Friday, December 4, 2015

Punta Arenas, ciudad fantasma

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Punta Arenas, la ciudad más austral del continente americano, antes de la isla de Tierra de Fuego, es, en otoño, cuando empieza a soplar el viento del estrecho de Magallanes, una ciudad que resulta fantasmal. Allí llevan a los jubilados internacionales, turistas del lujo, a visitar el cementerio, cosa que estos hacen acoquinados –menos una pareja de japoneses que se reía a todo reír de la variada oferta de panteones… tal vez porque su muerte no es la nuestra, a saber–. Es una ciudad de puertas cerradas más que abiertas, de múltiples devociones religiosas, de vida de guarnición, que a pesar de los negocios petroleros y ganaderos, ya fue, aunque los grandes buques del Pacífico sigan amarrando, todo luces en la noche, en su puerto de brumas.
Por Punta Arenas ya pasó la furia del sindicalismo libertario, los crímenes impunes de la patronal, las pesquisas de los naturalistas y antropólogos, los alardes del poder omnímodo de los estancieros rastacueros, la ferocidad de los pistoleros que exterminaron indios onas y yamanas, la codicia iluminada de los buscadores de oro, el miedo de los fugitivos de la Europa de las guerras que pensaban que allá lejos, en la remota Patagonia, iban a rehacer su vida o cuando menos esconderse, como aquel apostador ful de frontón que esperaba encontrar olvido para sus trapisondas hasta que llamó en busca de refugio a la puerta de una chabola azotada por el viento y el agua que cae como cuerdas, para que se la abriera un pelotari de su mismo pueblo con una buena estaca en la mano.
Punta Arenas es una ciudad fantasma, con bancos, oficinas a medio gas y mucho negocio de aventura: Es una cuadrícula de calles cuyos habitantes humildes tienen una notable afición a la brujería doméstica, a vivir de las supercherías, cuando no pueden hacerlo de los pingüinos de la isla Dawson, pero también es una ciudad de charlatanes inveterados que cuentan y recuentan leyendas improbables protagonizadas siempre por tipos fuera de lo común, bajo cuyas huellas fue la patraña andante de Bruce Chatwin, el ídolo de la bobaliconería internacional, para construir al cabo otros personajes, otras leyendas, las suyas propias, improbables, al cabo, recreadas por sus lectores, como la del hotel Ritz donde se hospedó el mítico autor y donde me juraba mi barquero de Caronte, al tiempo que aporreaba la puerta, que allí habitaba una echadora de cartas experta en navegaciones que le había echado las cartas al viajero y le había visto envuelto en una nube de humo. Temí que me pasara lo mismo, por eso nos fuimos hacia el muelle y las luces de una marisquería providencial a por los ostiones y las centollas y el vino blanco de Urmeneta. 
Punta Arenas es una ciudad que tiene mucho de decorado de película con miga y poco presupuesto acerca de la soledad, el apartamiento y la desdicha del que está en donde no debe, y en donde a ciertas horas pálidas de la noche o del atardecer austral que todo lo pinta de índigo, el único signo de vida parece ser el silbido del viento, como sucede en Las Encantadas que pintó Melville. Una cuadrícula por la que con pasos indecisos van a la deriva marineros chinos que buscan tugurios donde beber y fornicar, barloventeadores y vagamundos varios para quienes el mundo es ancho y el «¡Nada más que la tierra!» un grito de dandys fules, del tarot del humo. Es una ciudad de paso y una ciudad en la que toda espera es desasosiego.
Nada como caminar a la deriva por la cuadrícula de Punta Arenas para olvidar a Darwin y a Antoine de Saint-Exupery, para olvidar los libros leídos y los barcos fantasmas y para preguntarse qué demonios hacemos ahí, zarandeados por el viento helado del estrecho de Magallanes cuando el cielo es tan bajo que podríamos tocarlo y el agua aparece blanquecina y azul oscura, cerrada al fondo por lo picos nevados de la cordillera Darwin, al regreso de Puerto de Hambre, donde acabó enterrado el padre de Gauguin y también otros muertos más modestos, marinos sin fortuna, náufragos sin nombre, loberos, buscadores de oro, bandidos de identidad trucada, cuyos nombres tejen una historia de busca y mala suerte. 
Pocas cosas como dejarse llevar en la noche por un impostor austral, a tomar un pisco sauer, en la taberna donde se escucha a Marlene Dietrich cantar «Muss I denn», en compañía de un insólito traficante de armas —cortas de defensa, largas de caza, munición: dijo, dijo, mientras bebía recio—, encoletado, empendientado, añoso como uno mismo, pacifista para la ocasión, antibelicista, demasiado rabioso para mi gusto, y con un negociante en fósiles ligados más o menos al Milodón o a otros bichos improbables —el naturalismo es un buen negocio cuando de la teatral y muy bella pacotilla nerudiana se trata—, vendedor para la ocasión de lápidas funerarias de prestigio adheridas a la historias de naufragios, que te cuenta de tesoros enterrados, allí por Fuerte Bulnes, asociados a ceremonias mágicas de la noche de San Juan y a las estrellas de la nebulosa de Magallanes, eso si la noche es clara, porque si no lo es, nada como una sirena en el corazón de la niebla para echarte a la garganta la necesidad de partir.
En el mercadeo callejero de Punta Arenas, al peso de romanas de colorines, junto a los jureles y las centollas más muertas que vivas, puedes comprar relatos para el resto de tu vida. Ese viaje, para quien escribe o para quien sueña, merece la pena. Vaya que sí.

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Artículo publicado en el diario ABC, el 4.9.2003. 
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De EL SECRETER DEL INDIANO (Hemeroteca y Archivo del autor)  

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