Saturday, October 28, 2017

La revolución, sus hacedores y una siniestra utopía

ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA

Pero podemos decirle algo a ese futuro que en alguna parte construyen unos muchachos apasionados y terribles: toda revolución sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al poderoso y sin la posibilidad de sustituir pacíficamente a un gobernante por otro, es una revolución que se derrota a sí misma. Un fraude.
Octavio Paz

Conforme a lo expresado por Bertrand Russell, la felicidad puede ser concebida como una carencia de cosas que se desean[1]. Lo normal es que la resignación frente a esta insuficiencia no sea sencilla. La cuestión se torna más compleja cuando quien debe reconocerla, desencadenando luego las consecuentes frustraciones, cree que sus virtudes son supremas, por lo que las limitaciones serían inaceptables. Es posible que, afectados por conocimientos inexactos, supersticiones o cualquier otra causa, los demás sujetos deban rendirse ante tal destino. Para estos hombres sin altura, acostumbrados a lo cotidiano, nada sería más razonable que admitir la imposibilidad de alcanzar alguna cumbre. Empero, la situación es distinta cuando pensamos en un revolucionario. En este último caso, la sola mención de que algo es inalcanzable puede producir indignación. No habría nada que se halle fuera del campo en el cual actúa; bajo su égida, la realidad jamás se convertirá en un obstáculo para ser feliz a cabalidad.

Toda revolución parte del conocimiento de una injusticia y, además, su correspondiente repulsa. Los que la protagonizan se enteran de una situación que contradice sus más profundas convicciones, dejándolos en un dilema: la complicidad o el cambio radical. La segunda opción surge porque no se trataría de un elemento accidental; en realidad, todo el sistema estaría también mancillado, envilecido. Las modificaciones de carácter parcial resultarían inadmisibles. Lo que se busca es un escenario inaudito, una sociedad en la cual ningún agravio vuelva a presentarse. Por supuesto, para lograr este cometido, desde Robespierre hasta Lenin, se ha invocado la razón. Sin embargo, esa búsqueda del orden justo no ha tenido un destino siempre grato. No interesa cuán sublimes sean los designios de sus gestores ni, menos aún, lo rimbombante y conmovedor del catecismo elaborado para respaldarse. Si la historia sirve de algo, esto sería enseñarnos a mirar con escepticismo esos experimentos.

Los pensadores entran en escena

Insatisfechos con la vida teórica, varios filósofos se ilusionaron cuando alguna revolución llegó a su puerto. Pusieron entonces su ingenio, así como el malabarismo verbal, a disposición de quienes anunciaban la salvación del mundo. Ya conocían del fracaso de aventuras similares; asimismo, entendían que, por distintos factores, las injusticias nunca desaparecerían del orbe. Mas no concebían la modesta idea de Amartya Sen, para quien debemos limitarnos a enfrentar las injusticias concretas, procurar su mitigación, siendo lo demás utópico. No, su pretensión era superior. Se perseguía la conclusión de cualquier conflicto. Imperaba la creencia de que las ideas servirían para iluminar al prójimo y resolver toda desavenencia. Esto último significa terminar con la política, que es esencialmente conflictiva, tal como lo han precisado Simmel y Weber, entre otros individuos. La diversidad humana nos conduce, aunque no lo queramos, a tener criterios distintos, más aún en los asuntos relacionados con el poder. Aspirar a que esto finalice con la consagración de una gran e inmaculada verdad, bendecida por autores afines al proceso, es un peligroso despropósito.

