Wednesday, October 28, 2015

ANTESALA/nueve óbolos en la poesía de ruth ana lópez calderón


GARY ANTON MOSTAJO TROCHE

Caronte, no te irrites:
así se quiere allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.

 (Dante Alighieri, La divina comedia. Canto III,  vv. 94 – 96)


[uno]
thánatos
La muerte, espacio manifiesto del misterio. El lugar sin lugar. Su topografía –si la tiene– se muestra edificada sobre lo incomprensible, pero sus horizontes no nos parecen del todo desconocidos: paradójica naturaleza de habitar la vida desde sus orígenes y seguir la huella de todo existente, hasta que cada surco dejado sobre la tierra sea suyo. La percibimos con una inmediatez abrumadora. Detestamos su solemne puntualidad, sus continuos toqueteos, la evidencia de su estampa sombría, sus palabras funestas de epitafio retumbando una y otra vez en los oídos de la memoria. La muerte siniestra se reconoce en nosotros, nos violenta a esperarla y ser testigos de su paradójica presencia ausente. La muerte en la cual cada hombre y mujer se espera a sí mismo.
[dos]
el cuerpo sufriente
Sufrir. (Del lat. sufferre) tr. Sentir físicamente un daño, un dolor, una enfermedad o un castigo. // 2. Sentir un daño moral. // 3. Recibir con resignación un daño moral o físico. // 4. Sostener, resistir. // 5. Aguantar, tolerar, soportar. // 6. Permitir, consentir. // 7. Satisfacer por medio de la pena.
Si existe un atributo inexorable en la poesía de Ruth López es el estado pujante de proyectarse en/desde el sufrimiento del otro, y hacer de esta proclamación un centro de convergencia para dejar fluir los laberintos y nudos de su mundo interior. Su imaginario está constituido por la congregación de sensaciones múltiples, plasmadas en imágenes de dolor suyas y al mismo tiempo del género humano mismo agonizando el desarraigo inminente del lugar que habita, donde solo la muerte es posibilidad liberadora.
El papel principal lo toma el cuerpo[1], el cual se enfrenta –desde su sensibilidad– a la tensión disgregadora provocada por el sufrimiento que No es fácil:
Comienza el cuerpo su abandono.
Y el espíritu, su rebeldía.
Y gritan, y se cenizan
y claman –un poco más de tiempo–
un poco más
de tiempo
un poco más.

Los acontecimientos son dichos de manera precisa e individualizada, con elementos diferenciados susceptibles de padecimiento. En ellos se desenvuelve el hilo que poco a poco va acercando al “muriente” con su destino último, el momento donde “[l]a palidez maquilla el rostro” (La antesala). El “ser poético” aflora invocando a la propia comprensión de su naturaleza. Su esencia es morar en el exilio, ser un marginal enraizado en la soledad. Su voz está “centrada”, manteniendo una disposición con el contexto miserable determinado por la proximidad de la muerte. Gracias a este sentir, el hombre está en sí mismo o, a decir de Ricardo Pasos, está en su “intimidad” como pura realidad propia, cenestesia o sentido de “mí” en cuanto tal.[2]
Aún cuando la aproximación a la muerte es una acto necesariamente personal, la marginalidad no se traduce de ninguna manera en un solipsismo, pues conduce contrariamente a un sentimiento de comunión con el resto de la humanidad: cada varón y cada mujer son un yo plural que nace, vive y muere en el aislamiento radical, siendo su destierro el mero hecho de la existencia en el cosmos infinito, “hombres con fecha de vencimiento / mujeres con fecha de vencimiento / niños con fecha de vencimiento / y la humanidad entera, / con fecha de vencimiento” (Gira). Esta visión de la alteridad impregnada en las letras de López Calderón podemos entenderla desde las palabras de Borges quien, a través de Vincent Moon y dando razón a Schopenhauer, afirmaba: “Yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”[3]. He aquí la ilusión vital de la voz de un otro mirándose ajeno a él mismo, desde afuera, igual y distinto a la vez.
Las resonancias de la voz poética de Ruth López retumban en un único recinto que todo ser humano está obligado a habitar: la enfermedad. Es este el lugar desde donde asume discurso, constituyendo a Sin óbolos para Caronte en un testimonio escrito de la muerte que allí habita, en su propio Obituario:
[D]e carne débil y enfermiza, ni sombra del pasado
la que siento
doliente hasta los huesos
la piel como pergamino viejo
y el dolor que nubla la conciencia,
estrangula la esperanza; desintegra,
y mi alma se quiebra en mudo grito.

