Wednesday, February 12, 2014

"No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella"



ANDER IZAGIRRE

Una visita a Chernóbil y a los supervivientes
Vasili Koválchuk recibió una llamada el mediodía del 26 de abril de 1986.
Me dijeron que me presentara inmediatamente en Chernóbil. No me explicaron para qué.
Koválchuk tiene ahora 55 años, viste vaqueros, chaquetón de camuflaje y una gorra que se quita para mostrar una cicatriz que le atraviesa en diagonal la ceja derecha y le distorsiona levemente la mirada. Le eleva la ceja, le marca una especie de gesto de sorpresa permanente. Es una variación del famoso «collar de Chernóbil», el tajo que muchos ucranianos y bielorrusos llevan en la base del cuello, señal de que les han extirpado la glándula tiroides para curarles el cáncer producido por la radiación. A Koválchuk le extirparon un osteoma, un tumor óseo que le creció encima de la ceja.
Cuando el reactor número 4 de Chernóbil explotó a la 01.23 de la madrugada, Koválchuk dormía a catorce kilómetros de allí, en su aldea natal de Korogod (Ucrania, cerca de Bielorrusia). Él era un soldado soviético de veintiocho años. Aquel sábado tenía fiesta. Se despertó, desayunó y salió al campo a sembrar patatas con sus padres. Era un sábado estupendo, recuerda Koválchuk, una mañana calurosa de primavera. Tomó la azada y se puso a cavar bajo un cielo despejado y luminoso
A esas horas la central ardía. Una explosión había destruido el núcleo del reactor y había reventado el techo del edificio. El combustible nuclear y los materiales de la central, fundidos en una masa incandescente, ardían a dos mil grados de temperatura, y de esa hoguera atómica se elevaba una columna de humo de mil quinientos metros de altura. Mientras Koválchuk cavaba la tierra en camiseta de tirantes, del cielo caía una lluvia invisible y silenciosa de cesio, estroncio, yodo, plutonio, neptunio, circonio, cadmio, berilio, lantanio, rutenio y otras partículas radiactivas.
Me presenté en Chernóbil, me dieron una pala y me mandaron corriendo a llenar sacos de arena.
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Nuestras centrales atómicas son tan seguras, decían las autoridades soviéticas, que podríamos construir una en la mismísima Plaza Roja de Moscú. Durante una prueba de seguridad, en la que los encargados de Chernóbil quebraron varias normas, el reactor 4 sufrió un aumento súbito de potencia, el núcleo se sobrecalentó y en su interior se fue acumulando una nube de hidrógeno con una presión cada vez mayor. Hasta que estalló como una olla exprés.
Los reactores de Chernóbil carecían de cúpulas de contención (revestimientos de hormigón y acero para retener fugas y para protegerlos de agresiones externas). El núcleo quedó destruido, ardiendo y al aire libre. Las emanaciones radiactivas salían a la atmósfera en una gruesa columna de humo. El techo estaba construido con asfalto, contraviniendo las normas de seguridad porque es un material combustible: cuando sus pedazos volaron por los aires, envueltos en llamas, cayeron al techo del vecino reactor número 3 y encendieron varios fuegos que amenazaban con destruirlo. También existía el peligro de nuevas explosiones en el propio reactor 4: el combustible nuclear se fundía y se desparramaba como lava a mil seiscientos sesenta grados, y si ese magma se filtraba y caía a los depósitos refrigerantes de agua que se guardaban debajo del edificio, se desatarían explosiones gigantes de vapor, podrían estallar incluso los reactores vecinos, se formarían nubes y más nubes de gas radiactivo, en una hecatombe que devastaría media Europa.
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Una imagen del río Prípiat a su paso por Chernóbil.
NASA Earth Observatory.
¿Quién iba a apagar los incendios? ¿Quién se iba a meter en las aguas para abrir a mano la compuerta del depósito subterráneo y vaciarlo? ¿Quién iba a excavar un túnel por debajo del reactor para inyectar nitrógeno líquido y enfriar la hoguera atómica? ¿Quién iba a construir un sarcófago para tapar las oleadas de radiactividad? ¿Quién se iba a encargar del apocalipsis?
Los liquidadores.
Los bomberos llegaron a los pocos minutos, apartaron escombros radiactivos y pedazos de combustible nuclear a mano, treparon al tejado, apagaron los incendios exteriores en tres horas, evitaron la explosión del reactor número 3 y en los siguientes días empezaron a morir uno tras otro por las dosis agudas de radiación.
En las cercanías del reactor, el nivel de radiactividad era millones de veces superior al normal. El coronelVodolazski, instructor de los pilotos de helicópteros, voló ciento veinte veces sobre el boquete en llamas, para lanzar sacos de arena, plomo, arcilla y boro. En medio de aquella humareda ardiente, tenía que sacar la cabeza fuera de la cabina, situarse sobre el objetivo y soltar las cargas, mientras recibía olas de radiación brutales. Después de los primeros vuelos superó la dosis límite pero decidió seguir trabajando. Los pilotos se mareaban, vomitaban, apenas conseguían sacar los helicópteros de aquel horno atómico. Arrojaron cinco mil toneladas de material y tardaron diez días en apagar el incendio. Vodolazski murió y recibió el título de héroe de Rusia.