En una entrevista de 1968, Louis Althusser sostuvo que la filosofía era fundamentalmente política[2]. Esto implica que reconozcamos la existencia de, por lo menos, una disputa en torno al poder. En nuestro enfoque, la pugna se daría entre quienes promueven el cambio y los que prefieren la preservación del pasado. Así, de manera sintética, puede hablarse de revolucionarios y reaccionarios, pese a la injusta carga negativa del segundo grupo. Pensemos en Francia. Pasa que la Revolución de 1789 mereció los elogios de Thomas Paine, quien defendió los derechos del hombre con gran entusiasmo[3]. No obstante, en esa misma época, Edmund Burke tomó la palabra para cuestionar el régimen galo, pues ya podía generar preocupaciones sobre su desenvolvimiento[4]. Este pensador británico preveía que, aunque adornado con seductoras palabras, el régimen no invitaba a tener ningún tipo de esperanza. La violencia puesta en práctica por el jacobinismo respaldaría después el análisis que se hizo desde Inglaterra. Por cierto, destaco a los intelectuales que se han opuesto a esa clase de experimentos. Ellos se sitúan del lado más complejo, menos popular: representan la salvaguarda del orden que, según se proclama, debe ser liquidado. Con todo, al final, han prevalecido los criterios que celebraban esas transformaciones radicales.

Pero esa inclinación revolucionaria no fue siempre una consecuencia del ejercicio de la razón. Uno puede haber explotado su intelecto para elaborar toda una genealogía de los problemas que aquejan a la sociedad donde vive, asumiendo una función tan cuestionadora cuanto incesante; sin embargo, en algún momento, el criterio usado en ese cometido puede cambiar. Es lo que sucedió con Michel Foucault, quien, después de haber criticado el carácter disciplinario del mundo occidental, con sus instituciones excluyentes, opresivas, quedó cautivado por la espiritualidad de una teocracia. El autor de Vigilar y castigar no tuvo problemas en elogiar al ayatollah Jomeini. Su Revolución islámica, de 1979, era positiva porque introducía espiritualidad en la política[5]. No importaban las severas restricciones a la libertad ni, peor todavía, el hecho de remitirnos al Corán para terminar con nuestras dudas en torno a variados problemas, sean privados o públicos. Tampoco le perturbaba la situación de las mujeres u homosexuales que hubiesen querido vivir como él, es decir, sin temor a que su sexualidad fuese penalizada. Todos estos aspectos eran irrelevantes; el filósofo pensaba en que, a la postre, esa sociedad irracional sería perfecta, acabando con sus desdichas intelectuales. En cuanto a las minorías excluidas, los marginados que le habían preocupado antes, su sacrificio podía valer la pena.

Encantos y perversiones

A pesar de las bestialidades que, salvo excepciones, sus practicantes cometieron en casi todos los periodos históricos, ese fenómeno llamado revolución continúa cautivando al prójimo, sea filósofo o no. El anhelo de un cambio pleno, brusco y violento es prácticamente una religión que tiene los feligreses más tercos del mundo. Debido al desprestigio en que caían sus defensores, reivindicar la tradición, cuestionando a quienes deseaban abolirla, ha sido una lucha heroica. Lo meritorio es alentar la devastación del antiguo régimen. En muchas ocasiones, aun cuando parezca inverosímil, los individuos que proceden así pueden hasta ignorar las causas de su rechazo al pasado. Pasa que la empresa no necesita de seres ilustrados; a menudo, para integrar el gremio, basta su efervescencia.

Probablemente, la fascinación por los procesos revolucionarios tenga como base las conquistas que obtuvieron quienes, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, consumaron esas transformaciones. Aquéllos son los modelos que, por la envergadura de sus repercusiones, intentaron ser copiados hasta el cansancio. Es importante anotar que, al margen de las monstruosidades del jacobinismo, el movimiento gestado en París puede destacarse gracias a su vocación universal. Nadie conseguirá condenarlo al olvido; su influencia excedió lo que podrían haber imaginado los progenitores. No obstante, la inspiración de Montesquieu, así como del genial Voltaire, está en la obra que forjaron los británicos. Ellos fueron los que, protegiendo al individuo, minaron las prerrogativas del Gobierno. Esta misma cultura, enemiga del absolutismo, posibilitó que Norteamérica contemplara el nacimiento de un país donde la libertad encontraría su principal bastión. Las tres victorias en contra del atraso mostraron el rumbo a seguir dentro de Occidente. Buscando su aura, incalculables mortales encabezaron grupos que anuncian sismos políticos.

