Saturday, December 25, 2021

Llovió como en aquel capítulo de Cien años de soledad


MAURIZIO BAGATIN

 

Celia contaba las enormes gotas de lluvia que se mezclaban con sus lágrimas; a las cuatro de la mañana no pudo más. “Parecía una película”, nos decía mientras una nueva lágrima iba descendiendo por un rostro ya marcado por el tiempo.                                        

A la experiencia vienen bien los callos de las manos, que son páginas abiertas de un libro sin índice. A veces retorno a Fanon, escritor más necesario que Galeano para revelarnos las máscaras del ser humano, no solo por el color de su piel sino por desvelar nuestras conciencias. Si aún las tenemos.

A Isabel Allende ni siquiera la tomó en cuenta aquel misógino de Harold Bloom, y sin embargo fue ella en demostrarnos, más que nadie, donde inició el realismo mágico. Una concisa frase que resumiendo deleita, fueron los conquistadores en dar inicio al realismo mágico, escribiéndole al rey de España sobre un continente que tenía fuentes de juventud, que se podía recoger el oro y los diamantes del suelo, que la gente tenía unicornios o tenía un pie tan grande que a la hora de la siesta se elevaba como una sombrilla para tener sombra. Santa María, Tocaia Grande y Comala vinieron muchos años después.

El cheque llevaba un 8 que según la cajera se parecía a un 6. No era solo una cuestión de onomatopeya o de literalidad, el número en letras no podía equivocar, y menos aún engañar a nadie. Margherita, esta vez, estudió la nueva cajera y al 201 de su ticket se fue a cobrarlo. El pueblo es aún más distante que la urbe en viveza y engaño. Podrá seguir lloviendo como en Macondo, pero las lágrimas no son como el aceite, ellas nunca se separarán de lo vital de nuestras vidas. Amniótico o el origen de nuestros sueños, la misma composición define el líquido.

Cliza-Buenos Aires. 39 años en Santa Rosa La Pampa y luego el retorno. Ya era un gaucho, como el nombre que dio a su restaurante. En la imagen kitsch que algún pintor de brocha borda destinó a una pared del restaurante, se lo ve plácido cabalgando un blanco caballo pampeño, fiel retrato de su orgullo cliceño, del sudor y de muchas lágrimas. Allá quedaron las cenizas de su amada y las futuras generaciones.

En una mesa ya con aspecto navideño hay dos chicas invadidas por tatuajes y cargadas de juguetes chinos. El hombre es siempre lobo del hombre. Vuelven a su tierra desde España, Italia, Virginia o explotadas en Buenos Aires o Sao Paulo. Disfrutan de un cubilete en su mano, de la choleada que allá sería de mal gusto, de la mirada de sus padres ancianos a los cuales habrán construido una casa medias aguas en ladrillo, que les permita olvidar el adobe, el techo de paja y tal vez hasta la chicha que cada fin de semana tenían que elaborar en Villa Rivero.

Entre la tierra y el cielo un horizonte. Nubes que forman extrañas figuras, botes, dinosaurios, las mismas ondulaciones de los cerros, sus compañeros siempre fieles. El maíz que tal vez no se recuperará, el trigo sembrado con inocente e ingenua anticipación, la alfalfa extendida al sol para salvar lo salvable. Frutos de una tierra que merece más memoria por parte de su gente.

 

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