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Los reactores 3 y 4 poco después del desastre (DP).
Unos cuatrocientos reservistas, casi todos menores de treinta años, pasaron un mes excavando bajo la central, empujando vagonetas cargadas de rocas, a cincuenta grados de temperatura, bañados en radiación, abriendo un túnel en el que al final inyectaron hormigón para evitar que la central se desplomara. Otros cientos de obreros construyeron durante doscientos días el gigantesco revestimiento de hormigón con el que envolvieron el reactor reventado. En las tareas de descontaminación de los siguientes meses y años trabajaron unos seiscientos mil liquidadores traídos de toda la Unión Soviética.
Escribe Svetlana Alexiévich, en su libro Voces de Chernóbil: «Los héroes de Chernóbil tienen un monumento. Es el sarcófago que construyeron con sus propias manos y en el que encerraron la llama nuclear. Una pirámide del siglo XX».
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Vasili Koválchuk fue uno de ellos. En cuanto llegó a Chernóbil, pocas horas después de la explosión, le dieron una pala, una mascarilla y unas pastillas de yoduro potásico para proteger su tiroides.
Teníamos que llenar sacos de arena y cargarlos en los helicópteros que los iban a lanzar al reactor. Trabajábamos al aire libre y llevábamos un dosímetro para medir la radiación. Las cifras andaban entre dos y cinco milisievert por hora.
En condiciones normales una persona recibe entre uno y tres milisievert al año, por la radiación natural de la tierra y el aire. Koválchuk superaba esa dosis anual en media hora. En la Unión Europea un trabajador de una central nuclear puede recibir una radiación máxima de cincuenta milisievert al año (sin llegar a cien en cinco años). Koválchuk superaba esas dosis en un par de jornadas. Trabajó trece días en Chernóbil, desde el 26 de abril hasta el 8 de mayo. Después de cargar sacos de arena, lo destinaron a cavar zanjas para enterrar tierra radiactiva y a limpiar los vehículos y la maquinaria empleados en la liquidación del desastre.
Las autoridades enviaron robots para que desescombraran el techo de la central pero la radiación los destruía en pocos minutos. Se bloqueaban, movían sus brazos sin control, algunos de ellos se dirigieron al borde del tejado y cayeron al vacío. Los robots se suicidaban y los trabajadores ucranianos hacían chistes: «Mandan un robot americano al techo, trabaja dos minutos y se funde. Mandan un robot japonés al techo, trabaja cinco minutos y se funde. Mandan un robot soviético, trabaja diez minutos, media hora, una hora, dos horas, y entonces le dicen por la radio: soldado Popov, ya puede bajar y tomarse un descanso».
Hay imágenes espeluznantes de esos robots humanos enviados a la muerte. Se proyectan, por ejemplo, en el Museo de Chernóbil, en Kiev: hombres vestidos con casco, máscaras antigás, guantes, botas de goma y petos de plomo que pesan veinte kilos, hombres que se mueven con torpeza por el techo del reactor. Llevan una pala, con la que cargan unos pocos escombros, caminan a trancas y barrancas hasta el borde del tejado y los arrojan al vacío. Repiten la operación una y otra vez, en medio de una nube radiactiva invisible y mortal, con una lentitud angustiosa. Luchan con palas contra el átomo.
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Respiradores para niños en un colegio abandonado en Prípiat. Fotografía: Timm Suess (CC).
Eran chavales. Les prometían librarse del servicio militar. A cambio de palear escombros durante cinco minutos, se evitaban dos años en el ejército, se evitaban un destino en la guerra soviética en Afganistán. A los liquidadores de las primeras horas les prometían buenas casas, coches, dinero, diplomas, recompensas que luego quedaron en el olvido, o llegaron con cuentagotas, o demasiado tarde, cuando ya habían enfermado o muerto.
Cuando desapareció la Unión Soviética en 1991, dejé el ejército y me puse a buscar empleo en Kiev —cuenta Koválchuk—. Pero los jefes se enteraban de que había sido liquidador en Chernóbil y no me querían contratar. Pensaban que iba a enfermar, que traería problemas. Me daban trabajos sueltos como mucho. Pintaba coches durante unos días y luego nada. Tardé dos años en encontrar un puesto, de conductor municipal de autobuses.
Entonces apareció el osteoma: un tumor óseo que le extirparon de la ceja en dos operaciones. Desde entonces sufre dolores de cabeza diarios. Y aparecieron la pancreatitis, la gastritis, las enfermedades digestivas crónicas. A los cuarenta años lo reconocieron como uno de los afectados por la radiación, lo jubilaron y le dieron una pensión de invalidez que ahora es de doscientos veinte euros mensuales (el sueldo medio ucraniano ronda los trescientos) y algunos descuentos en las facturas de agua y electricidad.
