Tuesday, February 11, 2014

Ingenieros de almas. Cioran, Eliade y la Guardia de hierro

LUIS BARGA

En los diarios dados a conocer por la mujer de Cioran (1), el escritor rumano nos habla de su juventud como una temporada vivida en el infierno. Pero también se refiere a  esos años como los de la felicidad, las visiones místicas, el orgullo demencial y, por supuesto, el insomnio. Nadie como Cioran (1911-1995)  para hablar de aquella época de una forma tan contradictoria. Como él mismo reconoce, “me gusta contradecirme hasta la locura”. En cambio, su amigo Mircea Eliade (1907-1986) fue siempre un intelectual interesado por la religiosidad, lo que le condujo a estudiar no sólo la historia de las religiones, sino también lo que define y rodea al “homo religiosus”, como los antiguos mitos, la simbología o los ritos, algo que incluso se trasluce en las novelas que escribió.

Durante los últimos años de su vida, Cioran vivió en París y Eliade en Chicago. Entre el círculo de amistades y conocidos de Eliade se encontraba el novelista norteamericano Saúl Bellow y con el que a veces cenaba en compañía de sus respectivas mujeres. Años después, Bellow convertirá a Eliade en personaje de una novela suya (2), y nos lo describirá con su pipa entre los dientes, mientras enseña buenos modales y discursea sobre el chamanismo siberiano, o las costumbres sexuales de los aborígenes australianos.

Pero Bellow también nos habla de los antecedentes fascistas de Eliade y sus vinculaciones con la Guardia de Hierro rumana. No es ningún descubrimiento, ya que desde los años setenta del siglo anterior han aparecido algunos estudios sobre la implicación de la intelectualidad rumana con el fascismo en la época de entreguerras (3).

Si se quiere comprender cómo Cioran y Eliade pudieron adherirse a un movimiento fascista y antisemita, debemos conocer desde un punto de vista histórico, y sin ningún tipo de lentillas ideológicas, en qué consistió la Guardia de Hierro. Sólo así podemos tratar de entender una adhesión que no fue un hecho aislado entre artistas e intelectuales de aquel tiempo(4).

Mientras vivieron, Cioran y Eliade negaron siempre su vinculación con ese pasado que no había forma de que terminara de pasar. No es de extrañar. Haber formado parte, o simpatizado, con la Guardia de Hierro no era la mejor carta de presentación para unos exiliados en los ambientes intelectuales franceses o norteamericanos posteriores a la segunda guerra mundial.

Sin embargo, sólo hacía falta rescatar del polvo de las hemerotecas los viejos periódicos para leer las colaboraciones de Eliade en la prensa legionaria. O, por otras fuentes, enterarnos de su encarcelamiento en 1938 durante tres meses, dentro de la masiva represión efectuada por el entonces Jefe del Gobierno, Armando Calinescu, contra la Guardia de Hierro(5).

A diferencia de Eliade, Cioran dejó menos pistas, aunque las suficientes para considerarlo un “compañero de viaje” del movimiento legionario. No hubo en ello cálculo u oportunismo, sino más bien un carácter que, como dijo en sus diarios, sólo podía adherirse a algo  parcialmente, pues no se identificaba con nada.



La Legión del Arcángel San Miguel, el verdadero nombre de la Guardia de Hierro, ya que éste último era el del servicio de orden encargado también de las represalias contra sus enemigos y el “marxismo hebreo”, fue un movimiento religioso-militar más que político. Fundada por Corneliu Codreanu (1899-1938) en 1927, (6) la Legión se definía como una escuela espiritual que preconizaba un “hombre nuevo capaz de vencer con la fuerza del amor a la fuerza de las tinieblas”. La mayoría de sus miembros eran estudiantes y campesinos, seguidos de obreros. La juventud veía en el movimiento legionario un cauce para acabar con un mundo en descomposición e imponer nuevos valores. El mismo Eliade retrató a esta generación que simpatizaba con La legión y deseaba un cambio violento en su novela “Los jóvenes bárbaros” (7). Los campesinos, que representaban el 80% de la población, como correspondía a un país que por entonces se encontraba en vías de desarrollo y estaba poco industrializado, fueron movilizados por los legionarios apelando a los valores tradicionales. Debido a la escasa implantación de los partidos de izquierda, así como a su carácter antiburgués y anticapitalista, también consiguieron una notable influencia entre la clase obrera.

