Monday, August 23, 2021

Alfabetos extraterrestres


ALEKSANDRA LUN

A finales de mayo falleció en Polonia el escritor Jerzy Pilch, un peso pesado de la literatura polaca y un perfecto desconocido fuera de su país. Algunos libros suyos llegaron a publicarse en los idiomas fuertes del orden cultural internacional: uno en francés, tres en inglés, dos en español. Pasaron sin pena ni gloria por las áreas geográficas respectivas: en España, los dos títulos publicados por Acantilado en los años 2000, Casa del Ángel Fuerte y Otros placeres, se reseñaron y se olvidaron. Muerto Pilch, no se traducirán más libros suyos a ningún idioma, pues lo peor que puede hacer un escritor de Europa del Este poco traducido es morirse. Como sus libros en los almacenes de las distribuidoras occidentales, Pilch se irá desintegrando, poco a poco encontrando el camino al subsuelo de la llamada literatura universal, que de universal no tiene nada, pues consiste, en su acepción más popular, en obras escritas o traducidas en Occidente.

Como tantos otros escritores importantes, Pilch no formará parte de ese canon porque tuvo la mala suerte de nacer en una lengua hermética. El polaco es el Fitzcarraldo de los idiomas europeos: traducir a un autor polaco es querer construir un teatro en la selva amazónica. Intentar que los medios de comunicación se interesen por él es transportar un barco gigante por encima de una montaña. Para despertar el interés del público por un autor polaco hay que ser un Werner Herzog dispuesto a todo. Culpar de esa injusticia histórica a las editoriales sería culpar del mal tiempo a los excursionistas. Los editores que publican a autores polacos ya de por sí son personajes trágicos: hagan lo que hagan, están remando a contracorriente. Hace poco leí la reseña de una escritora española que recomendaba la novela de una autora polaca “a pesar de que la acción del libro suceda en Polonia”. En este sentido, Stanisław Lem fue un visionario que supo que lo más importante era situar la acción de su novela más famosa, no en Polonia, sino a bordo de una nave espacial. También lo acabaría sabiendo George Clooney.

Además de venir de un país cuyo solo nombre espanta a los lectores occidentales, Pilch cometió el pecado de ser original. La originalidad es una sentencia de muerte para un escritor de una cultura periférica. Un autor original es difícilmente comparable a otros escritores. No es un problema si pertenece a una cultura fuerte: una voz innovadora de la literatura francesa no tendrá problemas para encontrar público extranjero; al contrario, creará una corriente nueva que seguirán los escritores de culturas más minoritarias. Pero un autor de una cultura periférica que quiere ser traducido tiene que ser un escritor preexistente, un eco de lo que ya se escribió o tuvo éxito en Occidente, un doble de alguien que ya pasó por ahí, una repetición en otra escala de una melodía que alguien ya tocó. Hace falta un espíritu preparado, dijo Blaise Pascal hace cuatrocientos años sin saber que se refería al mercado editorial occidental.

La originalidad de la escritura de Pilch la agrava el hecho de que sea un autor con pasaporte polaco y que escribe en polaco, pero que no encaja en las expectativas que Occidente tiene sobre la literatura polaca, demostrando de paso la absurdidad del concepto de literatura nacional. Pilch no tiene ninguna vocación histórica o moral, nadie de su familia pereció en un campo de exterminio y ni siquiera es católico, sino luterano. Con su irónico estilo bíblico (ya nadie nunca volverá a escribir así), escribe sobre la región de la que proviene, la Silesia de Cieszyn, sobre sus extravagantes familiares, sobre su amado equipo de fútbol, el Cracovia, sobre sus relaciones sentimentales, sobre sus amigos, sobre el alcohol, sobre su vida con la enfermedad de Parkinson, sobre la literatura. Es un outsider literario, distinto a todos los demás, una anomalía perfecta, un caballero en el país de los bordes, un miembro de la selecta escuadrilla de escritores capaces de sobrevolar con ligereza el dolor y la angustia, una supernova que, con su humor elegante, hizo estallar desde dentro un sistema literario ensimismado en su pasado traumático.

El último problema de Pilch es uno de los problemas más bellos que puede tener un escritor: como muchos de los más grandes, no es un robot. Escribió algún libro imperfecto. Un libro imperfecto de un autor anglosajón se traduce en todas partes; a los escritores periféricos, como a los alumnos desaventajados, se les exige la perfección. Y la perfección, en palabras de Alexis Jenni, consiste en obedecer las normas. El sistema comercial en el que está sumergida la literatura hoy en día nos ha acostumbrado a trayectorias impolutas, igual de falsas que los cuerpos perfectos que nos muestra la publicidad y las vidas perfectas que nos muestran las redes sociales. La entrega de los grandes premios como el Nobel viene precedida o seguida de una retahíla de otros premios, de biografías salpicadas de éxitos, de trayectorias lógicas y expansivas, como si un escritor fuera un deportista de élite coleccionando los palmarés de las competiciones. Pero si la literatura no consiste en la perfección, ¿en qué consiste? Pilch decía que la esencia de la literatura era el olvido.