Vasili Koválchuk, liquidador de Chernóbil. Foto Ander Izaguirre.
Vasili Koválchuk, liquidador de Chernóbil. Foto: Ander Izagirre.
Nadie sabe cuántos murieron o cuántos van a morir. Se registraron treinta y un fallecimientos inmediatos: operarios de la central, bomberos y liquidadores que recibieron dosis letales de radiación en los primeros días. A partir de ahí, la cifra de muertos por la catástrofe es solo una estimación. Según un informe conjunto de ocho agencias de las Naciones Unidas, las muertes atribuibles a Chernóbil en el presente y el futuro podrían llegar a cuatro mil. También dice que entre los cinco millones de personas que residen en zonas afectadas por la nube radiactiva, los casos de cáncer aumentarán menos de un 1 % en las próximas décadas, lo que supone unas decenas de miles de enfermos. Según la revista científica International Journal of Cancer, ese aumento del cáncer debido a Chernóbil podría rondar los cuarenta y un mil casos. Son estimaciones.
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Ahora el reactor número 4 de Chernóbil parece un templo mesopotámico en versión futurista. Es una rotunda mole de hormigón, cuyos volúmenes se estrechan como gradas hacia lo alto, reforzada por contrafuertes en las esquinas. Remata el conjunto una altísima chimenea, sostenida por una jaula de andamios y anillos. En su interior aún late un magma terrorífico: el 95 % del combustible nuclear permanece dentro del reactor, fundido con la arena y el plomo que le lanzaron, con el metal y el hormigón del edificio. Son ochenta toneladas de combustible nuclear y setenta mil toneladas de otras sustancias muy contaminantes, una especie de lava extremadamente densa, caliente, corrosiva y radiactiva, que seguirá latiendo durante siglos y con la que nadie sabe qué hacer.
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En el fondo, el sarcófago del reactor número 4 de Chernóbil. Timm Suess (CC).
Como el sarcófago tiene grietas y escapes, a pocos metros están levantando una nueva cubierta. Es de acero y hormigón, mide ciento cinco metros de alto, ciento cincuenta de largo y doscientos sesenta de ancho. Cuando la terminen, a finales de 2015, la trasladarán sobre raíles y la colocarán sobre el reactor. Este es el único plan para los siguientes siglos. En febrero de 2013 se desplomó parte del tejado del edificio de las turbinas, quizá afectado por la corrosión, hubo una fuga radiactiva y los doscientos veinticinco operarios que en ese momento trabajaban en el nuevo sarcófago fueron evacuados con urgencia. Los ingenieros alertan del riesgo de colapso y apremian para que las obras se completen cuanto antes.
Si el reactor número 4 es una especie de sagrario atómico, que guarda ese magma palpitante, alrededor se extienden otros monumentos colosales de la era nuclear. Las llanuras del río Prípiat parecen el campo funerario de alguna civilización olvidada y terrible, con los cuatro reactores paralizados, con otros dos que nunca arrancaron, con las gigantescas chimeneas cónicas de refrigeración, las torres eléctricas, las redes de tuberías, las grúas, los canales, los estanques, los pabellones descalabrados. Todo está en silencio. Solo se oyen las crepitaciones del contador Geiger de radiactividad, como granos de sal en el fuego.
A cien metros del reactor 4, los chasquidos del contador se aceleran y se agudizan con histeria. Las cifras de la pantalla escalan a toda velocidad. La radiación es cien veces superior a la normal pero aun así solo alcanza los 0,001 o 0,002 milisievert por hora, un nivel que permite estancias limitadas sin que la acumulación sea relevante. Gracias al trabajo de los liquidadores —que construyeron el sarcófago, que excavaron la tierra alrededor de la central para enterrarla en fosas profundas cubiertas de hormigón, que echaron tierra nueva y asfalto nuevo—, ya no es tan peligroso acercarse. Cientos de obreros ucranianos trabajan ahora allí mismo, en bloques de quince días, construyendo el nuevo sarcófago, pagado con donaciones internacionales.
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Andamios en torno al sarcófago del reactor número 4 de Chernóbil. Fotografía: Timm Suess (CC).