Contemporáneamente, no hay revolución que sea concebida con fines perversos. En el principio, sus predicadores abrigan la ilusión de que, cuando el triunfo se consiga, todas las personas tendrán una convivencia pacífica y feliz. Al momento de discurrir acerca del futuro, los discursos que pronuncian no admiten el pesimismo ni la ira. Es correcto que, con regularidad, se invoca la violencia para destruir a los criticadores del cambio; en este caso, no es aceptable ninguna manifestación de caridad. Sin embargo, se aclara que la rabia del presente será cambiada por el mayor amor conocible. Mas la regla es que su belicosidad se mantenga inmutable, incluso tras haber pulverizado al contrario. Porque, conforme a lo constatado en las distintas épocas, cuantiosos compañeros pasan al bando de los traidores. La desconfianza se considera vital para el ejercicio del poder. Con ese ánimo, la fraternidad se convierte en opresión.

Para evitar confusiones absurdas y engaños que, tarde o temprano, nos envíen a la horca, es útil saber cuándo estamos ante a una verdadera revolución. Porque, aunque los conformistas inunden el planeta, es inobjetable que pueden acaecer todavía prodigios de tal especie. En este sentido, de acuerdo con Jean-François Revel, sostengo que ese fenómeno no es sino un “hecho social total”[6], el cual se produce por críticas lanzadas en diferentes campos. Efectivamente, debe cuestionarse la injusticia de las relaciones económicas, el poder político, los cánones culturales y, en especial, lo que agobie nuestra libertad individual. Si confluyeran esas interpelaciones a la realidad, estaríamos en condiciones de proclamar una nueva era. Como resulta obvio suponer, el cumplimiento de dichos requisitos no es suceso que se presente con facilidad. Lo cuerdo es que los sujetos queden satisfechos merced a reformas moderadas. Además, debemos recordar que los logros de las anteriores generaciones no son insignificantes; por tanto, su salvaguarda es entendible. Con todo, para no dejarnos sorprender debido a nuestra candidez o ignorancia, conviene reflexionar sobre cómo se gesta ese singular género de mortales que se creen llamados a transformar el mundo.

Origen y decadencia del revolucionario

En un ensayo de 1971, Hobsbawm escribió sobre los intelectuales y la lucha de clases[7]. Planteó allí una serie de ideas que permitían entender mejor su relación con las experiencias subversivas. No sólo hizo esto. Sucede que, siendo más generoso, en términos reflexivos, acometió una explicación acerca de la génesis del revolucionario. Le intrigaba saber desde cuándo un individuo adquiría esa condición, aquel estadio que, para Ernesto Guevara y demás románticos de la política, colocaba en una cumbre a sus conquistadores. Así, el mencionado historiador sostuvo que la conversión se producía cuando algunas condiciones eran cumplidas. Lo primero era concebir una sociedad perfecta.  Después, imaginada esa excelencia, debía comparársela con la que tenemos actualmente. Notaríamos, desde luego, imperfecciones, falencias, injusticias. Por último, gracias a ideologías determinadas, nos creeríamos capaces de acabar con esas anomalías, descartando cualquier otra opción. Concluida esta secuencia, estaríamos listos para transformar la realidad.

La sobrevaloración de los hechos, en desmedro del pensamiento, hace que un revolucionario juzgue realizable todo anhelo, antojo, disparate o delirio. Si no se producen las modificaciones que ansía, esto podría resolverse con mayor ahínco, hasta ejerciendo el recurso de la violencia. Porque, continuando con su lógica, es inadmisible que sea usada solamente la persuasión para incrementar los partidarios del cambio radical. Está presente la convicción de que, como manifestaba Rousseau en el siglo XVIII, puede obligarse a los otros a ser libres[8]. Es tiempo de levantar un orden que sea justo. Pese a ello, las decepciones insistirán en obstaculizar esa gesta.

Una revolución puede comenzar con aspirantes a santos; empero, aun así, por norma general, finaliza en medio de hipócritas, cínicos y gente indiferente a toda incomodidad. Llega el momento en que las imperfecciones ya no afectan. Pudieran tener la vigencia de antaño; no obstante, debido a una nueva situación personal, lograda por los impulsos del pasado, resultarían imperceptibles. Es también posible que sus semejantes lo hubiesen conducido al más severo de los pesimismos. Por lo tanto, no tendría sentido ninguna lucha porque los hombres gustan de sus miserias. Existe igualmente la posibilidad de que esa indignación, el fervor mostrado en un primer instante, al iniciarse su conversión, haya sido una confusión circunstancial. En cualquiera de estos casos, puede volverse a la contemplación, quizá observando cómo nuevos mortales anuncian el fin del sistema. Es su hora de ingenuidad.

