Monday, June 20, 2016

¿Cómo se llama el alma? Los niños guías del cementerio boliviano de Sucre

MARTINA BASTOS

Lo primero es la frase:Hodie Mihi Cras Tibi. A la entrada del cementerio general de Sucre (Bolivia) el latín te da un aviso: Hoy por ti mañana por mí. Más allá hay álamos largos, pinos en hilera, setos recortados. Hay palmeras y plantaciones de cactus y entre la maraña verde los mausoleos, las criptas, los sarcófagos. El espacio sombrío y ordenado para presidentes y próceres y nobles. A sol abierto la explanada yerma y el desorden de cruces, todo el detalle al que muchos puede aspirar: a la cruz de madera, al montón de tierra. La muerte mantiene, también, ciertas distancias.

El mantón es negro todo negro y allá adentro –en su interior- la mujer dice que sí, que quiere una oración para el muertito, que es su padre y merece, después de todo, llegar al cielo sin mucho esfuerzo.

—¿Cómo se llama el alma?
—Lucas Calderón.

Y para Lucas Calderón son los tres Padrenuestros, tres Avemarías y tres Glorias –o sea, la rezada- que Gregoria Calderón, hija del muerto, escucha frente a su tumba envuelta en un mantón. Pagará tres bolivianos (0,30 euros) al par de críos que ya han bajado de rodillas a la tierra, que han unido las palmas de sus manos y ahora están recitando la oración.

Los rezadores, en castellano y en quechua, son parte del centenar de niños que trabajan en el cementerio de Sucre. Por unas monedas rezan el muerto, limpian lápidas, colocan flores. Otros, incluso, hacen de la muerte un cuento.

Los niños-guía encuentran bajo tierra a aquellos que dan nombre a las calles de la ciudad: los príncipes, los héroes, los siete ex-presidentes de la República. En tours de media hora relatan el hecho, la historia, la anécdota, cuentan el cuento y cobran la voluntad: que Aniceto Arce trajo el primer ferrocarril a Bolivia y aquí sus restos, que el cementerio –colapsado- crece en vertical y “esto va a ser una China más”, que a los espíritus no hay que tenerles miedo, que a quien hay que temer es a los vivos, fíjese usted, a los vivos. Cuentacuentos bolivianos les imparten talleres de narración, talleres –digamos- para aprender a contar la muerte. El último fue en julio de 2012. Durante diez días, en la capilla del cementerio, la cuentacuentos boliviana Celia Asturizaga dictó para veinticinco niños un taller de Narración y fortalecimiento: qué contar y cómo contarlo. No se trata sólo de aprender la canción, sino de aprender a cantarla.

Del origen se sabe más bien poco. Aunque todos dicen que dicen, las imprecisiones coinciden en algo parecido: fue hace años –muchos- cuando uno de los administradores del cementerio recogió a los niños que pedían limosna en los alrededores. Armó la ruta, les enseñó qué decir, les hizo memorizar. Y como un cuento oral africano, la cantinela de espíritus fue pasando de unos a otros hasta hoy. La mayor parte pertenecen a familias campesinas que emigran a la ciudad. Llegan esperando alguna cosa, pero lo cierto es que sus hijos –siete, ocho, nueve- tendrán que limpiar botas, vender caramelos, recolectar basura. El cementerio, el primero patrimonial de Bolivia, recibe diez mil turistas al mes. El responsable encontró una manera de ayudar no sólo al turismo de la ciudad, sino al plato en la mesa de los que intentan sobrevivir en ella.

Marco Llanos –23 años, guía desde los nueve- dice que aprendió así. Que él no sabía, que nadie nace sabiendo, que se sentaba en los bancos de aquí y en los de allá y veía cómo, que a los amigos les preguntaba cómo, que ellos le enseñaron y le dieron libros, que los estudió e hizo un examen. Y que ese examen –ése, el de los libros- no le sirvió de nada.

El primer día lo pasó mal: “Mal en el sentido de que sentía que el aire se me tapaba”.

