Thursday, April 7, 2022

El paradigma Gógol: un escritor, dos países


TXEMA ARINAS

 

Todavía conmocionado, no tanto por las imágenes que nos llegan de la guerra de Ucrania, porque por desgracia nuestra retina está ya acostumbrada a todo tipo de barbaridades por vía catódica, sino también, o sobre todo, por la insoportable convicción de lo mucho que se está pareciendo este primer cuarto del siglo XXI al anterior, y eso cuando todavía creíamos que después de todo lo ocurrido entonces no volvería a repetirse nunca, que era imposible que fuéramos tan estúpidos como especie para volver a poner el mundo en llamas y además ahora con armas nucleares de por medio. No he tardado, como todo buen letraherido que se precie —expresión que, confieso, cada vez me resulta más antipática—, en acordarme de Nikolái Gógol. ¿Y por qué me acuerdo de Gógol en lugar de otros conocidos escritores nacidos en Ucrania como Irène Némirovsky, Anna Ajmátova, Adam Zagajewski, Clarice Lispector, Mijaíl Bulgákov o Vasili Grossman, los cuales, al igual que Nikolái, escribieron en una lengua distinta al ucraniano? Pues porque, a diferencia de Irène Némirovsky o Clarice Lispector, las cuales escribieron la mayoría de sus obras en francés o portugués respectivamente, las lenguas de sus países de acogida, el resto lo hizo en ruso, la lengua oficial del imperio al que Ucrania pertenecía desde el siglo XVII. Escribieron en ruso, ya fuera porque esa era la lengua de su familia dados sus orígenes rusos a pesar de haber nacido en Ucrania, como era el caso de Mijaíl Bulgákov, o porque tanto ellos como en algunos casos también sus familias, la habían adoptado como lengua de cultura dada la obligatoriedad de ésta para cursar cualquier tipo de estudios o carrera profesional, y también como lengua cotidiana dada la primacía del ruso en los entornos urbanos como consecuencia de la postergación que sufría la lengua autóctona ucraniana, condenada a ser poco más que el modo de comunicación de las clases populares y sobre todo campesinas. Se trataba, por lo tanto, de una situación de diglosia propia de lo que el escritor e intelectual occitano Robert Lafont definió como “colonialismo interno”, es decir, aquel contexto presente y pasado en el que un país incorporado a una entidad político-administrativa mayor es desposeído por el Estado al que pertenece, tanto de sus recursos económicos como de la posibilidad de desarrollarse social y culturalmente dado que es mantenido en un estado de dependencia y subordinación a los intereses de la metrópoli, la cual también le impone su lengua y cultura como únicas a ser tenidas en cuenta.

Así pues, ese es el contexto sociocultural en el que nació Nikolái Vasílievich Gógol en Soróchintsy, ​en la gobernación de Poltava (actualmente Ucrania), en el seno de una familia de baja nobleza rutena. La de Gógol era una familia de hondas raíces ucranianas que incluso remontaban sus orígenes nobles al período en el que la mayor parte de Ucrania había pertenecido a la Unión Polaco-Lituana. Sin embargo, y como consecuencia de haber nacido en el período en el que Ucrania pertenecía ya al Imperio ruso, Gógol, al igual que todos los vástagos de la pequeña nobleza rural ucraniana, enseguida adoptó el ruso como lengua de estudios y, sobre todo, de ascenso social. Tan es así que fue después de haber emigrado a San Petersburgo en 1828 para cursar estudios superiores, donde también empezó a trabajar como funcionario de la administración zarista, y donde el joven Gógol conoció al famoso escritor ruso Aleksandr Pushkin. Así pues, fue gracias a la amistad que entabló con Pushkin que el joven Gógol decidirá dedicarse a la literatura. Gógol comenzó escribiendo diversos relatos breves cuya acción transcurre en San Petersburgo, como La avenida Nevski, el Diario de un locoEl capote y La nariz. Con todo, sería su comedia El inspector, publicada en 1836, la que lo convertiría en un escritor conocido por el gran público. Un éxito que también fue la razón por la que decidiera emigrar a Italia escapando de la polémica que había suscitado su obra a causa del sarcasmo con el que describía los pormenores de la administración zarista y las clases dirigentes. Gógol pasó casi cinco años viviendo en Italia y Alemania, viajando también algo por Suiza y Francia. Fue durante este período cuando escribió la que sería su obra más representativa, Almas muertas, cuya primera parte se publicó en 1842, y también la que sería su novela más popular, Tarás Bulba, protagonizada por el cosaco del mismo nombre y ambientada en el siglo XVI en tierras ucranianas, las cuales entonces estaban parcialmente ocupadas por los polacos.