[tres]
el cuerpo sufriente
En la autora, la necesidad de una trascendencia posible es la pretexto para dirigir la mirada hacia el ser humano y su propio desamparo. Su poesía es la evidente búsqueda de un vínculo sagrado, un anudamiento al universo, la necesidad de superar los límites tempo-espaciales a los que se impone la existencia corporal. Ello permite a su escritura ser a la vez prolífica y sobria, añeja y juvenil, hallarse en una constante mutación e indagación de la experiencia concreta. Así, desplegada en la mirada antropocéntrica de Sin óbolos para Caronte, esta experiencia concreta se construye sobre el tópico del silencio –lo inefable– en tanto postura vital del ser sufriente. Aquello que le permite ese encuentro pleno con el mundo, con los demás hombres y consigo mismo es un dolor sin desesperación, un dolor que es presencia necesaria[4], como en Luto:
De llanto un manantial mustia flores,
pisotea ofrendas
y el velo oscuro cubre el rostro negro
y el negro dolor sin tregua

flagela mis labios
y callo entonces.

El silencio es la apertura, el pórtico de entrada al lenguaje que no puede ser concebido como un mero instrumento, un artefacto para ser usado “a diestra y siniestra”. La esencia misma del silencio es estar sometido al lenguaje.  Lo expresado por las palabras no sería, en todo caso, el último escalón en el paso de reconocimiento del entorno y aquello existente en el mismo, cuanto una manifestación de fenómenos transferidos desde y en el lenguaje mismo. El decir el sufrimiento no constituye la forma en que el sujeto enuncia al mundo, sino el producto inaugural de una apertura originaria al lenguaje, prefijada por la poesía y nacida en el seno del silencio.
Los versos de Ruth López son posibilidad desde un discurso fundamentado en la escucha, en el decir que está representado en el imperativo del callar, para permitir la irrupción de la palabra de los otros:
[N]o reconozco lo que muestra el espejo
esos ojos hundidos, mustio el semblante,
la palidez de la muerte
y su alarido
y de pronto el corazón salta, en el cuerpo de otro,
y te leo de nuevo, te siento cercano

(Detrás de la máscara)
Maurice Blanchot señalaba que la voz capaz de hablar sin palabras, tácitamente –por el silencio del grito–, tiende a ser, aún cuando fuese la más interior, tan sólo la voz de nadie. No se ubica en ninguna parte, ni en la naturaleza, ni en la cultura, sino que se manifiesta en un espacio de redoblamiento, de eco y resonancia, donde no se es alguien sino el espacio desconocido del “hablante sin palabra”.[5] Los poemas del presente libro proponen este silencio a modo de verdadero alarido allende las palabras: la penetración total en la condición primaria del universo y del lenguaje. No es insólito, entonces, ver a la obra constituida primero por diálogos incesantes entre disparejos y múltiples silencios; y segundo por la participación del ser en la vida de las cosas que se descomponen esperando la muerte, intentando que su palabra misma se diluya en el silencio instaurado paradójicamente como la razón principal del existir.

