Monday, September 27, 2021

LA TRILOGÍA DE LA ADHESIÓN


EMILIO LOSADA

 

La piedra que se encima persistente

sobre sus compañeros de sendero,

logrará que tropiece alguien en ella.

José María Fonollosa

 

Ciudad, mujer y compinche. Pobrecilla la ciudad moderna, transformada en prostituta de alto standing por obra –en varias de sus acepciones– y (des)gracia del consabido triunvirato proxeneta: políticos, constructores y banca (last but not least, no se nos vayan a olvidar los diferentes cuerpos policiales y los medios, los perros guardianes y los propagandistas del entramado, respectivamente; tanta o más grima da el manijero que el amo). Incidir en el cúmulo de impunes despropósitos ya cansa, malditas sean sus putrefactas calaveras; aunque, cuidado, también las nuestras, si no podridas del todo sí al menos infectadas por el virus de la sumisión, uno de los más nocivos precisamente porque se lo inocula uno mismo. Poco a poco esta exitosa panda de indeseables fue abriéndose paso a codazos y nosotros, lejos de oponer resistencia, nos batimos cobardemente en retirada: unos al menos logramos instalarnos a tiempo en un cercano extramuros, a otros no les quedó otra que aglomerarse en cualquiera de los confines más desabridos y medrosos de esa ciudad reconvertida en mero parque temático para el turisteo fresa. Los próceres, bien escoltados, avanzan al alimón y nosotros nos quedamos ahí atolondrados, sin verlas o sin querer verlas venir, enredados en debates inanes mientras vemos cómo nos arrebatan el pastel a cucharadas. La misma cantinela de siempre, a veces nos merecemos lo peor. Ya lo dejó escrito con gran tino el mejor Alberti en plena estafa del 29: Llevaba una ciudad dentro. / Y la perdió sin combate. / Y le perdieron. Nada que añadir, los ángeles rasos capitulan en todas las épocas. Nos queda un único consuelo: la búsqueda desesperada del respiradero, del reducto con solera inauditamente condonado por esta pérfida canalla; pequeñas ramas en el abismo cada vez más bajas y quebradizas a las que algunos empecinados nos agarramos más que nada porque nos va la vida en ello. «¿Qué será de Lisboa?», se preguntaba no hace tanto en un memorable artículo el incansable husmeador de resquicios Enrique Vila-Matas. El autor se temía lo peor y tristemente ahora podemos decir que acertó de pleno. Jugaba con ventaja porque vive en Barcelona y se ha pateado medio mundo. Conoce de primera suela el proceso, claro.

La ciudad como personaje-escenario en la plétora y el descalabro y la mujer como ideal: libre, bella, moderna, lúcida, autosuficiente, posromántica, escurridiza. Ventajas de Occidente: ella elige, usa y desecha; está en su derecho, tiene ese poder, ha costado, ya le tocaba. Sabes que la muchacha va a doler, pero si ves que hay una mínima oportunidad te tiras a la piscina y ya si eso luego que se te afane el baile. Y, tres de tres, el amigo-hermano, el igual, el lazo inquebrantable, al menos sobre el papel; sus gozos y sus pesares que haces o deberías hacer tuyos y viceversa, el a menudo inevitable distanciamiento, las especialmente lacerantes consecuencias del desengaño. Las ciudades deshonradas que aparecen en estas tres novelas: Sevilla, Barcelona, Madrid, Nueva York, Tánger y alguna que otra más en segundo plano. Las mujeres: Lucía, Sophie y Ariadna. Los socios de trasiego: Sandro y Jon, Robert y Landelino, Asier y Martín de Bilbao.

Ciudad, chica y dupla compadre entonces; la lucha desesperada por preservar lo que merece la pena ser preservado, intentarlo hasta donde se pueda y algo más allá; el sitio, las personas y el momento; las lecturas, la vivencia y el viaje entretejiéndolo todo –otra indispensable triada sin la cual nunca acaba de arrancar una obra de arte que valga la pena– y la intención de seguir paladeando todo néctar lícito o proscrito que se te ponga a tiro aunque te guardes en la manga la opción del epicúreo recule si ves que la cosa se te está yendo de las manos. Y es que sucede que uno le tiene un gran apego a la vida, con sus miles de contras y su algún que otro memorable pro: a tomar por saco la monserga del bonito cadáver, ninguno lo es, que la penca parca espere sentada y que se ande con ojo, que igual queda alguna bala en buenas condiciones con la que batallarle la funesta jugada, nada de pólvora mojada, como una vez escribió con la envidiable maestría que lo caracteriza el gran Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que de viejo punk con la munición echada a perder nada de nada, ya dejé yo también por escrito constancia de que una noche soñé en riguroso cinemascope que me acorralaba en la parte de arriba de un saloon –una suerte de lupanar pero sin putas– y que revólver en mano se dedicaba a dispararme con flemática saña. Aunque el muy puñetero en ningún momento apuntó a dar, tan solo pretendía meterme en vereda. Ya consciente concluí que aquello no fue más que un sutil empero asaz persuasivo intento de arrancarme del tuétano esa maldita pereza que a veces me embarga con el fin de que culminase de una santa vez mis cagadas atoradas. Me considero / Un drogadicto de la página en blanco, había leído esa misma noche a otro gigante de las letras oriundo de las Américas, el maestro Nicanor, aún vivo por aquel entonces. Cerré el libro, apagué la luz y al poco el mamonazo de Morfeo empezó a proyectar el onírico wéstern. Ya en la mañana decidí aparcar los textos en transcurso y me puse a desarrollar el manuscrito de unas cien páginas que pergeñé durante dos semanas en el verano de 2014, justo a la vuelta del primer merodeo por los resquicios supervivientes de aquel decadente Tánger sin ínfulas ni smartphones cuya progresiva alienación he podido ir testificando en cada posterior viaje. Se trata mismamente de esta novela que ahora mucho más desarrollada tienen entre las manos. No es la primera vez que una nouvelle engorda. Recuerden si no lo del que gloriosamente transgredió para siempre los cánones del invento hace cuatro siglos de nada. Todo parecido con la realidad es pura coincidencia.

