Wednesday, July 11, 2018

Los libros que me hicieron vibrar

CARLOS BATTAGLINI

Una de las preguntas más difíciles que alguien me puede hacer es cuáles son mis libros favoritos. Buf, me llevo la mano al mentón y empiezo a repasar mi biblioteca cerebral y me resulta muy costoso vislumbrar obras impactantes, accedo por contra a una lista de solapas que se disipan en un arcoíris volátil y fugaz.

Entonces, tras unos minutos, pienso que debo nombrar Rayuela, el clásico de Cortázar cuyas primeras páginas me dijeron que esto no era literatura sino el cielo. Escribir así suponía pedir sitio en el Olimpo. Ocurre que Rayuela, a pesar de su nivel abisal acaba enredándose en su propia magia y dando como fruto muchas páginas bañadas de tedio.

Cortázar no era un novelista per se, obras como la misma Rayuela o Los Premios, no acaban de fluir como una pieza armónica debido a sus cargas retóricas, a un ligero atascamiento producido por un exceso de genialidad. Don Julio era sobre todo un maravilloso cuentista.

Vuelvo a preguntarle a mi cerebro y éste me dice que a pesar de un buen puñado de libros leídos, sólo unos pocos me han hecho vibrar, disfrutar. Y es cuando la sustancia gris me recuerda que de pequeño hubo un libro que me hizo inmensamente feliz: El pequeño vampiro, la novela infantil de la alemana Angela Sommer-Bodenburg. La obra narra las peripecias vampirescas de Anton y su amigo vampiro Rüdiger.

Recuerdo que en EGB, la señorita (como se le llamaba por aquel entonces) nos iba nombrando por orden alfabético para que escogiésemos un libro. Yo tenía suerte porque mi apellido era de los primeros lo que me permitía elegir siempre una novela codiciada. La primera vez no sé lo que elegí, pero recuerdo que mi mejor amigo en el colegio se hizo con El pequeño vampiro y no paraba de alabarlo. Como buen niño cabroncillo, elegí el mentado libro a la siguiente oportunidad y.

No sé lo que pasó, pero de repente ahí estaba yo, echado sobre un sillón amarillo de espuma en el patio de césped artificial de mi abuela leyendo la novela.

Por unos minutos, podía introducirme en el mundo vampiresco de Antón y quedarme completamente absorbido, pegado al libro. Cuando era niño y no tan niño (y todavía aún bastantes veces) andaba bajo una ansiedad constante. Siempre suspirando. Pues bien, El pequeño vampiro me proporcionaba esa mano blanca, ese tacto de seda, ese guiño que decía que había otro mundo donde uno era acogido y comprendido. Ay, El pequeño vampiro, que buenos días me diste.

También durante mi infancia leía con fruición otro libro que desafortunadamente he olvidado. Creo que además se trataba de una obra que te hacía preguntas. Con dibujitos, algo así. ¿Y cómo olvidar aquellos cómics “novelados” que venían dentro de un libro de sólida solapa bajo el nombre creo de Historias Famosas? Con los años descubrí que sin yo saberlo, había leído obras de Jack London, Salgari, Verne y otros grandes.

Gracias a todos. Parece fácil ahora que uno desglosa a todos estos escritores como meros nombres, porque es lo máximo que nos permite una tecla de ordenador, el propio vocabulario, el propio lenguaje: unas letras.

Los puedo ver frente al papel, cansados, llenos de fuerza, de dudas, diciendo, “ahora me toca a mí”, “debo escribir algo grande”. Tantas vidas, tanto infinito detrás de unas letras.

Otro libro que me golpeó duro fue El túnel, la novela cáustica de Ernesto Sábato. Cada vez que alguien me dice que le recomiende un libro, acabo hablándoles siempre de El túnel después de muchas dudas, de nuevo la baraja cerebral que no se aclara. El túnel es un combate de boxeo. Una mujer fatal, un pintor obsesivo, ¿qué más les puedes pedir a un muchacho que acaba de cumplir 25 años? Esa era la edad que tenía cuando leí El túnel.

A las pocas semanas, me pasó lo mismo en la vida real. En Londres. Yo era el loco pintor. Y lo demás se acabó diluyendo en un comienzo inexistente. Porque dicen algunos amigos que como escritor, “vuelo” demasiado, no veo la realidad. Y yo ya no sé nada.

En una época de soledad en Bruselas, me abrazó El Lobo Estepario de Hermann Hesse. Como comprendía a Harry Haller tío, y su divagar solitario. Como entendía al propio Hesse, cuando lo veía en algunas fotos viejas sostener un vino tinto y mirarlo con deleite. Sabía que Hesse estaba haciendo un esfuerzo, un esfuerzo por ser feliz, un esfuerzo que consistía en apreciar todos los detalles de la existencia, los pequeños milagros de cada día. Lo que nos rodea. Hesse era demasiado curioso como para ser feliz.

Pienso en cómo me fue embriagando, Estambul, memorias de la ciudad, de Pamuk. Como poco a poco, cuando yo estaba en plena oposición, el libro me acariciaba los tobillos, tomándome de la mano e invitándome a dar paseos, vueltas por Estambul con el incomprendido de Pamuk cuya vocación literaria le estalló un buen día en todo el corazón. Yo eso lo viví con él. “Mamá, no voy a ser artista, voy a ser escritor”. Toma ya, vamos, vamos, podemos.

Yo qué sé, pienso en la perplejidad que me produjo Ignacio Aldecoa con su estético verbo, su cuidado por la belleza de las letras, pienso en las risas y los buenos ratos que me dio Ribeyro y su Cambio de Guardia, las maravillosas noches que me regaló Chejov y su La señora del perro y otros cuentos, ¿te acuerdas diciéndole a un amigo después de haber leído este libro aquello de, “si esto es estar loco, yo quiero estar como una cabra”?.

¿Y qué sentir cuando en Qué hacer, la novela de Chernishevski, ella le dice a su marido que ama a su mejor amigo? El amigo había querido ayudar al amigo casado, se había ido alejando de la casa, sus visitas eran cada vez más ocasionales, pero un día ella se levanta y lo dice, “lo amo”.

Aquellas palabras rezumaban también juventud, coraje, ojos encendidos, ganas de cambiar las cosas, ganas de hacer millones de cosas. Yo lo viví y quiero seguir viviéndolo.

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De INMEDIACIONES, 08/07/2018 

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