Estudiante de Psicología, menor de nueve hermanos, dice que fue así. Que los turistas eran muchos, que aún recuerda a aquella familia, que eran de Cochabamba y se acercaron porque buscaban, aquella mañana, un guía. Que él dijo ya, es ahora o nunca, y que a partir de ahí, todo lo que sabe es que no había aire, que no había, o en todo caso, que a él le faltaba. Que tan bien lo sabía y tan rápido lo contaba que se asfixiaba, que fueron los nervios, que no es que él quisiera soltarlo todo de golpe pero así le salió. Y que ése, así, sí fue el verdadero examen.

Nadie notó que era su primera vez: “La segunda fue igual –dice-. Y la tercera. Hasta la cuarta explicada no me quedé tranquilo. Pero eso nos pasa a todos”.

La gran mayoría comienza como escalerita, el servicio más demandado en el cementerio. Los escaleritascambian las flores secas de los nichos más altos, los pintan, los pulen, sacan brillo al metal. Caminan con su escalera de madera a hombros, asoman la cabeza por uno de los huecos y sostienen el peso sobre las vértebras cervicales. Sacan de la mochila gamuza y abrillantador.  Humedecen los claves rojos. José Quispe, nueve años, sube una hilera de tablas flojas con un frasco de crisantemos. Dos metros y medio de escalera blanda, débil, puesta a prueba todas las tardes. Sus compañeros apoyan las suyas contra un muro pálido de cemento. Mientras esperan clientes, los niños cruzan los brazos, mascan chicle, remueven tierra con las manos. Por las mañanas cambian maderas viejas por libros de texto. No hay registro, no hay listas, no hay limitaciones. Sólo un único requisito: no abandonar los estudios. El cementerio es el pasaporte que les permite estudiar.

—¿Qué hace falta para trabajar aquí?
—Ganas de aprender –dice Marco-. A todos les dejamos entrar, al que quiera venir. No hay que prohibir el derecho al trabajo. Todos tienen sus necesidades y prohibir sería tentarlos a hacer cosas malas.

Y aunque cosas malas es un concepto amplio que no concreta, la idea es ésa. La idea es que la miseria, esta vez, sea una cantera de universitarios y no de delincuentes. “Por algo somos una organización, tenemos un presidente, hay elecciones y todo”, dicen.

El presidente, uno de los chicos veteranos elegido entre todos, se encarga de controlar que estudien y empleen correctamente su dinero: en útiles escolares, libros, fotocopias o ayudas familiares. Si los descubren, por ejemplo, jugando en algún internet cercano, son castigados una semana sin trabajo y sin ingresos.

Esta noche se quedarán hasta las once en el cementerio. Lo hacen algunos días, después del cierre, para barrer los pasillos. Nadie les paga, pero a ellos tampoco les importa: “Es el cariño que le tenemos al cementerio –dice José-. Si esto es lo que te da tu trabajo, a tu trabajo tienes que cuidarlo, tienes que tratarlo con amor”.

Otros días, después del cierre, se reúnen para cantar hip-hop. Con él se identifican, con su mensaje.

Derivado probablemente del anglosajón high, el término haylongo se refiere en Bolivia a personas de clase alta, a los niños bien: “Los de la high ni en pintura nos quieren ver”, dice Marco.

Un día hubo un concurso de hip-hop en la Plaza de Armas de Sucre. Cualquiera podía ir. Los que querían rimar rimaban, se enfrentaban como en las peleas de gallos.

—Y un chico entró a batallar con uno de los nuestros –recuerdan-. Cantaba bien, rimaba bien y eso, pero era un chico hayloncito. No puede haber un rapero haylongo, no ha vivido la calle, no ha vivido la realidad, no sabe lo que es llevar un pan a la casa. El hip-hop es eso, es una expresión de la necesidad. Lo ha destrozado, nuestro cuate lo ha destrozado.

La lápida es escueta y dice poca cosa: un nombre breve, el día de la muerte. Lo que habla es todo lo demás: la jirafa diminuta, el coche rojo de carreras, una bolsa de leche chocolatada. Casi nunca hay una fecha de nacimiento.