Organizada en “nidos” de doce militantes como los apóstoles, éstos tenían como fin cumplir las seis reglas legionarias: disciplina, trabajo, silencio, perfeccionamiento del propio carácter, cooperación y honor. Su carácter asistencial era otra de sus características, e incluso llegó a contar con un hospital para atender las necesidades de sus afiliados.

Pero tal vez lo más original de este movimiento era su doctrina del sacrificio, según la cual el legionario estaba autorizado a matar por la salvación de su país, aún cuando arriesgara su propia salvación cristiana. Pese a ello, no podía negarse a efectuar la acción, y tampoco rechazar sus consecuencias: el castigo terrenal formaba parte del sacrificio y, como tal, motivo de orgullo (8). Como se ve es una concepción que, salvando las distancias y los tiempos, les emparenta con el actual terrorismo suicida de los integristas islámicos, ya que la entrega suponía la muerte casi  segura del legionario. 

Dentro de esta política del “sacrificio”, Codreanu envió en 1936 a una decena de legionarios a combatir en la guerra civil española del lado de Franco contra los republicanos, en representación de los miles de voluntarios que se presentaron. Dos de ellos murieron en Majadahonda, donde existe un monumento en su memoria. La repatriación y entierro de los cadáveres reunió en Bucarest a la más grande manifestación política que se recordara en la ciudad. Por esas paradojas que tiene la historia, para los legionarios se trataba de participar en una “cruzada espiritual”. Sin embargo, el régimen de Franco fue en sus comienzos lo más parecido al de otro “Caudillo”. Nos referimos al general Antonescu, que cinco años más tarde exterminaría a los legionarios.

En esta curiosa doctrina, en la que los ritos, marchas y canciones eran fundamentales, no pocos han visto una influencia de prácticas esotéricas y en Codreanu, “El Capitán” para sus seguidores, un mero intermediario entre la sabiduría de un anciano y sus militantes. Sea cierto o no, quienes le conocieron hablan de Codreanu como de un jefe carismático.

En cuanto a su antisemitismo, la Guardia de Hierro no se diferenciaba mucho de lo que pensaba el resto de la población. El sentido mayoritario de los rumanos era xenófobo contra las minorías, en especial los judíos y griegos que controlaban la economía y formaban la espina dorsal de la escasa clase media, siendo mayoría en algunas ciudades. Además, mantenían sus costumbres y eran reacios a renunciar a sus particularidades. Por ello, casi todos los partidos políticos fueron xenófobos y antisemitas, y la mayor parte de los gobiernos rumanos de entreguerras dictaron medidas en contra de los judíos.

El movimiento de Codreanu, que no se consideraba pariente del nacional socialismo alemán o el fascismo italiano, consiguió a lo largo de los años treinta convertirse en la verdadera oposición al Rey Carol y sus gobiernos. Ayudado también por la crisis económica y la corrupción generalizada, en las elecciones de 1937 se convirtió en el tercer partido político con 66 diputados, pese a que el sistema electoral estaba amañado. Pero junto a la acción política y asistencial, los legionarios también se mancharon las manos con numerosos crímenes y agresiones contra judíos, rivales políticos y autoridades (dos jefes de Gobiernos murieron asesinados por la Guardia de Hierro). Ello motivó una terrible espiral de terrorismo y represión que condujo a la muerte de miles de personas, empezando por el mismo Codreanu, que murió estrangulado por la policía junto a varios dirigentes de su movimiento.

El final de la Legión no llegó de manos de su enemigo número uno, el rey Carol, que tuvo que exiliarse con su amante al comienzo de la segunda guerra mundial, sino del general Antonescu. El Jefe del ejército se alió con la Guardia de Hierro, una vez que se había hecho con las riendas del poder nombrado por el mismo soberano.