El aventurado sueño de la perfección

Desde la Edad Antigua, grandes hombres concibieron sociedades que, conforme a sus criterios, pueden ser calificadas de perfectas. Ellos han pretendido forjar un modelo de organización, tan completo como mínimamente coherente, que termine con los problemas. Gracias al cumplimiento de sus distintas reglas, la convivencia entre las personas no admitiría el menor desentono. Bastaría con seguir al que nos anuncia el nuevo orden para dejar de lado las impurezas, los conflictos, la miseria y sinrazones actuales. Tal convicción es incentivada por el presente, ya que éste nos tienta a eludirlo. Habiendo muchas dificultades que parecen invencibles, no es extraño elegir la evasión del mundo. Es interesante el número de individuos que ansían una tranquilidad absoluta, lo cual debería ser consentido sólo en la muerte. Vivir será siempre una permanente búsqueda de soluciones a los inconvenientes que impiden la felicidad. No aceptar esto revela el intento de contrariar nuestra esencia.

Si bien Platón, con La República, empezó el linaje de quienes pensaron en un sistema social que irradie perfección, Thomas More inmortalizó su afán con una sola palabra: utopía. El término ha sido empleado para conmover a cuantiosos sujetos, pues, en principio, nunca se lo conecta con las ruindades del ser humano. Subrayo que, como pasó con las propuestas de Francis Bacon y Karl Marx, entre otros intelectuales fantasiosos, ellos hayan sido venerados por hombres del más variado tipo. Naturalmente, cuando el delirio les resultó favorable, los políticos patrocinaron la concreción de todo lo referente a ese anhelo. Es preciso apuntar que, sin excepción, los gobernantes han fracasado en acomodar su realidad a lo marcado por el utopista. La práctica les hizo saber que sus semejantes tenían demasiadas falencias como para formar parte de aquella maquinaria. Esa diversidad humana es incompatible con el proyecto del que, persiguiendo lo sublime, imagina una comunidad en la cual nadie contradice sus dictados. Siguiendo esos principios, la diferencia se castiga indefectiblemente con el destierro del sitio donde operarían los milagros.

Desgraciadamente, existen mortales que confían en la inevitable materialización de una utopía, resistiéndose a revisar sus postulados. Estos individuos buscan verificaciones de las premisas que su guía les fija. La realidad podría estar pulverizando cada una de las creencias que sustentan; sin embargo, su actitud no les permitiría verlo. Hace tiempo, Karl R. Popper enseñó que éste no es el camino hacia la verdad[9]; conduce a planteos dogmáticos, cuya peligrosidad ninguna persona debe ignorar. La ceguera voluntaria de los comunistas trajo consigo las peores pesadillas que se hayan figurado. Lo patológico es que, aun en medio de la podredumbre causada por esos desvaríos ideológicos, sus propagandistas aseguraban que la razón los cobijaba. Queda claro que los fanáticos no están hechos de la materia que posibilita dudar. Lo menos tolerable es que sus certidumbres hubiesen procurado subsistir merced al sacrifico del prójimo.

Con todo, hay otro modo de considerar la utopía. Además de entenderla como un proyecto colectivo, en el que lo singular provoca rechazo, es plausible defenderla bajo la figura del ideal. Desde esta perspectiva, se pueden encontrar virtudes que merecen nuestro entusiasmo. Lo único innegociable es rendirse ante a quienes gustan de la mediocridad y el ocaso. Para estos seres, cambiar los valores que regulan la coexistencia es imposible. Se sugiere que abandonemos la intención de asociarnos con gente íntegra, veraz e ilustrada. Esto es lo que les parece pretencioso, irrealizable; obviamente, su opinión debe ser impugnada sin retraso. Aspirar a desenvolvernos en un ambiente donde la inhonestidad sea censurada, al igual que cualquier expresión de idiotez, es una postura rescatable. Jamás serán innecesarios los hombres que, con razonable orgullo, decidan renovar la línea del quijotismo. Dejemos a los demás que, mansamente, disfruten de su vulgar actualidad.