Los obreros trabajan con dosímetros y saben cuáles son los puntos calientes, los lugares donde hay más radiación. Algunos se van allí unos minutos, hasta que superan la dosis máxima, y luego se presentan ante los inspectores. Así se libran de seguir trabajando –dice Natalia, que prefiere ocultar su nombre verdadero, trabajadora de veintiséis años en el comedor de los obreros en Chernóbil—. Ellos ganan seiscientos euros, que es mucho dinero en Ucrania. Los ingenieros son europeos y ganan miles y miles de euros. Yo gano ciento cincuenta. Atiendo el comedor, sirvo mesas, las recojo, limpio, friego, corto doscientas barras de pan diarias –se ríe y enseña los bíceps—, trabajo diez horas, doce horas, y solo cobro diez euros diarios. También estoy obligada a trabajar quince días y marcharme quince días, en los que no cobro. También llevo dosímetro. Solemos pasarnos un poco del límite máximo permitido para dos semanas, pero al final de la primera semana los jefes del comedor nos obligan a poner los dosímetros a cero y así no tienen que cambiarnos. A mí no me importa. Yo necesito el dinero y aquí la radiación no es para tanto, la controlamos, y seguro que es peor para la salud trabajar en muchas fábricas o respirar la contaminación en el centro de Kiev.
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La Zona de Exclusión de Chernóbil abarca un radio de treinta kilómetros alrededor de la central. Está delimitada por dos barreras de control: una a treinta kilómetros y otra a diez, donde los policías revisan los permisos de las personas que entran y miden la radiactividad de las que salen. La carretera avanza por rectas desiertas, atravesando bosques de pinos y abedules, entre los que se ven algunas casas y granjas en ruinas. Tras la catástrofe quedaron setenta y seis pueblos abandonados. Muchos de ellos fueron triturados y enterrados: en medio del bosque se aprecian algunos túmulos, en los que clavaron señales con el icono de la radiactividad, para indicar que en el subsuelo hay materiales peligrosos.
A bordo del coche, el guía Serguéi Markov recita una serie de advertencias.
Vestir ropa de manga larga, no tocar el suelo, no comer nada al aire libre, no beber agua de los ríos de la zona, no llevarse ningún objeto…
Se interrumpe para señalar unas casas que apenas se entrevén en el bosque.
Ahí vive una señora de ochenta años. Esto era el pueblo de Zalissia, de unos tres mil habitantes, y ella era profesora aquí. En teoría no está permitido, pero hay unas doscientas personas viviendo en la zona de exclusión. Casi todos son ancianos. Cultivan la tierra. Salen de vez en cuando a hacer compras. La radiactividad es superior a la normal pero a esas edades ya no importa mucho, para ellos es peor vivir desterrados. Hay un instinto fuerte que te hace volver a tu pueblo, a pasar tus últimos días en tu casa, en tu tierra.
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Una de las barreras para acceder a la zona de exclusión. Fotografía: Timm Suess (CC).
Los evacuados cuentan historias de una mujer que volvió a la zona prohibida para visitar la tumba de su madre y pedirle perdón por abandonarla allí. De familias que antes de marcharse escribieron sus nombres en las puertas de sus casas, en las paredes, un último testimonio de su vida. De la abuela que esparció grano para los pájaros, dejó comida para el perro y el gato, y acarició a los manzanos y les habló de uno en uno. Del abuelo que se quitó el gorro y agachó la cabeza cuando se fueron. Del hombre que volvió para robar la puerta de su propia casa, porque en ella estaban las muescas que iban marcando la altura de los niños, según iban creciendo, y las muescas de cuando él era niño, y porque sacaban la puerta para acostar sobre ella a los difuntos de la familia para velarlos, porque allí veló a su padre, y se llevó aquella puerta radiactiva porque en ella estaba escrita su vida.
En el pueblo de Chernóbil, a quince kilómetros de la central, viven ahora alrededor de tres mil trabajadores por turnos. Son los operarios que construyen el nuevo sarcófago y los técnicos que desmantelan los otros tres reactores, que aún funcionaron unos años después de la catástrofe, para seguir dando energía a Ucrania, hasta que apagaron el último en el año 2000. Los desenchufaron pero es necesario vigilarlos durante medio siglo más, hasta que se termine la extracción del combustible, el almacenamiento seguro de los restos, la descontaminación y el desmontaje de las plantas. En Chernóbil viven también obreros de la fábrica de hormigón, científicos de los laboratorios, operarios que mantienen las carreteras y las infraestructuras, mecánicos, bomberos, guardabosques. Ocupan antiguos bloques de viviendas, adaptados como alojamientos, comedores, tiendas, cantinas, clubes. Es un pueblo tranquilo, aburrido, de apariencia normal, salvo por un modesto parque de la memoria con los nombres de los pueblos abandonados, salvo por las estatuas, los murales, el monumento construido por los bomberos en honor de sus colegas, los mártires de Chernóbil. El nivel de radiación es un poco más alto de lo normal. Uno de los pocos sitios en los que el contador Geiger acelera sus crepitaciones es en una pequeña exposición al aire libre de máquinas y robots: se utilizaron en los días posteriores a la catástrofe y aún acumulan bastante radiación.
El yodo 131, el que se aloja en la tiroides, se desintegra en cuestión de días —explica Markov—. El estroncio 90 y el cesio 137 tardan unas décadas en desaparecer, pronto dejarán de ser un problema grave en esta zona. Lo peor es el plutonio 239: necesita veinticuatro mil años para semidesintegrarse (para que se desintegren la mitad de sus átomos).