Dos novelas por las que todavía hoy se recuerda a Nikolái Gógol —si bien yo añadiría también Historias de San Petersburgo como imprescindible para entender su obra— y completamente diferentes entre sí. Si Almas muertas es sin lugar a dudas la gran novela de Gógol, considerada por muchos críticos a la altura de El Quijote o la Divina Comedia, ya fuera por lo original de su propuesta, un mercader, Chichikov, que compra el alma de los siervos muertos para que los terratenientes pudieran inscribirlos en el registro como bienes activos, o por lo innovador, valiente incluso, de su escritura al tratarse de una sátira burlesca de todo un sistema en crisis como era el de la Rusia anterior a la emancipación de los siervos, y un estilo donde se alternan una increíble maestría descriptiva con una libertad absoluta a la hora de enfrentarse a la previsible estructura del texto según los cánones de la época, su segunda novela más conocida, Tarás Bulba, es todo lo contrario, una novela histórica bastante formal, prácticamente un folletín, con el claro objetivo de convertirse en un gran éxito de público, ni más ni menos que aquello de lo que estaba más necesitado Gógol una vez tomada la decisión de dedicarse profesionalmente a la escritura en exclusiva.

Sin embargo, Tarás Bulba es también la razón por la que todavía hoy en día se pelean dos naciones como Rusia y Ucrania, empeñadas cada una de ellas en apropiarse del nombre de Nikolái Gógol para su panteón de glorias patrias. Y por eso mismo también, por lo ridículo de esta pugna para determinar si Gógol fue un escritor más ruso que ucraniano o a la inversa, una pugna que alcanzó su más altas cotas de sinrazón durante el bicentésimo aniversario del nacimiento del gran escritor en 2009 al enzarzarse tanto las autoridades rusas como las ucranianas en una disputa acerca de a quién pertenecía la gloria antes citada, Tarás Bulba resulta fundamental, si no para entender en su totalidad el conflicto identitario que enfrenta a rusos y ucranianos, sí al menos para acercarse a las raíces de éste.

Tarás Bulba cuenta la historia de un viejo cosaco zapórogo, Tarás Bulba, y sus dos hijos, Ostap y Andréi. Los hijos de Tarás, luego de concluir sus estudios en la Academia de Kiev, vuelven a su hogar. Los tres personajes, al reencontrarse, emprenden un viaje épico a la Sich de Zaporozhia, ubicada en Ucrania, donde se unen a otros cosacos en la guerra contra Polonia. Se trata, por lo tanto, de una novela de temática no sólo ucraniana, sino sobre todo acerca de los orígenes del pueblo ucraniano como tal, ya que, y tal y como es reivindicado por el nacionalismo ucraniano, éste surge en el momento en el que los eslavos de alrededor de Kiev y los vecinos cosacos semiindependientes se unen para quitarse de encima el yugo de la dominación polaca. Podría pasar, por lo tanto, por uno de esos libros que condensan las supuestas esencias patrias que los nacionalismos suelen enarbolar como la razón de ser de lo suyo. Sin embargo, en el caso de Tarás Bulba de Gógol hay un pequeño pero importante inconveniente, pues no sólo está escrito en ruso, sino que además es un texto en el que apenas aparece la palabra Ucrania y sí repetidamente Rusia, incluso Pequeña Rusia para referirse al territorio que hoy recibe el nombre de Ucrania.

De ese modo, el problema de lengua nos conduce a una de las preguntas más recurrentes a la hora de hablar de a qué país corresponde el honor de disfrutar en propiedad la gloria de un escritor como Nikolái Gógol: ¿es la patria la lengua o el terruño? Aquí supongo que habría que responder que las glorias literarias no deberían pertenecer a país o ente administrativo alguno; que la obra de cualquier escritor, incluso por muy local que sea ésta, pertenece al conjunto de la humanidad, pues es a ella a la que se dirige desde el momento en el que cualquiera puede acceder a una obra literaria, ya sea por conocimiento de la lengua en que está escrita o a través de las traducciones. Sin embargo, y aunque concuerdo con dicha teoría por muy idealista que parezca, no hay nada más humano que clasificar para entender, y eso es lo que hacemos, siquiera instintivamente, cuando atribuimos a cada escritor una tradición literaria u otra. De ese modo, y por lo general, para la mayoría de la gente que ama la literatura la razón de ser de dicha clasificación no es otra que la lengua en la que una obra literaria está escrita. Y lo que ocurre es que esa clasificación en muchos casos no corresponde siempre a un determinado país o patria como les gustaría a algunos cuando hablan de literatura española, inglesa, francesa, portuguesa, árabe, rusa o de cualquier otro país que, por la razón que sea, por haber adoptado siquiera sólo culturalmente la lengua de la metrópoli colonizadora o porque simple y llanamente comparte la misma lengua que sus vecinos como en el caso de Austria con Alemania. Dicho de otro modo, la tradición literaria en lengua española o castellana no se circunscribe en exclusiva a España sino al conjunto de países que hablan nuestra lengua, incluso de individuos que no pertenecerían a ninguno de ellos, pero que, por lo que fuera, les hubiera dado por escribir en ella. Así pues, si nos circunscribimos a criterios exclusivamente literarios, la tradición en nuestra lengua castellana está formada tanto por escritores como Cervantes, Quevedo, García Lorca, Juan Benet, Cela, Carmen Laforet y muchos otros como José Martí, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Neruda, Gabriel García Márquez, Borges, Carpentier, etc. Otro tanto en lo que atañe a la literatura en lengua inglesa a lo largo y ancho de lo que en uno u otro momento de la historia fue parte del Imperio británico o del francés y portugués por lo mismo.

