Friday, July 26, 2013

En el Calvario de Guaqui


MIGUEL SANCHEZ-OSTIZ

Ayer dije que esta era otra historia. Y lo es. Después de la procesión y ceremonias de Santiago, subí al Calvario de Guaqui, más arriba del santuario de los yatiris, donde uno de ellos, metido en un cerco de piedras, oficia de intermediario entre cielos y tierra, entre Illapa (Santiago) y la Pachamama, a la vista de ese ramal del lago Titikaka, antesala de su inmensidad, y de la planicie de Tiawanaku: no es tanto un lugar como «un espacio» (Morand dixit). El camino se las traía. Una vez arriba, el crucero de piedra aparecía abrazado con ofrendas de gladiolos, y a sus pies y alrededores restos de challas y de mesas a la Pachamama: botellas de cerveza, de alcohol puro, y de “vino de indios”, hogueras, infiernillos. Un grupo familiar estaba reunido en conciliábulo con el yatiri y un matrimonio con un hijo pequeño esperaba su turno. Además, una pareja de mujeres jóvenes zascandileaba con un saco de carbón vegetal para preparar la hoguera en la que quemar una mesa a la Pachamama. Un sol abrasador y una luz que cegaba. Cuando me iba, una de las mujeres me paró en seco y me dijo que si aquella era la primera vez que iba al Calvario tenía que postrarme a los pies de la cruz y rezar porque allí arriba se subía con mucho de malo y había que bajar descargado de ello. La concurrencia se sumó a la petición con una seriedad que no me gustó nada. No me arrodillé, pero si me paré delante de la cruz y cerré los ojos, simulador, impostor y pensando en la mejor manera de salir de allí sin bronca. En esto sentí unas manos en el cogote, suaves, y a mi lado alguien empezó a rezar un padrenuestro entre castellano y aymara, con referencias a santos y divinidades diversos. Ya me dije, la salmodia, el galimatías. Cuando terminó abrí los ojos y era el yatiri –un rostro arrugado y requemado de soles debajo de un chullo de colores– que había salido del cerco de piedras donde atendía a una familia entera. Me dio la mano, pequeña y muy ruda, y me abrazó. Aquello fue muy festejado por la sacristana tocada con un sombrero que le dejaba la cara en la sombra y cubierta de cremas y que me dijo llamarse Dora. Me despidió con un beso y un abrazo y me dijo que esa noche iba a soñar con cómo lo malo se esfumaba y venía lo bueno. Lo cierto es que ya raras veces me acuerdo de los sueños que tengo, pero el de esta noche empezó bien, conversando de literatura y brindando con amigos de Cochabamba a los que voy a ver pronto, pero terminó de una manera particularmente desagradable: me encontraba por casualidad y en un aula universitaria con un escritor español al que apenas conozco, pero de cuya hostilidad me han llegado puntuales noticias, y aunque él es un hombre culto y finísimo, y cruel por gusto, nos agarrábamos a puñetazos por cuenta de la lectura de un inventario de objetos absurdos que sostenían un relato novelesco... Lo que había empezado con emoción, conversando de London y Stevenson, y de los yatiris de Guaqui, terminaba en una violencia oscura, sin sentido... En eso ha sonado el teléfono móvil, me despertado y era la sacristana preguntándome por mis sueños... pero esta es otra historia.
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De vivirdebuenagana, blog del autor. 26/07/2013

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