En función de los vientos que soplaron aquellos días, dentro de la zona de exclusión hay territorios bastante limpios y territorios que serán inhabitables durante milenios.
—Los habitantes de Prípiat tuvieron suerte con los vientos —dice Márkov.
Prípiat es la famosa ciudad fantasma, la ciudad inaugurada en 1970 para acoger a los trabajadores de la central de Chernóbil, ciudad moderna, ciudad modelo, ciudad orgullo. Los urbanistas soviéticos diseñaron una trama de avenidas abiertas y vistas despejadas, con bloques de viviendas espaciados entre parques, plazas, paseos fluviales. La ciudad contaba con los centros comerciales mejor surtidos, con polideportivos bien equipados, con teatros y salas de conciertos. La avenida de Lenin, la avenida de los Entusiastas, la avenida de los Constructores, la avenida de la Amistad entre los Pueblos, la avenida de Kurchátov, el gran físico nuclear soviético. Prípiat encarnaba el esplendor del átomo pacífico. Acogió a los trabajadores de la poderosa central nuclear de Chernóbil, con sus cuatro reactores en marcha y otros dos en construcción. Sus habitantes eran parejas jóvenes. Nacían muchos niños. La ciudad pronto alcanzó cuarenta y nueve mil habitantes, con una media de veintiséis años. Y a los dieciséis años de su fundación, quedó abandonada para siempre.
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Restos del palacio de cultura de Prípiat. Fotografía: Timm Suess (CC).
El reactor explotó y los habitantes de Prípiat, a tres kilómetros, no recibieron ningún aviso durante todo el 26 de abril. Una nube radiactiva se extendía por la zona, los niveles de contaminación se disparaban, y durante aquel sábado las familias pasearon por la ciudad, los niños jugaron en los parques, los pescadores capturaron piezas en el río. Muchos vecinos hablaron de un extraño sabor metálico en el paladar. Algunos sintieron dolores de cabeza fuertes, ataques de tos, vómitos, diarreas. Al acabar el día, había cincuenta y dos personas ingresadas en los hospitales con niveles altos de radiación. Por la noche, las familias se asomaron a los balcones para ver el espectáculo.
Vivíamos en un noveno piso, con unas vistas magníficas. La central nuclear estaba a unos tres kilómetros en línea recta y emitía unos fulgores de color frambuesa brillante —le explicó Nadezhda Vigóvskaya a la periodista Alexiévich—. El reactor parecía iluminarse desde dentro. Una luz extraordinaria. No era un incendio cualquiera, sino una luz fulgurante, un resplandor muy hermoso. La gente sacaba a los niños, los levantaba en brazos, les decían «mira, recuerda esto». Y eran personas que trabajaban en el reactor: ingenieros, obreros, físicos, envueltos en aquel polvo, charlando, respirando, disfrutando del espectáculo. No sabíamos que la muerte podía ser tan bella.
Los habitantes de Prípiat tuvieron suerte con los vientos —dice Markov, mientras el coche entra a la ciudad por la avenida de Lenin, ahora un desfiladero entre bloques de viviendas abandonados, cubierto por chopos y arbustos, en el que mantienen despejado un estrecho carril de asfalto para circular entre la vegetación—. En las horas posteriores a la explosión soplaron dos corrientes principales, dos chorros de viento mortal, y Prípiat quedó justo en medio de ambos.
La orden de evacuación se emitió el mediodía del 27 de abril por la radio y los altavoces de la ciudad. Una voz de mujer, muy pausada y muy firme, una voz que parecía robótica, leyó un texto: «Atención, atención. Atención, atención. Atención, atención. Queridos camaradas». Había ocurrido un accidente en la central de Chernóbil, los dirigentes del Partido Comunista estaban ya tomando medidas para solucionarlo, pero por seguridad todos los habitantes debían abandonar Prípiat a partir de las dos de la tarde. Un autobús recogería a los vecinos de cada bloque de viviendas y los trasladaría a otros pueblos de la zona. Debían llevarse la documentación, el dinero y algo de comida. Nada más. Regresarían al cabo de tres días, cuando el accidente estuviera ya solucionado.
Evacuaron a cincuenta mil personas en tres horas. A las cinco de la tarde ya no quedaba nadie en Prípiat. Y nadie regresó jamás.
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Una barbería en Prípiat. Fotografía: Timm Suess (CC).
Veintiocho años después, entre los edificios abandonados crece un bosque de abedules, pinos, chopos, avellanos y manzanos; los zarzales cubren las plazas; los zorros, los jabalíes y las liebres pasean de vez en cuando por las avenidas. Se puede caminar por las calles desiertas sin escuchar nada más que la brisa, el chirrido de una puerta, algún eco metálico. En los bloques de doce o quince pisos, coronados por enormes escudos soviéticos, las ventanas ya no tienen cristales y se abren al cielo como muecas de espanto. Allá dentro deben de quedar los pocos electrodomésticos que los saqueadores no se llevaron en los años siguientes, deben de quedar muebles, zapatos, cepillos de dientes, libros, fotografías de sus antiguos habitantes, incluso los huesos de los gatos, los pájaros, los perros que dejaron dentro con un poco de agua y comida, porque se suponía que todos iban a volver al cabo de tres días.