La adhesión pues como la respuesta que no flota precisamente en el viento o que si lo hace irremediablemente acaba cayendo en las mancilladas aceras de alguna de estas ciudades-manicomio referidas. Solo es necesario detenerse unos segundos para recoger ese mensaje que viene a instarnos a poner algo de nuestra parte para atenuar en la medida de lo posible la intensidad del desaguisado. Las tres novelas que guardan conexión a este efecto: La quintaesencia suave (2009), Aviones de fuego (2015 en México, 2017 en España) y Las horas de más, la inédita hasta este momento. Ya hay trilogía. Y empezamos por la última no solo porque uno esté versado en esto de hacer las cosas al revés, más bien por corresponder a la Editorial 3600 en general y a Willy Camacho en particular por la inmediata y entusiasta disposición a esta propuesta: qué menos que ofrecerles en primer lugar la primicia, por amables, animosos, defensores de las letras de riesgo… ¡y por la osadía, claro que sí, sobre todo por la osadía, uno de los sustantivos más hermosos, o al menos uno de los más necesarios en estos tiempos de mansos!

De las novelas mejor decir poco aparte de invitar a su lectura. Que cada cual desoville sus entresijos. Alguna reseña pueden encontrar por ahí más atinada de lo que aquí yo podría comentar acerca de las dos ya publicadas (varias precisamente tienen autoría boliviana). Uno detesta las sinopsis, algo nada fuera de lo normal, eso que se lo guisen, coman y caguen las editoriales y librerías holding, poco encuentro más contrario a la literatura que anteponer el fondo a la forma. Por alguna razón que se me escapa me tiran los porcentajes. Si se deciden por estas lecturas lo verificarán. Con respecto a esta controversia estilo versus temática, dirimo la cosa en un 80% para lo primero contra un 20% para lo segundo, justo como el porcentaje de magro y grasa que dicen los entendidos que debe tener una buena picada para hamburguesa. Ah, y todo al punto, esto es, sin demasiadas piruetas ni enrevesados alardes, pretendiendo uno la a menudo imposible concisión, lo de menos es más, ya saben, aunque mira que a mí eso me cuesta. Mis peores momentos en los ya algunos años de experiencia en esto de publicar obras propias o pequeños textos incluidos en obras ajenas o para la prensa han sido cuando me he visto obligado a destripar parte de la trama de turno por exigencia editorial. Siempre me resultó traumático, y no porque me falte experiencia en la lid: en mi tiempo hube de escribir decenas y decenas de sinopsis de películas para la televisión pública española, una larga y desgraciada historia que ahora no viene a cuento. En cualquier caso, antes de que me arrepienta me voy a dejar caer con una abstracción por cada una de estas tres novelas y voy ahuecando el ala de aquí, ea:

 

La quintaesencia suave: el remordimiento.

Aviones de fuego: la pérdida.

Las horas de más: la negación.

 

Y ya he dicho mucho.