Ilusorio derrumbe del socialismo

Por suerte, las peores utopías han provocado momentos de gran desencanto. Así, tras haber llenado el planeta de humillaciones, servidumbres, torturas, asesinatos y millonarios con aval gubernamental, los experimentos del colectivismo parecían llegar a su fin. Se agotaba la penúltima década del siglo XX; los ciudadanos de países adscritos al socialismo, en sus distintas variantes, ya no tenían paciencia. El desprecio a sus proyectos individuales, incluyendo la pretensión de no ser controlado por ningún burócrata, se hacía inaguantable. La falta de respeto a su libertad había sido consentida por demasiadas generaciones; en consecuencia, los cambios se tornaban imperiosos. No es falso asegurar que aun el hambre impulsó movilizaciones de hombres contrarios al sistema defendido por la U.R.S.S. Claro que, para evitar un desmoronamiento inmisericorde, se planteó a quienes protestaban la posibilidad de consumar algunas reformas. Había la esperanza de frenar un avance que amenazaba con pulverizar sus privilegios. Sin embargo, no se confiaba en los miembros del partido para realizar las transformaciones que, si se procuraba vivir con dignidad, debían considerarse imprescindibles. Las mentiras del partido, así como el cinismo de los gobernantes, perdieron eficacia. El mandato era terminar con una calamidad que, nacida como sueño, había producido las más indecibles pesadillas. Era el momento ideal para recuperar un poder que, en nombre de una utopía, se había quitado groseramente.
Pocos años han sido tan libertarios como el de 1989[10]. En marzo, los independientes obtuvieron el 15% de las bancas del parlamento soviético. Aun cuando el régimen del partido único se mantenía firme, las disidencias comenzaban a ganar vehemencia. Esa situación, indiscutiblemente antidemocrática, era censurada gracias a la voluntad de los votantes. No pasaría mucho tiempo hasta que la hoz y el martillo dejaran de mortificarlos. Tampoco se consentía la vigencia del esperpento en China; pese a ello, el grito por una realidad menos infame originó allí un crimen mayúsculo. Por suerte, los muertos de la plaza Tian Anmen no abandonaron este mundo en vano. En junio, el mismo mes de la masacre, los polacos dieron la victoria a Solidaridad, empezando su emancipación del oprobio comunista. Lech Walesa, un electricista con compromiso ciudadano[11], consolidará luego ese avance que no recurrió a la violencia para su establecimiento. Así, hubo también reestructuraciones en Hungría, donde se restableció el multipartidismo, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumania, que sirvió de tumba para el tirano Ceaucescu. Con todo, si se pidiera elegir un solo acontecimiento, uno que, de mejor forma, sintetizara ese fracaso del socialismo, deberíamos pensar en Alemania. Su capital hizo posible que, a nivel internacional, contempláramos un triunfo sublime de la libertad.

Sin lugar a dudas, la caída del Muro de Berlín es un recuerdo perpetuamente grato. Cada golpe con martillos, combos y picos era el desahogo de las personas que fueron obligadas a callar durante mucho tiempo. Esa gente no tenía derecho a viajar adonde le ofrecieran buenas condiciones de vida, debiendo resignarse al tormento de la economía planificada y el terrorismo de Estado. Siendo imposible la conquista por medios persuasivos, pues las patrañas del catecismo ideológico resultaban inútiles, quedaba sólo la fuerza para no perder a los oprimidos. El panorama se había vuelto tan adverso para las autoridades que construyeron esa abominable muralla en 1961. La valentía de los individuos que apostaban por una sociedad sin tonterías colectivistas hizo factible su desplome. No obstante, ni siquiera esa victoria en un territorio sometido al control de los soviéticos, cuyas amenazas poseían aun tono nuclear, tendría que haber servido para pregonar el descalabro definitivo del adversario. Es comprensible que, en ese ambiente de júbilo liberal, se soñara con la desaparición del marxismo. Son diversos los autores que no pensaban sino en la celebración del triunfo. Pero hubo otros intelectuales que, como pasó con Burke y la Revolución francesa, prefirieron una reacción moderada. No se negaba el progreso; empero, había motivos para desestimar la euforia.