Los portales están cubiertos de zarzas y hace poco prohibieron entrar a los edificios porque algunos empiezan a derrumbarse. En el supermercado de la plaza central se ven los carros de la compra, desperdigados entre estanterías podridas y carteles que anuncian los pasillos de verduras, quesos o productos de limpieza. En los bastidores del teatro quedan cartelones de las juventudes comunistas, planos del patio de butacas y grandes retratos de líderes soviéticos. La famosa noria oxidada y los autos de choque siguen esperando a su inauguración, que estaba prevista para el 1 de mayo de 1986, cinco días después de la catástrofe.
Eso es lo que hace única a Prípiat: no se trata de una ciudad en ruinas, destruida por un terremoto, una guerra o una erupción, sino de una ciudad entera, intacta, en la que cincuenta mil personas se movían con normalidad durante una mañana y que quedó vacía esa misma tarde. Como pasa con los arrecifes de coral, Prípiat es la estructura mineral segregada por unos organismos que ya desaparecieron. Es la única ciudad comunista que permanece petrificada. En la fachada de una casa aún se lee una frase del himno soviético: «Partido de Lenin, poder del pueblo, condúcenos al triunfo del comunismo». Prípiat es el fósil de una sociedad repentinamente extinguida.
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Yo no soporto Prípiat —dice Svieta Volochái, treinta y nueve años, profesora en la escuela de Orane, el pueblo más cercano a la zona de exclusión de Chernóbil, el primero que las autoridades decidieron no destruir—. Visité la zona en 2001 y me puse muy triste, la impresión me dolió mucho tiempo. Yo no había vuelto desde la catástrofe. Y no pienso volver jamás. Si ponen alguna noticia sobre Chernóbil en la tele, cambio de canal. No puedo aguantarlo.
Volochái es una mujer jovial, enérgica, bromista. Pero al hablar de Prípiat y Chernóbil se emociona y se tapa la cara con las manos. Es una de las monitoras que acompaña a los grupos de niños y niñas que viajan todos los veranos al País Vasco, para descansar unos meses, reforzar las defensas y someterse a revisiones y tratamientos. Ella misma fue una niña evacuada en los primeros meses tras la catástrofe. Ella misma, como el liquidador Koválchuk, estaba sembrando patatas con su familia aquella mañana del 26 de abril de 1986, con trece años.
Recuerdo que de pronto vimos mucho tráfico, muchos coches yendo y viniendo, y que los niños cogimos las bicis y nos acercamos a la carretera para verlos pasar. Íbamos en traje de baño porque hacía mucho calor. Más tarde aparecieron columnas de vehículos militares. Pasaban camiones de caja abierta, llevaban soldados vestidos con buzos, con respiradores, con guantes, parecían extraterrestres, y nosotros les mirábamos pasar, desde nuestras bicis, en traje de baño. No recibimos ningún aviso.
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Un hotel en Prípiat. Fotografía: Timm Suess (CC).
Fuera de Prípiat, las autoridades soviéticas ocultaron el desastre. La primera alarma saltó dos días más tarde en Suecia, a mil cien kilómetros de Chernóbil, cuando los técnicos de una central nuclear detectaron niveles altos de radiación. Descartaron que se tratara de un problema propio y dedujeron que una nube radiactiva venía del oeste de la Unión Soviética. Se estaba extendiendo por toda Europa. El 29 de abril, tres días después de la explosión, la prensa internacional empezó a dar noticias y los medios soviéticos se vieron obligados a publicar algo. Ese día, en la portada del diario Ucrania Soviética, apareció la foto de una carrera ciclista y justo encima una nota minúscula con las siguientes explicaciones: ha ocurrido un accidente en la central nuclear de Chernóbil, un reactor está afectado, ya se toman medidas para eliminar las consecuencias, las víctimas reciben asistencia, se ha organizado un comité gubernamental. Eso fue todo. Ninguna alerta a los ciudadanos sobre los peligros de la radiación, ningún consejo para protegerse, ninguna medida sanitaria como el reparto de pastillas de yodo.
El Primero de Mayo era la gran fiesta de la Unión Soviética, en Kiev se celebraba un desfile masivo, solo faltaban unos días y las autoridades no querían pánico, no querían estropearlo —dice Volochái—. Al tercer o cuarto día los profesores del colegio empezaron a decirnos que lleváramos ropa larga, que no jugáramos en la calle, que nos quedáramos en casa con las puertas y las ventanas cerradas. Solo nos llegaban rumores, era todo muy confuso y muy inquietante.
