Thursday, December 10, 2020

Hannah Arendt


OLGA AMARÍS DUARTE

Hace tres días murió Hannah Arendt, hace ya 45 años. Mañana fue enterrada en 1975. Murió como vivió, entreteniendo a sus amigos en su apartamento situado en la 370 Riverside Drive. Entrada ya la noche se detuvo, improvisando, el corazón de la “Sherezade” neoyorkina. Puede que enrollando sus famosos spaguettis con el tenedor, o puede que abriendo con el rigor del ritual su inseparable pitillera de plata. De seguro que riendo a carcajadas. Esa risa que tanto le criticaron los que no supieron entender que, habida cuenta del horror y de los monstruos presenciados, siguiese conservando, intacta, la facultad de reír a carcajadas. La risa de Arendt, sin embargo, es aquel rasgo de humanidad que según Aristóteles nos convierte en “homo ridens” y nos salva de un mundo de bestias sin humor. Bien es sabido, y esto lo supo ella mejor que nadie, que lo primero que desaparece de los regímenes totalitarios es el sonido de alguien que ríe porque sí.

Mañana de hace ya 45 años, Hans Jonas dirá en el funeral de su amiga que el mundo se ha convertido en un lugar más frío al perder la calidez de tal «genio de la amistad». Mañana yo me tomaré un café con mi amiga y reiremos como locas, sabiendo que no hay muerte alguna que pueda ya arrebatármela. Y, si tercia, hablaremos del “kadish” fúnebre hebreo: «No te quejes de que te arrebaten algo que te fue concedido, pero que no poseías. Has hecho mal si pensabas que lo poseías, si has olvidado que te fue concedido».

 

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