[cuatro]
caronte
En la mitología griega, Khárōn[6] era el barquero del reino de la muerte. Su labor era llevar a los espectros guiados hasta allí por Mercurio hacia el lugar al otro lado del río Aqueronte[7], donde se encontraban los dominios del dios Hades. La leyenda indica que, pese a su vejez y porte raquítico, empujaba enérgicamente a los muertos con la pala del remo, mientras profería insultos. Además, no se podría decir con certeza si por principio de reciprocidad o macabro pasatiempo, solicitaba a cada pasajero el pago de una moneda de plata conocida como óbolo. Extendido por la influencia helénica, el rito de entierro mencionado por Aristófanes implicaba la colocación de dicha moneda dentro de la boca o sobre los ojos del occiso, a manera de amuleto o talismán, siendo su función ser entregada a Caronte para poder hacer uso del transporte infernal. En caso de no tener a la mano el bien solicitado, el alma debía vagar cien años en las riberas del río antes de permitírsele subir sin más a la barca.
El mito es una (dis)función genética en el ser humano, un fragmento primordial en su estructura que no puede destruirse o fracturarse, que permanece allí y asoma su cabeza inclusive cuando ante él  haya una determinada negación. En él se rompe la concepción del orden de lo natural y se omiten las relaciones diferenciales entre lo presente, lo pasado y lo futuro. De este modo se generan a partir del mito múltiples vasos comunicantes para ligar al hombre con lo más primitivo de sí mismo, permitiéndole reconocer una herencia poco relacionada con el espacio simétrico y homogéneo concebido por nosotros como mundo. El mito trae lo intangible al lugar de lo determinado y dilata la participación en lo intangible de los objetos instalados allí. Por ello, Mircea Eliade apuntaba que lo mítico no puede interpretarse solamente como ficción o ilusión, sino también a la manera de una “historia verdadera”, el espacio de lo sagrado en cuyo centro se halla la verdadera significación de nuestra propia realidad profana[8].
Como sugiere con agudeza el crítico literario Juan Murillo Dencker, porque es una tarea imposible de eludir para quien decida hallar en la tradición real y ficcional de la humanidad su propia historia, el mito [de Caronte] debe ser re-inscrito.

[cinco]
los hijos de prometeo
Fruto del acto prometeico, el ser humano encuentra en sí mismo el centro del mundo, y rechaza conocer sus propias limitaciones, aferrándose a la ilusión fugaz de la posesión de conocimiento. Sin embargo esta aspiración que bien denotan los personajes germinados en los márgenes del texto de López Calderón, son devorados una y otra vez por el águila carroñera de sus propias miserias, sin poder encontrar un verdadero punto de conexión entre la angustiosa búsqueda del logos que comprende y el encuentro con la muerte que destruye. Sórdida paradoja: Prometeo encadenado suplica una muerte imposible. El hombre, nacido a la sombra del frío, se vio de repente envuelto en un ardor lento e intenso, siendo consumido día a día por las llamas del fuego regaladas misericordiosamente por el titán. A la aceptación de este regalo recaería la más cruel de las consecuencias: transitar la vida por un camino lleno de tormentos y el deseo vano de un futuro mejor, la posibilidad inocua de abrir nuevamente el cofre de Pandora y liberar a la esperanza encerrada en su interior. El género humano aniquilado por aquel único acceso a la felicidad que, en realidad, es solo el alegato preciso para conducirlo a su último destino: la gélida estancia del país de los difuntos.

[seis]
cara-a-cara
Cada poema en Sin óbolos para Caronte tiene independencia propia, no es posible encontrar un único curso lineal, una guía histórica a seguir. Como el dolor mismo, los fenómenos de la existencia que aparecen inscritos se presentan en desorden, su intensidad es la del momento puntual de su aparición. Pero ello no implica un general “estado caótico”, sino más bien un “movimiento caótico”: a la manera de cualquier organismo vivo, hay desplazamientos diversos, dolores prolongados pero también rápidos y punzantes. Este orden tan propio –el de la existencia del ser que sufre– mantiene la cadencia y el ritmo de los diversos elementos de la poesía de López Calderón, en una cadena de asociaciones ilimitadas asimiladas en un armazón único simbolizando la vida misma:
La muerte contempla el rostro asustado, temblores, ojos desórbitas
y la locura obsequio de la vida, envuelta en papel de regalo
y la moña roja guardada en el ropero
con las cosas viejas:

el mechón de cabello, castañuelas,
zapatillas de ballet, vestidos de mis hijas,
y los diplomas del colegio

y los sueños descoloridos, mustios, sin ilusiones ni esperanzas.

(Cara a cara con la vida y con la muerte)

¿Una metamorfosis (la más fecunda y dificultosa re-inscripción) actual del camino al calvario?