No obstante, los nacionalismos sobre los que se sustentan la mayoría de los Estados tienden a apropiarse de la gloria de los escritores nacidos dentro de sus fronteras. En realidad es una manera como cualquier otra de engrosar el patrimonio cultural de cada Estado; que luego sea para presumir de ello más que para promocionarlo ya es cosa de cada cual. Sin embargo, a quiénes, cómo y por qué hacen parte de sus patrimonios nacionales. Cuando se trata de un escritor nacido en un país con una sola lengua y que además se circunscribe prácticamente en exclusiva al territorio de dicho país, no hay duda alguna: un escritor en lengua danesa suele pertenecer al patrimonio del Reino de Dinamarca, otro tanto para un escritor italiano, finlandés, japonés o coreano, etc. Por el contrario, ¿qué pasa cuando tenemos a un escritor como Kafka que nace en Praga, en el seno de una familia judía cuyo padre de lengua checa adoptó la lengua alemana para su familia tras trasladarse a la ciudad dado que ésta era la oficial en el Imperio austrohúngaro al que pertenecía entonces Chequia? ¿Es Kafka un escritor checo porque nació en Chequia o alemán porque escribía en esa lengua? ¿Y Joyce? El irlandés James Joyce nació ciudadano británico y ni siquiera se convirtió en ciudadano irlandés, porque cuando su país se independizó del Reino Unido él ya era un ciudadano del mundo que adoptaba la nacionalidad del país en el que residía en cada momento. Con todo, de la misma manera que todos sabemos que la obra de Joyce pertenece a la tradición en lengua inglesa, tampoco se nos escapa que es el escritor irlandés más representativo de una larga tradición de escritores irlandeses en lengua inglesa, si bien a muchos de éstos les habría horrorizado que los hubieran catalogado como británicos. Claro que siempre nos queda la opción de asegurar que tanto Kafka como Joyce son escritores que trascienden sus fronteras dada la fama o importancia de su obra, escritores cuya patria es la humanidad y déjate de pasaportes, partidas de nacimiento y demás papeleo. Empero, eso podría decirse de Kafka sin reparos, pues no existe una obra tan alejada de un territorio concreto, tan global como el absurdo que la caracteriza. Con todo, ¿puede haber una obra más irlandesa que la de Joyce y sin embargo ser un hito de la literatura universal según el principio que solía repetir el escritor mexicano Carlos Fuentes cuando decía que había que escribir desde lo local para intentar ser universal?