La falta de información hizo que miles de personas se expusieran a la radiactividad. La prensa del régimen solo publicaba reportajes épicos. «Chernóbil, tierra de héroes». «El reactor ha sido derrotado». «Y sin embargo, la vida sigue». A los cuatro días de la explosión, los liquidadores recibieron la orden de colocar una bandera soviética en el techo del reactor número 4, al estilo de la que plantaron en el Reichstag de Berlín en 1945. La radiación la deshacía al cabo de unas jornadas y volvían a colocar otra. También recibieron órdenes para limpiar un edifico público de Chernóbil en el que al día siguiente iban a celebrar una boda, con docenas de invitados, para que los periodistas la retrataran y la publicaran como signo de normalidad.
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Una piscina abandonada en Prípiat. Fotografía: Timm Suess (CC).
Fue la historia de un crimen —le dijo años después Vasili Nesterenko, antiguo director del Instituto de Energía Nuclear de Bielorrusia, a la periodista Alexiévich—. Sobre nuestra tierra caían toneladas de cesio, plutonio, yodo, cadmio, todo tipo de radionúclidos. Se debía hablar de física y en cambio hablaban de enemigos, de manipulaciones occidentales, de traiciones a la patria. Gorbachov llamó a las autoridades bielorrusas para que nadie sembrara el pánico. Los científicos proponíamos medidas, verter yodo en los embalses, repartir dosímetros, trazar mapas de las tierras contaminadas, organizar evacuaciones. Pero las autoridades locales tenían más miedo a la ira de sus superiores que a la radiación. Todo el mundo esperaba una llamada de teléfono, una orden, pero nadie hacía nada por su cuenta, en el régimen soviético se temía la responsabilidad personal. Fue una combinación letal de ignorancia y corporativismo. Yo hacía llamadas a todas las instancias, enviaba cartas, documentos, mapas. Entonces me amenazaron. Me telefonearon para decirme que dejara de crear histeria. Vinieron al instituto y nos confiscaron los aparatos de control radiactivo. Nos acusaron de hacer propaganda antisoviética, nos amedrentaron. Podían colgarnos por traidores. Las autoridades sí que tomaban yodo, venían a hacerse revisiones y todos tenían la tiroides limpia. Y disponían de trajes de protección y mascarillas, precisamente el material que se negaban a repartir entre la población para no sembrar el pánico. Lo mantuvieron todo tranquilo, así que les llegó una felicitación de Moscú: «¡Buena gente, los hermanos bielorrusos!». ¿Cuántas vidas costó esa alabanza? El cáncer de tiroides se multiplicó entre los niños bielorrusos, ahora tienen problemas de desarrollo, lesiones congénitas de corazón, de riñón, diabetes infantil. ¿Sabe lo que es ver a siete niñas calvas en la misma habitación del hospital, todas con una mirada tristísima? Nadie ha respondido por aquello. Estuve en la estación de Kiev, durante la evacuación, viendo los trenes que se llevaban a miles de niños espantados, a sus padres y sus madres llorando.
Svieta Volochái viajó en uno de esos trenes.
De repente, un mes después de la catástrofe, nos mandaron a todos los niños de Orane a varios hospitales de Kiev. Los padres no sabían ni dónde estábamos y recorrían los centros para buscarnos. Unos días más tarde, ya en junio, nos metieron en trenes y nos mandaron a Odesa, a la orilla del mar Negro, a pasar una temporada fuera de peligro.
Aquellos convoyes de niños de Chernóbil inquietaban a los ucranianos. En las estaciones donde descansaban, en los comedores donde los alimentaban, los niños veían la aprensión de la gente y escuchaban comentarios: después de su paso, tendrían que hervir todos los utensilios y desinfectar los suelos, decían los camareros, los limpiadores, los operarios del ferrocarril. Algunos vecinos de Odesa lanzaron piedras a los campamentos playeros en los que instalaron a los niños de Chernóbil y protestaron para que se los llevaran a otro sitio.
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El patio de un colegio en Prípiat. Fotografía: Tim Suess (CC).
—Entre los niños también circulaban rumores —recuerda Volochái, que en el viaje se encargó de cuidar a su hermana pequeña Elena, de cuatro años—. Nadie sabía bien lo que nos pasaba. Pero se decía que solo íbamos a vivir dos años más. Entonces yo pensaba en los ahorros de mi madre: se había pasado la vida trabajando en el campo, siempre fue muy austera, lo guardaba todo, nunca nos dio ni una moneda de más. Después de pasar tres meses en Odesa, volvimos a Orane y le dije a mi madre que íbamos a morir antes de dos años, y que por tanto debíamos gastarnos todo el dinero en comprar buena comida, buena ropa, en viajar, en vivir a todo lujo. Mi madre se negó. Y mira, no hubiera sido mala idea —sonríe—, porque unos años después, cuando se disolvió la Unión Soviética, hubo una quiebra y los ahorros de mi madre desaparecieron.
