Tuesday, March 17, 2015

La sátira

 Patricio Fernández

Todavía no se enfriaban los cuerpos de los caricaturistas y periodistas asesinados en París por reírse de Mahoma, cuando en distintas partes del mundo hubo quienes comenzaron a especular sobre los límites del humor. Tras explicar que este crimen los horroriza y conmueve, estos ponderados apelaron a la necesidad de respeto, a la responsabilidad, a la sensatez. Rodrigo Hinzpeter, nuestro ex ministro del Interior, escribió una columna en la que llama a usar la libertad de expresión “con delicadeza”. “Creo resueltamente que en ella no hay espacio para la burla insultante, el desafío molesto, el fanfarroneo irritante o el abuso necio”, declaró. Pero la sátira no busca la delicadeza. Esa se la deja a los artistas. La sátira es escandalosa por excelencia. Odia pasar desapercibida, pone el dedo en la llaga no para sanarla, sino para sacar gritos. La cura se la deja a los doctores; lo suyo es escarbar la herida. No respeta religiones ni filosofías, sino muy por el contrario, son su enemigo predilecto. La razón es simple: la sátira odia lo sagrado. Eso que se cree intocable es lo que más la provoca. El abogado Joaquín García Huidobro comparó los excesos de las caricaturas de Charlie Hebdo con un “turista que se acerca en exceso a un cocodrilo”. Y tiene razón, basta que alguien le hable de límites, para que saque a relucir una mueca feroz. Su misión es justamente transgredirlos, o al menos cuestionarlos. No siempre es de buen gusto. No pretende ser admirable. En el mainstream se aburre, se adormece. Desprecia a los santones. “¿He de respetarte, Sexto, a ti que te contoneas?…¿En qué soy yo peor que tú?”, escribió Juvenal (siglo I), padre de la Sátira. En último término, no se respeta ni a sí misma. Lo suyo no es el respeto. ¿Es acaso capaz una comunidad de resistirla? Por siglos, Francia ha creído que sí. Ha hecho incluso radicar allí parte de su orgullo. Breton aseguraba que el surrealismo terminó cuando dejó de escandalizar. La Ilustración entera fue un escándalo. No es osado leerla como una gran sátira a las convenciones de la época… las creencias sometidas a la razón. No es el amor al hombre lo que mueve a la sátira, sino una parte de ese espíritu muy consciente de su imperfección. Allí donde alguien cree conocer la respuesta definitiva, asoma para ridiculizar nuestras ambiciones desmedidas. Los mejores tiempos de la humanidad, los más pacíficos, los más amables, no han sido precisamente aquellos en que ha gobernado la fe. Cuando hemos pretendido el paraíso, la realidad ha sido infernal. Diablo, dice la Biblia, fue ese que quiso ser Dios. Solo porque lo prefiero, quisiera decir que siempre apunta a los poderosos, pero eso ya sería pedirle respeto. Hasta al mejor de los humildes puede caerle encima. Lo políticamente correcto le resulta insoportable, y ella a lo políticamente correcto. Como todo gran descubrimiento, como toda creación memorable. Como Galileo cuando dijo que la Tierra no era el centro del universo. Si la muerte pende sobre la sátira, es la razón humana la amenazada. ¿Qué pensamientos, ministro, debiéramos callar? Para castigar al que ofende mintiendo, está la figura de la calumnia. ¿Debiéramos también prohibir ofender diciendo la verdad? No es pacífico quien le exige al otro que no lo moleste. ¡Tarde o temprano el otro molesta! Pacífico es el que sabe convivir con lo que le desagrada. No vive en paz una comunidad en la que se teme a la furia del vecino. Si este atentado en Francia, cuna de racionalistas, deriva en una discusión sobre los límites de lo expresable, los terroristas habrán vencido. El miedo habrá doblegado al juicio. Y la sátira deberá pasar a la clandestinidad.

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De THE CLINIC, 15/01/2015

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