—Es la costumbre. No les gusta que se sepa cuántos años tiene el muertito.

Dice Omar, diez años, mientras pinta el fondo de un tono claro. El próximo año quiere convertirse en guía. De momento, reza Avemarías de corrido y ya ha empezado a estudiar “los folletos”. Lo hace en el propio cementerio, en la zona ajardinada y noble, el barrio marmóreo y rimbombante al que suelen venir los estudiantes en época de exámenes.

—Aquí leen, captan, entran mejor las ideas. El cementerio no es un lugar pesado, es tranquilo. Todo es psicología nomás. Puede que haya almas en pena, pero no molestan.

Desde hace unos veinte años, la alcaldía ya no vende nichos a perpetuidad. Es tal el problema de espacio que se ha implantado un sistema de alquiler por siete años máximo. Después, los restos deben ser retirados y los familiares pueden trasladarlos a un osario, llevarlos a un horno crematorio o reubicarlos en otro cementerio de la ciudad. Como una doble rotación de vivos y muertos, también los niños empiezan a irse según sus posibilidades.

—Tenemos un amigo que siempre soñaba y soñaba con irse a Estados Unidos y lo ha logrado. Él se ha superado, como todos nosotros, se ha superado en hablar inglés y consiguió entrar. Ahora está allá, y por correo nos escribe que el cementerio nunca lo va a olvidar, que lleva un pedazo de todos sus amigos del cementerio.

Otros se han graduado como historiadores, ingenieros electrónicos, guías de turismo. Marco está nervioso frente a los últimos exámenes, pero tiene un truco al que siempre recurre:

—Yo siempre mi cábala es un chocolatito antes de mi examen, lo meto y apacigua toda la adrenalina, la baja. Entro y saco mi chocolate, y respiro. Es una cábala que tengo desde pequeño.

Cuando empezó a trabajar como guía era apenas un chiquillo. Hoy, a punto de graduarse en la universidad, deja mucho más que un trabajo:

—Todos somos una familia. Aquí todos nos conocemos, sabemos quiénes somos y de dónde venimos. A veces cocinamos en la calle, con leña, como nos hemos criado, y de la misma olla comemos todos. A veces tienes la tristeza en tu casa y lo cuentas aquí: que no hay plata, que tu mamá entra en la desesperación, y tus amigos te animan. Aquí nos juntamos para olvidar las penas, para olvidar el puñal en el corazón. Es lindo. Linda familia hemos formado aquí en el cementerio.

El cielo a esta hora es un velo frágil, una telaraña. La noche cae sobre los cementerios de varias formas: la indiferencia en los muertos, la inquietud en los vivos, una impresión compartida de abandono. Cierran las rejas. Se quedan los difuntos a solas. Mañana volverán los niños a ofrecer lo poco que a un muerto ofrecer se puede: un par de rezos, un puñado de flores, un pensamiento. Deben tener, estas criaturas, una idea clara del morir, un grillo que diariamente les despierta, les advierte, les recuerda que sí, que esto es finito, que la parca nos puede caer cuando quiera y no tendremos nada que decirle.

Cuando termine el último curso, Marco deberá ahorrar el dinero para el título: unos 2.500 bolivianos (250 euros). Tardará cuatro meses.

—¿Qué harás después?
—No lo sé, pero si tengo que escarbar en la vida, voy a seguir escarbando, sobreviviendo. Es algo normal para nosotros: sobrevivir.



Martina Bastos (Galicia, 1980). Periodista freelance. Carente de imaginación, no tiene otro remedio que contar realidades, y alguna vez le han premiado por ello, entre otros, la revista National Geographic. Ha ganado certámenes de microrrelato, de relatos viajeros o de cartas de amor. En 2012, obtiene el premio Las Nuevas Plumas por su crónica La gran mudanza. Ha vivido en París, Barcelona y ahora de manera itinerante en Latinoamérica, que ejerce sobre ella una extraña fascinación. Escribe el blog Entre viajes y letras 


[Fotos de la autora - fuente: www.fronterad.com]

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 13/08/2013 

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