«La literatura es un archivo de sueños, un diccionario de sueños, incluso la novela más realista no es más que un sueño muy tangible descrito con mucha precisión” –escribe en La zurdera perdida para siempre (inédito en español), y añade– “No leemos libros para recordarlos. Leemos libros para olvidarlos, y los olvidamos para volverlos a leer. Una biblioteca es un archivo de sueños olvidados pero fijados, la oportunidad de un retorno sin fin».

La falta de perfección no hace que sea peor escritor: hace que sea un escritor más auténtico, y también más valiente. No es difícil tener una trayectoria impoluta publicando un libro cada cinco años, dejando ver al mundo la versión más corregida y destilada de nosotros. Pilch escribía mucho y publicaba mucho, con el coraje de un soldado raso corriendo hacia las bayonetas. Bolaño decía que la batalla más grande de un escritor sobreviene en sus obras secundarias: la batalla más épica que libró Cervantes no fue con El Quijote, sino con las Novelas ejemplares. Ese principio se puede aplicar a Pilch y a sus obras menores. La escritura, como todo acto creativo, es una maestra de la derrota. Los escritores solo se parecen a los deportistas de élite en un aspecto crucial: quien no aprende a convivir con el fracaso tiene que retirarse.

La escritura perdida de Jerzy Pilch es solo un ejemplo más de cómo grandes voces desaparecen por las cloacas de la periferia. De cómo la literatura es una batalla a vida y muerte en la que sobrevive el más fuerte. De cómo nos gusta idealizar los libros, verlos como el inocente patrimonio común que nos protege del caos, pero cómo, mirada de cerca, la literatura es un registro de dominantes y dominados. Como los sedimentos que muestran la edad geológica de las rocas, la literatura nos muestra quién y cuándo tuvo suficiente poder: suficiente poder para escribir y suficiente poder para publicar. La democratización de la escritura que presenciamos actualmente, con todas sus limitaciones, es muy reciente. Durante siglos, ni esclavos ni pobres ni campesinos ni mujeres ni otros marginados escribían. La historia literaria que con tanto orgullo enseñamos en las escuelas es la historia de la creatividad de los poderosos. Y, pase lo que pase en el mundo en este convulso siglo XXI, su literatura será la primera literatura de nuestra historia escrita por los marginados. Los que encuentren editor.

Mientras tanto, vivimos de espaldas a los escritores de culturas periféricas porque no tenemos acceso a su obra, como si estuviera escrita en jeroglíficos. Sus libros no pertenecen a la literatura universal, como tampoco pertenecen a ella los libros no escritos de los esclavos que construyeron las pirámides egipcias, de los campesinos ucranianos que murieron en la gran hambruna, de las mujeres quemadas durante la caza de brujas, de los congoleses asesinados recogiendo caucho. Pero todos esos libros, no escritos y no traducidos, siguen con nosotros: son libros fantasmas que agitan sus cadenas y nos persiguen por los corredores vacíos de nuestro relato colectivo, susurrando que les dejemos entrar en nuestras vidas.

«He leído con atención a muchos autores, a menudo varias veces, y me acuerdo de muy poco» –sigue Pilch sobre la desmemoria– «Pero, de hecho, si me acordara bien de ellos, sería más pobre, más infeliz; estaría más cerca del final, ya parcialmente muerto. Porque si estuviera totalmente seguro de conocer bien Doctor Fausto de Thomas Mann, también tendría la sensación de que es un libro muerto, la seguridad de que ya no lo volveré a leer».

Los escritores periféricos nos ofrecen el regalo de una vida inédita, de un nuevo comienzo en otro lugar, de un mundo inexplorado. Y no tienen prisa. «Os esperamos aquí», musitan desde los márgenes de la literatura universal, «os esperaremos hasta el final. Hasta el futuro». ¿Y nosotros? ¿Sabremos crear un futuro en el que un satélite detectará la galaxia de los escritores perdidos? ¿Descifraremos sus alfabetos extraterrestres? Nos especializamos en empresas imposibles: hemos pasado de saltar de árbol en árbol a patentar el ascensor. Y, como Fitzcarraldos que somos, tenemos que encontrar la manera de transportar aquel barco por encima de la montaña. Porque si la literatura, como dice Pilch, es una biblioteca de sueños olvidados, la literatura universal solo puede ser una biblioteca sonámbula. Una biblioteca que encontraremos si salimos en búsqueda de los escritores perdidos. Si los buscamos en las paradas de los tranvías nocturnos, en los parques cerrados desde el anochecer, frente a semáforos en rojo que iluminan calles desiertas. Si los buscamos sin descanso, si los buscamos con dedicación y esperanza, si los buscamos como si buscáramos la teoría del todo. Aquella teoría que conecte por fin la relatividad general con la física cuántica: el centro con la periferia. Quizá los escritores perdidos sean la ecuación que todos andamos buscando.

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De REVISTA DE LETRAS, 20/11/2020

Foto: Aleksandra Lun

 


Aleksandra Lun

Aleksandra Lun (Gliwice, Polonia, 1979) es escritora y traductora. Su primer libro Los palimpsestos, escrito en español, ha sido publicado en España, Francia, Países Bajos y Estados Unidos. Vive en Bruselas.

 

 

 

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