que cualquier investigación anterior señalando su escrupulosa artesanía y medios técnicos. Ninguna lectura responsable que de él se haga podrá ignorar lo que dice su autor de la factura de las novelas, de las sucesivas etapas de composición, de las costumbres kafkianas en cuanto al trabajo. Este estudio paciente e inteligente ha realzado con justicia el métier de Kafka.

Pero los juicios de Politzer carecen de constancia crítica y filosófica; no hacen hincapié en el meollo exacto. La situación lingüística de Kafka era precaria. Las condiciones de la minoría judía germanohablante que vivía en Praga agudizaban la característica sensación de soledad y complejidad laberínticas. El alemán de Kafka era chirriante para los oídos checos; a menudo se sentía culpable de no utilizar sus fuerzas intelectuales en el renacimiento de la literatura checa y la conciencia nacional, culpa que descuella durante su encuentro con Milena. Y sin embargo, al mismo tiempo, su judaísmo encaraba la creciente pujanza del nacionalismo alemán. Kafka advertía con disgusto que el alemán hablado por los estudiantes y negociantes alemanes que visitaban Praga le resultaba extraño, que era, inevitablemente «el idioma de los enemigos». El judío de clase media, por haber renunciado al medio checo y haber adoptado el idioma alemán, mantenía la esperanza de su emancipación, de reincorporarse a los valores liberales de Europa. Kafka sabía que tal esperanza era vana.

Lo esencial está más allá de las circunstancias locales. El judío europeo llegó tarde a la literatura profana, a los predios de las «mentiras verdaderas» que son la poesía y la ficción. Por todas partes no había hecho sino encontrar idiomas emancipados de perspectivas y realidades históricas extrañas a él. Las palabras verdaderas pertenecían a la herencia de la cristiandad eslava o latina, convertida en columna del poder y la estima. Donde abandonaba lo hebreo y atravesaba el Jüdisch-Deutsch para desembocar en las leguas vernáculas europeas, la sensibilidad de los judíos orientales tenía que acomodarse a las medidas de sus opresores. Los idiomas codifican inmemoriales reflejos y giros de sentimiento, remembranzas de actos que trascienden el recuerdo individual, cotas de experiencia común tan sutilmente decisiva como las cotas del cielo y la tierra en que una civilización madura. Un foráneo puede amaestrar un idioma como un jinete doma su montura; pero raramente iguala al poseído de ese movimiento indefinido y subterráneo. Schönberg desarrolló una nueva sintaxis, una convención de expresión inviolada por usos anteriores o extraños. Los escritores judíos del período romántico y los del siglo XX fueron menos radicales. Hicieron lo posible por soldar el genio de su legado y la propiedad de sus condiciones sociales e históricas con un idioma prestado.

La relación entre el escritor judío y el escritor alemán era peculiarmente tensa y problemática, como si contuviera presagios de la catástrofe última. Como dice Theodor Adorno de Heine:

La fluidez y claridad que Heine tomó del habla corriente constituyen el punto opuesto de la seguridad (Geborgenbeit) ante un idioma. Sólo el que no está familiarizado con un idioma lo utiliza como un instrumento.

En el diario de Kafka de 1911, bajo la fecha del 24 de octubre, se percibe la alienación que sentía respecto de su propio idioma:

Ayer se me ocurrió que tal vez yo no hubiera querido nunca a mi madre como se merecía, y como hubiera podido quererla, porque el idioma alemán me lo impedía. La madre judía no es una Mutter, llamarla Mutter le da un aire levemente cómico [...] para los judíos Mutter es algo netamente alemán, inconscientemente encierra, junto con el esplendor cristiano, la frialdad cristiana; la mujer judía a quien se llama Mutter no nos parece por tanto solamente cómica, sino también fuera de lugar [...]. Creo que sólo el recuerdo del gueto mantiene la instrucción de la familia judía porque también la palabra Vater está lejos de representar al padre judío.

Podemos leer el último relato de Kafka, «La construcción», como una parábola del extrañamiento, del artista afirmado en su idioma. Por mucho que anhele refugiarse en la domeñada intimidad de su arte, el constructor perseguido sabe que hay un agujero en la pared, que lo exterior está esperando para abocarse (geborgen y verborgen expresan la profunda relación lingüística entre estar a salvo en casa y estar a buen recaudo en un escondrijo). Kafka estaba dentro de la lengua alemana como un viajero en un hotel: una de sus imágenes clave. La casa de las palabras no era ciertamente la suya.

Ése era el impulso que se formaba detrás de su único estilo, detrás de la economía y desnudez fantástica de su literatura. Kafka desviste al alemán hasta los huesos de significado directo, desechando, siempre que puede, el envolvente contexto de resonancias histórica, local y metafórica. Del fondo del lenguaje, de sus depósitos de acumuladas superposiciones verbales, coge sólo lo que puede apropiarse estrictamente para su propio uso. Coloca retruécanos en lugares estratégicos, porque el retruécano, a diferencia de la metáfora, chisporrotea sólo hacia dentro, sólo hacia la estructura accidental del idioma mismo.

El lenguaje de En la colonia penitenciaria o de Un artista del hambre es milagrosamente translúcido, como si hubieran sido borradas la riqueza y matización de los precedentes históricos y literarios del alemán. Kafka pulía palabras como Spinoza pulía lentes; una luz exacta pasa por ellas sin distorsionarse. Aunque a menudo hay en el aire cierto enrarecimiento, cierta frialdad. Ciertamente, Kafka puede verse como una advertencia que se hace al genio judío de la probabilidad de que será en lo hebreo y no en la confusión de otras lenguas donde tendrá que echar raíces una literatura judía.

Lo extremo de la posición literaria de Kafka, junto con lo corto y tortuoso de su vida, hacen más notable la centralidad y estatura representativa de su acabado. Ninguna otra voz ha sido testigo más veraz de las tinieblas de nuestro tiempo. Kafka observó en 1914: «Encuentro ofensiva la letra K, casi nauseabunda, y sin embargo, la sigo utilizando, pues debe ser característica mía». En el alfabeto del sentimiento y la percepción humanos, ahora esa letra pertenece invariablemente a un solo hombre.

* En El Proceso, palabras finales de Joseph K. (N. del T.)


En Lenguaje y silencio
Traductores: Ultorio, Miguel; Fernández Aúz, Tomás y Eguíbar, Beatriz 

De Biblioteca Ignoria. 11/2012

Ilustración: José Luis Cano para la revista Laberintos (Argentina)
Segunda ilustración: Rogelio Polesello

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