Ahora Volochái es profesora en Orane, en el límite de la zona de exclusión. Adoptó a una niña de la comarca y se hace cargo de otros muchos jóvenes con problemas. Los niños de Chernóbil sufren trastornos de salud, los ecos de la radiación, pero también sufren las heridas de una sociedad arrasada. Unas doscientas mil personas fueron obligatoriamente desplazadas. Cientos de familias abandonaron sus pueblos, enterraron su vida anterior y tuvieron que buscarse una nueva.
—Ya no tenemos tanto cáncer —dice Svieta—. Pero hay cosas peores que la radiación: toda una comarca muerta, el éxodo, la pobreza, la falta de perspectivas. La gente sufre depresión, tristeza, estrés, nervios. Cómo se mide eso. Cómo mides la desesperanza: los jóvenes quieren emigrar de aquí, es una tierra triste y sin futuro. Empiezan a beber muy pronto. Los padres beben, las madres beben, muchos niños están medio abandonados, muy descuidados, lo veo en el colegio. Y hay mucha violencia entre cuatro paredes.
Svieta suspira.
Tenemos un pequeño Chernóbil en cada casa.
*
Éramos soviéticos —dice el liquidador Koválchuk—. No éramos individualistas, lo importante era trabajar para la comunidad y por eso obedecíamos las órdenes del partido. Así se hacían las cosas. Si teníamos que ir a apagar Chernóbil, íbamos a apagar Chernóbil. Lo importante era cumplir con el deber, incluso arriesgando la vida. En la Unión Soviética yo sabía cuál era mi trabajo, todo estaba organizado, yo sabía qué debía hacer, cuáles eran las normas y las recompensas. Ahora las normas cambian cada mes. Y cada uno se busca la vida por su cuenta. Es un desastre.
10
Carteles y objetos en el palacio de cultura de Prípiat. Timm Suess
«Chernóbil fue la catástrofe de la mentalidad soviética», escribió el historiador Alexander Revalski. La mentalidad en la que «preocuparse por uno mismo era egoísta: siempre decíamos “nosotros”, nunca “yo”». Lo importante era la causa común, sacrificarse por el colectivo, obedeciendo a las autoridades que lo organizaban todo. La mentalidad de la hazaña, del asalto a pecho descubierto, del desprecio al peligro. En una fábrica ucraniana se reían de los ingenieros alemanes que después de la catástrofe medían la radiación de la sopa, no salían a la calle y exigían dosímetros y médicos. Se reían de esos escrúpulos occidentales. Los soviéticos eran hombres de verdad, que subían al techo del reactor sin miedo, a luchar contra el átomo con unos guantes y una pala. «Nos educaron para ser… soldados. Todos soldados. Nos educaron en aquella peculiar religión soviética, que pretendía reformar al ser humano y transformar el mundo». Conduciremos a la humanidad con mano de hierro hasta la felicidad, decía un cartel en la entrada del campo de concentración de Solovkí, primera semilla del Gulag.
Teníamos una visión infantil del mundo —le dijo Guenadi Grushevói, presidente de la Fundación para los Niños de Chernóbil, a la periodista Alexiévich—. El socialismo soviético era una mezcla de prisión y jardín de infancia. Entregábamos el alma al Estado, le entregábamos la conciencia, el corazón, la responsabilidad, la iniciativa y a cambio recibíamos una ración. Así vivíamos. Hasta que recibimos la ración de Chernóbil. Nos dejaron expuestos, intentaron ocultarlo todo para que no dudáramos de su autoridad, y entonces tuvimos que preocuparnos por nosotros mismos, por nuestra familia, tuvimos que tomar decisiones por nuestra cuenta. Ya no nos fiábamos. Por eso la catástrofe fue una gran transformación para nuestro espíritu, para nuestra cultura, para nuestra mentalidad. Ahora la gente cuestiona las cosas. Yo creo que Chernóbil nos enseñó a ser libres. Pero todavía no sabemos bien quiénes somos.
El liquidador Vasili Koválchuk regresó a Prípiat en agosto de 1986, de manera clandestina, caminando por los senderos del bosque. Recuperó su coche y se lo llevó a Brovary, la ciudad en la que reubicaron a los militares de la zona de exclusión. Limpió el coche lo mejor que pudo pero, cuando le arrimaba un contador Geiger, seguía pitando.
Lo utilicé para trabajar de taxista. Era un taxi radiactivo, sí. Pero lo necesitaba para vivir.
Luego hizo el último intento para asomarse, al menos un instante, a su vida anterior.
Durante una temporada llevé a grupos de turistas a visitar Chernóbil. Una vez, mientras el grupo comía, me acerqué a Korogod. Quería ver mi pueblo natal. Caminé por el bosque pero no pude llegar. Estaba todo devorado por la maleza.
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De JOTDOWN
Fotografías: Timm Suess y Ander Izagirre

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