Ralf Dahrendorf fue uno de los pensadores que no se sumaron al optimismo del momento[12]. Como cualquier persona que detesta los autoritarismos, él no sintió pesar por los gobernantes caídos. Mas, desde un principio, advirtió que las expectativas podían generar cuantiosas e irreparables frustraciones. Ocurre que, contrariamente a lo esperado por muchos sujetos, adoptar un modelo democrático no implicaba la solución pronta de todos los problemas. En cuanto a la libertad económica, su aplicación estaba lejos de producir beneficios inmediatos. Por consiguiente, no bastaba la proclamación del cambio en favor de los mercados libres, puesto que el camino hacia mejores días conllevaba incesantes y grandes esfuerzos. Lo malo es que, una vez abatido el muro, numerosos hombres se ilusionaron con la llegada de un futuro perfecto. Se creyó asimismo que, siendo victorioso, el liberalismo no necesitaba de ningún otro trabajo para probar su validez. Revelando ingenuidad y estupidez, se entendió que el discurso de la dictadura del proletariado no seduciría a nadie más. Más de dos décadas después, aunque sin el riesgo bélico de entonces, hallamos todavía regímenes que se adhieren a esa corriente; peor aún, nos topamos con multitudes ansiosas del sometimiento. Debemos reconocer que faltó proceder con mayor prudencia. Teníamos que haberlo concebido como una de las inagotables batallas con ese monstruo. Tal vez, si hay fortuna, el próximo festejo nos encuentre menos cándidos. En cualquier caso, no podemos dejar de lado a quienes contribuyeron al oprobio.

Para una condena definitiva del marxismo

No existe otro pensador del siglo XIX que haya influido tanto en este planeta. Si bien es cierto que Nietzsche, su contemporáneo, ha sido elogiado desde hace décadas, las repercusiones provocadas por Karl Heinrich Marx son incomparables. Al respecto, en cuanto a lo eminentemente intelectual, conviene apuntar que su libro El capital es uno de los más editados y traducidos. No asombra que, teniendo millones de lectores, algunos se decantaran por concretar sus anhelos, transformando las sociedades en donde habitaban. Esas aventuras, sobresaliendo la Revolución rusa, cuya consumación no conoce aún el hastío, impiden que el defensor del socialismo científico sea olvidado. No importan sus imprecisiones, absurdos e insensateces; los seguidores amenazan con acompañarnos hasta cuando la Tierra se convierta en una bola de fuego. Pese a ello, quienes aspiran al conocimiento de la verdad, es decir, una minoría que no recibe las ovaciones del vulgo, deben intentar su derrumbamiento. Incontables tumbas y cárceles demuestran que, sin su veneración, los hombres tendrían una realidad menos adversa. Mientras haya lucidez, corresponde contribuir a ese cometido que debe calificarse de loable.

Como científico, el amigo de Friedrich Engels, con quien apeteció la mayor objetividad, Marx no fue sino un fracaso. Aunque su doctrina tenía el propósito de conducirnos a la verdad, acabando con los mitos y demás males que atribuyó al capitalismo, su comprensión del mundo fue inexacta. La profecía que giraba en torno al advenimiento del comunismo no se cumplió; por ende, sus bases deben juzgarse falsas. De nada sirvió utilizar a Hegel[13], pervirtiendo su dialéctica, ni tampoco partir del ideario que los economistas clásicos propugnaron. Ninguna de las convicciones que adoptó valida esa predicción. Está claro que, cuando recorrió la historia, lo hizo para elaborar una patraña concordante con su pretensión igualitaria. Todo se resumía en pugnas de clase; no obstante, estos conflictos, protagonizados por los explotados que se resistían al sometimiento, terminarían en un futuro próximo. La observación de los hechos aseguraba el final. El problema es que, al verter esos dictámenes, fue incapaz de alejarse del dogmatismo. Quiso ser infalible, pero, como enseña el autor de Conjeturas y refutaciones, las teorías científicas no tienen ese carácter. Su prestigio habría sido distinto si, con la mesura del escéptico, se hubiese limitado al campo de la especulación.