[siete]
decir la muerte
Cuando Dante inicia el descenso de su viaje a los parajes de agonía del infierno acompañado por Virgilio, manifiesta que “todo duerme” menos él. El dolor de aquellos seres devorados por las fauces de la oscuridad solo puede ser percibido por un espectador ajeno que sufre en el alma del otro. La empatía abre una herida en el pensamiento, y la luz del ingenio humano se enciende al interior de la penumbra disgregadora. La condición simbólica de la posibilidad de encontrar el paraíso luego de la vida terrenal aúna esperanzas, pero el hombre deseoso de cruzar las fronteras del límite se arriesga a la putrefacción, aquello que no puede volver a componerse, a reagruparse. Atravesar las puertas del infierno es aceptar la desesperanza. Decía Heráclito en Sobre la Naturaleza: “el carácter [moral] propio del hombre es su daimon (destino)”[9], pero
[n]o, no es fácil
aceptar estas palabras

(No es fácil)
La poesía –pretendiendo girar concéntricamente sobre la muerte como objeto– está obligada a ir más allá de sí misma, imposibilitando la redención de las palabras empleadas para nombrar lo que, de suyo, no debería ser nombrado. El acto poético está huérfano de toda divinidad redentora, y no queda en él nada salvo el deseo propio de la sangre fluyendo en el abismo de la ausencia que provoca el natural arraigo a la vida.
La única posibilidad humana es decir la muerte. La vida, el canto del condenado, un testimonio inevitable de una experiencia de quien se reconoce ya más allá del límite,

[u]na lápida sin nombre
aún sin flores, sin rezos.

(Estertores)

[ocho]
la mujer yaciente
Existe además en la poesía de López Calderón un salto persistente del yo corpóreo, material, el yo sufriente, el yo del silencio, de la vivencia interior, a un plano aún más personalísimo (y no por ello menos intersubjetivo) que es clamor propio de un lenguaje empapado de feminidad:
[U]na voz sofocada grita desde el interior
y las manos aladas tapan la boca
-es la conciencia que emerge de su grieta-
y exasperada clama:
¿sabes lo que es ser mujer y no serlo?

(Detrás de la máscara)
Sus líneas buscan establecer correspondencias entre la personalidad interna de la vivencia del personaje que dice y la escritura misma, la metamorfosis de la poeta en su obra y viceversa. La mujer entrelaza sus experiencias de género en los caminos de afirmación del padecimiento propio, en una suerte de búsqueda natural de empatía donde los silencios ocultos de lo femenino fluyen detrás de cada palabra. Los fenómenos vividos, el mundo de la voz poética, existe inmerso en interrogantes y angustias. La vida se cierne entre la zozobra producida por la confrontación del cuerpo con el mal padecido y el arrebato místico, vinculados por la presencia persistente de la condición biológica de su sexo, de su “ser mujer”.
Y es en este camino contemplativo –el camino de descenso al umbral del averno en el cuál Caronte es un simple portero–, en este trance espiritual, que se hallan lo buscado y la búsqueda misma, única para el género humano: la muerte venidera. No se asumen propuestas, ni planes alternativos, ni escapes al escenario impuesto. Ante el peligro del ser de cerrarse sobre sí en una ruta sin salida se produce el maravilloso encuentro con el otro, el diálogo de una mujer consigo misma como metáfora del diálogo con el conjunto de las mujeres, con el conjunto de la humanidad expuesta en silencio de mujer. Un clamado dulce emana del silencio y convoca a los demás para compartir, desde lo más íntimo, sus hallazgos e incógnitas, lo que ha aprendido y lo que puede enseñar:
[N]adie recuerda
la mujer de pasado gris
que fui yo
que yo fui.

(Obituario)
Ese mundo es un lenguaje figurado que reinventa lo actual sin llegar a la locura, sin pérdida de materialidad, con la capacidad inherente de brincar de un plano a otro desde la experiencia primordial de la crisis, del ejercicio del autoanálisis apelando a la memoria. Allí
[t]ranscurre un instante sin tiempo
………………………………………
y la oscuridad busca desesperada,
la tibieza alada, esa que quedó presa,
en el fragmento del último latido, ¡Sí!
del último vestigio luminoso de amor
y recuerdo en el corazón.

(La saga de mis delirios)
Quienes narran las experiencias se cuestionan una y otra vez sobre aquello que les ocurre, y amarran uno a uno los nudos de cada hecho en un tejido único supraindividual, conformado por el conjunto de experiencias del ser humano frente a la muerte. En ello, el tacto de un cuerpo moribundo de mujer inmersa en la lucha diaria por mantener un orden y no dejar de ser madre, hija, hermana, abuela y todos los roles posibles. Lo femenino como la metáfora más perfecta de la iluminación en el seno mismo de lo cotidiano, de la muerte cotidiana.