Lo mismo ocurre con Nikolái Gógol; nadie duda que se trata de uno de los escritores que componen eso tan rimbombante como extremadamente ñoño que podríamos denominar el firmamento de las estrellas de la literatura mundial. Sin embargo, ¿cómo devino Gógol en una de esas estrellas? Pues, paradójicamente o no, de hacer caso a Carlos Fuentes, incluso a Fernando Pessoa cuando afirmaba aquello de Da mina aldeia vejo quanto da terra se pode ver no universo / Por isso a minha aldeia é tâo grande como outra terra qualquer / Porque eu sou do tamanho do que vejo. E nâo do tamaño da minha altura, Gógol es un escritor rematadamente ruso, y no sólo por escribir en ruso como nunca antes lo había hecho otro, revolucionando a su manera, en la manera de escribir en ese idioma, sino también porque la mayoría de su temática es rusa, incluso, o sobre todo, en las obras en las que se vale de la fantasía y, en especial, de su muy acusado sentido del humor, para retratar, casi caricaturizar, aspectos muy concretos de la sociedad rusa de su época. De hecho, Gógol es tan ruso, siquiera literariamente, que hasta no hace mucho se enseñaba en las escuelas ucranianas como un autor extranjero. Eso hasta hace poco, digamos que coincidiendo con el bicentésimo aniversario de su nacimiento en el que las autoridades ucranianas decidieron incorporarlo al panteón de sus glorias nacionales a pesar de haber escrito en ruso y provocando la consabida y airada reacción de las rusas que lo consideraban de su propiedad. Una pugna tan triste y previsible a cuenta de la pertenencia de la gloria de Gógol en la que no faltan episodios verdaderamente patéticos como la declaración de la Duma rusa de que el autor de Almas muertas les pertenece poco más que por decreto y que cualquier otra consideración al respecto sería recibida como una ofensa a su país. Un absurdo al que, cómo no, correspondió la otra parte con una traducción al ucraniano de Tarás Bulba en la que se eliminaban a propósito las alusiones a “Rusia” y a la “patria rusa”, sustituyéndola por términos como “nuestra tierra” o “la tierra de los cosacos”. Una burda mutilación del texto original en ruso cuyo único propósito era poder enseñar el libro en las escuelas ucranianas con el fin de reivindicar a Gógol como un escritor ucraniano que escribía sobre el alma ucraniana, si bien que en lengua rusa por las cosas del colonialismo interno del que ya hemos hablado antes.

Pues sí, un debate tan fútil como falso; pero, ni más ni menos que como suelen ser la mayoría cuando lo que los anima de verdad es el nacionalismo de la parte que sea con fines esencialmente patrimonialistas. Porque esa es, a fin de cuentas, una de las características más funestas del nacionalismo que tiende a apropiarse de la cultura como una bandera propia para exhibir al mundo y poco más, que es incapaz, no está dispuesto, a reconocer que la mayoría de las cosas que atañen a la cultura casi nunca son patrimonio exclusivo de unos pocos, de un país o Estado concreto, sino que el alcance de una obra artística, por lo siempre poliédrico de todas ellas, acostumbra a trascender el marco estrecho o inmediato en el que ha sido concebida, por lo que casi nunca tiene dueño más allá del autor.

En el caso de Gógol nada resulta más ridículo que negar esa dualidad identitaria de su obra. Gógol es tan ruso en su retrato irónico y surrealista de la realidad rusa como ucraniano en el del pasado de su país. ¿Por qué, entonces, no puede ser considerado patrimonio de unos y otros, por qué no puede ser un escritor ruso de procedencia ucraniana en Rusia y un escritor ucraniano en lengua rusa en Ucrania? La respuesta, por desgracia, es obvia; porque ambos nacionalismos están empeñados en negarse recíprocamente, el uno porque parece existir sólo como resultado de una nostalgia imperial que le hace sentirse víctima de una conspiración a todas las escalas para negar, mutilar y minimizar ese pasado imperial, y el otro porque necesita apropiarse para uso propio y exclusivo de todo lo que tenga que ver con su país, aunque sea de refilón, con el único propósito de reafirmarse, de existir. Una disputa alrededor de la identidad de cada cual que, si en el resto de los aspectos de la vida ha derivado en una peligrosa esquizofrenia, sobre todo cuando echa mano de ella un autócrata con todo el aparato de su Estado a su servicio para hacer y deshacer a su antojo, y en especial para controlar a una sociedad hasta el punto de embarcarla en guerras criminales como la actual en Ucrania, y siempre, pero siempre sin excepción, a mayor gloria de sí mismo, al fin y al cabo el principal y único objetivo de todos los tiranos habidos y por haber, cuando se trata de algo tan en principio inocuo y esencialmente lúdico como la literatura, roza ya lo demencial. De hecho, y volviendo a Gógol, el profesor Miroslav Popóvich, director del Instituto de Filosofía de Kiev, nos lo explica muy bien cuando califica de “idiotez” la discusión sobre si Gógol era ucraniano o ruso, dado que, en su opinión, “transfiere elementos del debate político al campo literario. Gógol es uno de los fundadores de la literatura rusa, posiblemente uno de los más grandes escritores en ruso, pero conserva las raíces nacionales ucranianas y contempla San Petersburgo con ojos de un hombre meridional. Al traducir Tarás Bulba se pierde el aroma de la estepa, el aroma ucraniano, que existe en el original ruso”. Y termina sentenciando Popóvich: “En Ucrania tenemos nuestros necios radicales y en Rusia también, y ambos son desagradables”. Pues eso, poco más que añadir a las palabras del profesor que no sea que, además de desagradables, también los hay simple y llanamente criminales.

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De LETRALIA, 13/03/2022

Imagen: Otto Friedrich Theodor von Möller (hacia 1840). Galería Tretyakov 

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