La ética del marxismo se funda en el desprecio al individuo. Sin grandes inconvenientes, se lo suprime del análisis, destacando que hay sólo relaciones dentro de la sociedad. Lo que valen son las colectividades, los modos de producción, el orden ansiado por quienes se oponen al capitalismo. Obrar como una persona soberana, eligiendo los criterios morales que rijan sus actuaciones, merece la desconfianza del socialismo. De acuerdo con lo que se afirma, las condiciones materiales nos determinarían en todos los ámbitos. En un régimen compatible con el liberalismo, habría únicamente seres humanos que son engañados. Las decisiones habrían sido tomadas, con anticipación, por los opresores. Los valores que se defienden estarían signados por la mentira. En suma, sus planteos son responsables de que nuestro libre albedrío se creyera ilusorio. Hasta un logro tan valioso como reconocer los derechos del hombre y el ciudadano, llevado a cabo en la Francia revolucionaria, se consideraba una farsa. En cuanto a esto, debe recordarse que, gracias a ese género de instrumentos políticos, podemos condenar, desde una perspectiva moral, al gobernante cuando comete abusos. Suponer que, por haberse originado en la burguesía, sus garantías favorables a las personas eran un artificio deja notar una mentalidad obtusa, bastante nociva.

Todos los partidarios del socialismo, incluyendo a las personas moderadas, cuentan con taras que distinguieron al pensamiento de Marx. Lo execrable es que las ostentan sin ningún tipo de pudor. Admito que hubo revisiones, aun interpretaciones, como la de Karl Korsch, dirigidas a criticar postulados del historicismo; sin embargo, en los casos donde no se dieron apostasías ideológicas, muchas premisas continuaron siendo adoradas. El hecho de que ser izquierdista sea todavía un orgullo patentiza esta perversión. Esa devoción por el maestro surge en cualquier instante, peor aún si hay crisis económica. Se invoca entonces al monstruo del mercado y la explotación capitalista con el mismo entusiasmo de hace casi ciento setenta años[14]. Por mucho que se beneficien de instituciones liberales, obteniendo victorias en las urnas, queda siempre la insatisfacción con el orden que favorece a los individuos. Es un atavismo que, salvo contadas muestras de conversión auténtica, jamás consigue desaparecer. Esta lamentable situación exige que, hasta la extenuación, se denuncien las deficiencias y vicios de su profeta. Conservar su legado es preservar la posibilidad de reproducir aberraciones colectivas. Se agradecerá el detener la proliferación de secuaces llamados a predicar los delirios del teórico más destructor que se haya conocido. Deberíamos haber tenido ya suficiente con esa pesadilla que fue la Unión Soviética.