Era una alianza contra natura en el que el conservadurismo de Antonescu chocó enseguida con la Legión, y el General no dudó en  desembarazarse de ella con el beneplácito de los alemanes, interesados en una Rumanía estable y aliada suya en la invasión de Rusia. En 1941, Antonescu destituyó a los ministros legionarios y clausuró sus sedes. La Guardia de Hierro intentó una insurrección armada, pero el ejército se empleó a fondo y la aplastó en un baño de sangre.



Aunque siempre es complicado comprender los verdaderos motivos que mueven a las personas para decantarse hacia un lado u otro, nada como hojear un artículo escrito por Eliade y titulado “Por qué creo en la victoria del movimiento legionario”(9), para comprender las razones de su adhesión. En el artículo, Eliade nos cuenta que ve en el movimiento legionario una “revolución espiritual”. En sentido profano, para un hombre que siempre había sido contrario al intento de la Modernidad de crear una metafísica de la historia, la Legión del Arcángel San Miguel debió representar la posibilidad de un nuevo Renacimiento, y en el que el poder del espíritu se impondría frente al determinismo biológico y económico, como escribió en dicho artículo.

En cuanto a Cioran, cuyo vitalismo tenía escasa concomitancia con el tradicionalismo legionario y su religiosidad, su simpatía por la Guardia de Hierro, cómo se trasluce en un libro escrito en 1937 (10), era deudor de su desprecio hacia la democracia parlamentaria.
Una vez exiliado en París y acusado de fascista, Cioran se defendió diciendo que su simpatía juvenil por la Guardia de Hierro fue un traje más de los muchos que vistió a lo largo de su vida, pues también fue budista, escéptico, místico, sabio, rumano, francés... Por su parte, Eliade jugó la carta del equívoco, pues como señaló en su diario tras una comida con Ortega y Gasset en el Estoril de 1943, “el filósofo tiene que tener, políticamente hablando, una posición equívoca, vivir en el equívoco para que, a su muerte, sus exegetas se rompan la cabeza para explicarla” (11).

Lo consiguiera o no, tanto a uno como a otro se les puede aplicar lo que escribió Milan Kundera sobre Céline (12). Para el novelista checo, gracias a sus vagabundeos ideológicos, la obra de Céline encierra una sabiduría que si sus acusadores lo entendieran, “podría volverles adultos. Porque el poder de la cultura radica en eso: redime el horror al transubstanciarlo en sabiduría existencial”.



1) Cahiers 1957-1972.  E.M. Cioran. Prólogo de Simone Boué. Gallimard, Paris 1997. (Hay una edición española en la que se ha hecho una selección de los mismos. Tusquets. Barcelona, 2000)

2) Ravelstein. Saúl Bellow. Alfaguara. Madrid 2000 (Eliade aparece bajo el nombre de Grielescu).

3) El último acaba de aparecer el año pasado en Francia: Cioran, Eliade, Ionesco l´oublie du fascisme. Alexandra Leignel-Lavastine. Presses Universitaires de France. Paris, 2001. En español existe Cultura de derechas. Furio Jesi. Muchnik. Barcelona, 1989

4) Entre los intelectuales que militaron en la Guardia de Hierro figuraba  el filósofo Nae Ionesco, el maestro intelectual de Eliade.

5) Le penne dell´arcangelo. Intellettuali e Guardia di ferro. Claudio Mutti. Societá Editrice Barbarossa. Milano, 1994

6) La mística del ultranacionalismoHistoria de la Guardia de Hierro. Rumanía 1919-1941.Francisco Veiga.  Ediciones de la Universidad Autónoma de Barcelona . Barcelona, 1989

7) Los jóvenes bárbaros. Mircea Eliade. Pre-textos. Valencia, 1998

8) I falsi Fascismi. Mariano Ambri. Jouvence, 1980.

9) Buna vestire. Nº 244. 17 diciembre 1937

10) Schimbarea la fata a Romanei. E.M. Cioran. Vremea. Bucarest, 1937. (Este libro fue reeditado en 1990 con un prólogo del autor en que se distancia de sus “posiciones de juventud”).

11) Diario Portugués. Mircea Eliade. Kairós. Barcelona, 2002

12) Los testamentos traicionados. Milan Kundera. Tusquets. Barcelona,  1994

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Publicado en el blog de Sandra Ávila, 09/11/2010
Fotografía: Cioran por Ermeli Jung, 1996

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