[nueve]
decir la vida

 [A]bajo
la nada espera como siempre.

(La Nada)
Decir la muerte es necesariamente un ejercicio de vigilia. El transcurrir de la enfermedad, la condena, del desahucio, la desesperación, la tristeza o cualquier otro estado no son más que alternativas perfectamente posibles para reconocer una verdad única, el desolador paisaje del camino hacia el espacio de la frontera, donde Caronte espera atento con su barca. La muerte no puede ser, bajo ningún pretexto, una excusa para el estatismo. Nadie puede detenerse en las puertas de lo que está más allá, este paso no puede ser eludido por nadie. La expiración es el único por-venir del yo, del tú, de todos,
[M]omento congelado,
inesperado rayo,
frío derrite, frío trae
los pasos temerosos

y el olvido
…………………………
y la conciencia pregunta:

¿quién abrirá la puerta?

(El Umbral)
Despojado de todo bien, sin óbolos para Caronte, sin contar siquiera con una triste moneda para ser entregada al barquero que “despliega alas [con] un brazo sombrío” (El Umbral), únicamente queda la esperanza de permanecer en el sepulcro, en el silencio del cual venimos. Por los siguientes cien años –no sea la eternidad entera– hemos de esperar el llamado de aquel ser infernal, su voz dirigiéndose a nosotros mediante un profundo rugido alejado de toda misericordia. Es necesario ese gesto, y nada más, indicando el ansiado permiso para subir gratuitamente a la balsa que cruza las aguas turbias del Aqueronte. Sin acto órfico posible, sin liras o cantos que conmuevan al viejo engendro y posibilitar así el retorno cuando el trecho resguardado sea finalmente atravesado, la muerte no será más una promesa sino algo diáfano, tangible y evidente. Entonces (y sólo entonces) podremos, con total humildad, decir la vida.


[1] Apelo a una representación dual de cuerpo. Por un lado, en un sentido reducido, el cuerpo físico-orgánico, compuesto por el mundo de percepciones y sensaciones primordiales. Por otro, en un sentido extenso, aquello que tiene experiencia de sí y de las cosas que lo rodean, un operador de conocimiento insertado en el mundo de lo anímico, posibilitando estados diversos como la tristeza, el desamparo, la soledad o el amor mismo.
[2] Cfr. PASOS, Ricardo. Filosofía y Poesía: Metafísica y metáfora en la poesía de Alfonso Cortés. En: Voluntad de Arraigo. UCA. Managua, diciembre de 1994. Pág. 74.
[3] BORGES, Jorge Luis. Ficciones. Madrid. Alianza Editorial, 1975. Pág. 139
[4] En esta misma línea se ubican otros poemarios de Ruth López Calderón, principalmente Desde las profundidades en cuyo prólogo Sergio Borao Llop, con soberbia precisión, apunta que su escritura emerge “de las profundidades de su ser”, en la necesidad de expresar algo que ha sido celosamente guardado. La explosión de la palabra solo puede presentarse ante el llamado de un largo silencio. Cfr. LÓPEZ, Ruth. Desde las profundidades. Black Diamond Editions, 2013.
[5] Cfr. BLANCHOT, Maurice. El diálogo inconcluso. Monte Ávila. Caracas, 1970. Pág. 72.
[6] El nombre griego ha sido traducido como Carón para algunos historiadores clásicos y Caronte para otros.
[7] En La Eneidea, Virgilio habla del río Estigia, pero las fuente que hablan del río Aqueronte son mayores y, en general, han sido más aceptadas.
[8] Cfr. ELIADE, Mircea. Mito y realidad. Editorial Labor S. A. Barcelona, 1991.

[9] Cfr. STOBAEUS Floril IV, 40, 23. Sigo acá la traducción sugerida por Juan Araos Úzqueda, quien amablemente me facilitó sus versiones sobre los fragmentos de Heráclito.

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Prólogo a Sin óbolos para Caronte, libro de Ruth Ana López Calderón (Bolivia, 2014)

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