[1] Siguiendo esa línea, Bertrand Russell confiesa que su goce de la vida fue mayor, en parte, desde que logró “prescindir de ciertos objetos de deseo –como la adquisición de conocimientos indudables sobre esto o lo otro– que son absolutamente inalcanzables” (La conquista de la felicidad; Buenos Aires: Debolsillo, 2007 [1930], página 24).
[2] Cf. Louis Althusser, La filosofìa como arma de la revolución; México D.F.: Siglo XXI, 2016 [1968], pp. 12 y 17.
[3] Era tal el juicio favorable de Paine sobre lo que había sucedido en Francia y Estados Unidos que, para él, en esos lugares había ocurrido una “revolución del orden natural de las cosas, un sistema de principios tan universal como la verdad y como la existencia del hombre, y que combina la felicidad moral con la política y la prosperidad nacional” (Derechos del hombre; Madrid: Alianza, 2008 [1791], p. 193).
[4] En una de sus críticas más contundentes, Burke afirma sobre los revolucionarios: “Ni una gota de su sangre ha sido derramada en la causa del país que han arruinado. Para lograr sus proyectos, no han sacrificado más cosa que las hebillas de sus zapatos; y mientras, han encarcelado a su rey, han asesinado a sus conciudadanos, y han bañado en lágrimas y hundido en la pobreza y el sufrimiento a miles de respetables individuos y familias” (Reflexiones sobre la Revolución en Francia; Madrid: Alianza, 2013 [1790], p. 77).
[5] Juan José Sebreli cuestiona aquellas deplorables posiciones de Foucault en  El olvido de la razón (Buenos Aires: Sudamericana, 2006, pp. 306-308). Se recuerda allí que ese baluarte del irracionalismo contemporáneo afirmó sobre la revolución iraní: “Se trata tal vez de la primera gran insurrección en contra del sistema planetario, de la forma más moderna de rebelión”.
[6] Jean-François Revel, Ni Marx ni Jesús. De la segunda revolución norteamericana a la segunda revolución mundial; Buenos Aires: Emecé, 1972 [1970], p. 19.
[7] Eric Hobsbawm, «Los intelectuales y la lucha de clases», en Revolucionarios. Ensayos contemporáneos; Barcelona: Ariel, 1978 [1973], pp. 346-377.
[8] Cf. Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, o principios de derecho político; Madrid: Akal, 2017 [1762], p. 65.
[9] Es en La lógica de la investigación científica, obra de 1934, donde Popper formula su teoría de la falsabilidad. A partir de este momento, los investigadores no buscarán verdades definitivas, sino precarias, conjeturas susceptibles de ser refutadas. Así, el desarrollo del conocimiento científico se hace efectivo gracias al fracaso de las teorías.
[10] Para recordar y reflexionar sobre los principales sucesos que, en esa época, evidenciaron el cambio del mundo, puede consultarse la muy provechosa obra de Guy Sorman, Salir del socialismo (Buenos Aires: Atlántida, 1991).
[11] Cf. Lech Walesa, Un camino de esperanza. Autobiografía; Buenos Aires: Sudamericana, 1987.
[12] Entre sus observaciones, así como sugerencias, ante un descomedido entusiasmo que surgió tras la caída del Muro de Berlín, cabe destacar lo siguiente: “No existe una sentencia ineludible, necesaria, que conduzca a la libertad, como tampoco hay por delante un camino de rosas. Lo que aquí se sugiere siempre es arriesgado y puede fallar en cada etapa. La libertad no es algo que simplemente surge, sino que debe crearse. Es más, su creación está llena de escollos y sorpresas, y al final es posible que surja de manera mucho menos sistemática de lo que cualquier trazado previo sea capaz de sugerir” (Reflexiones sobre la revolución en Europa. En una carta pensada para un caballero de Varsovia; Barcelona: Emecé, 1991 [1990], p. 102).
[13] Si bien, con El fin de la historia y el último hombre, Francis Fukuyama procuraba la reivindicación de Hegel como pensador de la libertad, conviene leer directamente al pensar alemán en Filosofía de la historia (Buenos Aires: Claridad, 2008 [1837]), cuyas páginas carecen de su conocida oscuridad, esa que tanto fastidió a Schopenhauer. Entre otras frases que se leen ahí, tenemos: “A todos parece a primera vista que el espíritu posee, entre otras cualidades, la de la libertad. La filosofía nos enseña, sin embargo, que todas las cualidades del espíritu existen tan sólo por la libertad, que todas son sólo medios para la libertad, y todas ellas buscan y generan solamente la libertad. Constituye un conocimiento de la filosofía especulativa el hecho de que la libertad sea lo único verdadero del espíritu” (ídem, p. 22).
[14] En rigor, tal como lo ha expuesto Antonio Escohotado (Los enemigos del comercio. Historia de las ideas sobre la propiedad privada. I. Antes de Marx; Madrid: Espasa Calpe, 2008), el ataque a la propiedad privada, fundamental para el socialismo científico, empezó con la hermandad esenia en el mundo antiguo. 

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De Un siglo para juzgar. Reflexiones acerca del centenario de la Revolución de Octubre. Instituto de Ciencia, Economía, educación y Salud, 2017

Ilustración: British Library

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