Las reediciones de las dos primeras novelas irán precedidas de unas líneas que versarán sobre el momento vital que las engendró, que es algo más definitorio que cualquier desvarío que yo pueda apuntar sobre tramas, así que ahora toca decir algo más –poco– sobre esta primera/última. Como en las otras dos y en el resto de mi obra, yo siempre parto a la hora de escribir de una ciudad. Ella por sí misma me da el detonante, solo después aparecen los personajes y más tarde aun el argumento, si es que lo hay, que tampoco estoy muy seguro. Ya he dicho que esta novela empezó a redactarse tras eso que a veces tan ridículamente se define como «viaje iniciático»: mi primera visita a Marruecos, una sorpresa de aquella novia mía tan garbosa. La novelita la metí en un cajón quizá por complejo de arribismo. ¿Otra maldita novela sobre Tánger?, debí pensar. No es que me suela preocupar el qué dirán –si no, ¿a qué me iba a dedicar yo a esto, y encima desde España?–, ocurre que soy humano y a veces me enfrasco en devaneos que no conducen a nada.  El caso es que al terminar de redactar ese primer borrador me puse a otras cosas, entre ellas a darle la puntilla a Aviones de fuego, y la jugada salió bien: meses después gracias a esa novela crucé el charco por segunda vez, y con grandes albricias, ya me referiré a la aventura llegado el momento. Un buen día recuperé aquella novelita y la cosa se me fue de madre. El pasado y el presente de Asier lo llevó a Madrid, Euskadi, el sur de Portugal, Chauen, Tetuán… De no haberle cortado las alas a tiempo, seguro que el muy perillán de él acaba huroneando por Finlandia. ¿Qué más dan los sitios y los motivos, no obstante? Ya digo: primero aparece una ciudad, luego surgen los personajes y estos tiran por donde les sale, yo solo callo la boca e intento contarlo de una forma original que no tiene por qué tener sentido ni pauta, lo que tiene que haber sí o sí es ese mínimo aporte en el estilo. Como lector no me encandila el escritor que sabe escribir y ya, me encandila el que escribe distinto. Con esto no quiero decir que yo lo haya logrado. ¡Ya quisiera! Me moriré en el intento, pero, eso sí, me moriré intentándolo. Esa precisamente es la mayor motivación para seguir insistiendo en esta ingrata encomienda: la búsqueda constante de una voz peculiar. Ahí es nada. Otra: el feed-back. Porque, efectivamente, uno escribe primero para sí mismo, por puro placer; pero está claro que si pretende publicar lo hace también para los demás. Y a día de hoy puedo asegurar que lo mejor de todo son las personas y los sitios que uno va conociendo entre libros. 

¿Y para qué decir más? Bueno, solo dos cosas. No tengo ni idea de adónde me llevará todo esto, pero son ya unos cuantos títulos y hay ciertos aspectos que tengo muy claros:

1/ Nos han vencido pero aún estamos enteros. Luchamos contra gigantes, hay muchísimas opciones para el ocio, demasiadas. Uno sigue escribiendo porque lo necesita tanto como el comer o el beber, lisa y llanamente. Lo de los escritores lloricas que se guarnecen en el autocomplaciente paraguas del victimismo me producen tanto rechazo como los exitosos autores mainstream a los que aquellos suelen culpar de su fracaso. No puedo ni con unos ni con otros. Y con los falsos aduladores que solo buscan la correspondencia ciega en la lisonja, menos. El rollo del Sr. Lobo, solo tras culminar un buen trabajo. Lo demás son cantos de sirenas encontradizas y porfías estratégicas de escribemonas trepa. 

2/ No pienso volver a escribir cargado de odio. Ya no. Solo una vez lo hice. En Los ángeles rasos, mi segunda novela. Es la única de mis obras de la que reniego. Absolutamente fallida, exceptuando el título. Por eso lo he colocado un poco con calzador al inicio de este texto. El odio brota de vez en cuando en mis letras porque la vida está llena de aspectos detestables, pero no centra el conjunto. No soporto las malditas banderas, los himnos, la gentrificación o el abuso de poder, motivos no faltan para el cabreo. La situación en mi país, por ejemplo. Me tiene desquiciado que los tres repulsivos partidos de derechas se estén llevando al huerto a las masas obreras, me revienta sobremanera tener que reprimir al nieto de Durruti que llevo dentro para adherirme con la nariz tapada y la arcada contenida al mal menor que representa una timorata izquierda de pitiminí más interesada en la corrección discursiva que en cambiar de una puta vez las cosas. No son estos tiempos de burladeros y equidistancias. De vez en cuando agito el avispero. Y mucho me temo que el cuerpo me va a pedir –lo está haciendo ya– que lo haga con más saña. Seguramente así será, pero intentaré tener en mente un precepto que puede parecer cursi pero, qué coño, es una verdad como un templo, inapelable de todas todas: solo el amor salva.

A ver, si es que no nos queda otra.

Se inicia esta prescindible intro con un epígrafe del nada prescindible Fonollosa. Los epígrafes se colocan por algo, y de este que he elegido –del divino Fonollosa podría usar decenas de versos– se destila un deseo que comparto con el poeta barcelonés. Cordialmente me despido de ustedes invitándoles a que tropiecen en el mejor de los sentidos con todas o al menos con alguna de estas tres piedras –y con las que hayan de venir– que irá dejando la Editorial 3600 en el camino. Y si la cosa les agrada y se lo hacen saber a sus amistades, mejor que mejor, que ya pueden imaginar lo necesitados que estamos los autores relegados a los márgenes del boca a boca… 

…porque ya saben: la adhesión es la respuesta.

Sálvense y salven.

Arrumacos desde la remilgada Madrastra.

E.L.

 

Sevilla, septiembre de 2021

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De EMILIO SIN TIERRA, blog del autor, 26/09/2021

Foto: Editorial 3600. Feria del Libro de La Paz, 2021
Chica de la bicicleta: Marieta Álvarez Ossorio

 

 

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