Tuesday, May 29, 2012

Escriban sobre Bolivia (2)


Pablo Cingolani

Gracias a la insistencia de los lectores, volvemos a planear sobre la mirada exterior acerca de Bolivia, reparando algunas omisiones que ex profeso faltaron en el primer artículo y quemando algunos cartuchos más para cerrar este arbitrario viaje literario.

Bolivia es aventura

Hasta hoy, Bolivia ha conservado grandes santuarios de naturaleza virgen, vastos territorios con escasa o nula población, paraísos en suma para aquellos que buscan vivir aventuras que, como anotó Piglia, somos todos.
No es raro encontrar testimonios sobre esa mirada, incluyendo, desde ya, a varios de los cronistas españoles de los siglos XVI y XVII. De estos, me gustaría rescatar a dos, sólo porque sus crónicas hacen alusión a territorios marginales, a fronteras de guerra como se los llamaba en tiempos coloniales. Se trata del Factor Lozano y de Juan Recio de León.
Lozano, funcionario de la corona asentado en Potosí a finales del siglo XVI, escribió la primera crónica conocida sobre ese desierto misterioso que son Los Lípez, uno de los techos del planeta Tierra. Además de hacer una descripción exhaustiva de la demografía, la etnografía y los minerales de esa región singular (y como todo buen estratega, trazar un plan de conquista a partir de un conocimiento desusado de la geografía para esos tiempos, tomando en cuenta que el autor era un burócrata), narra una anécdota deliciosa: cómo los caciques lipes embaucaron al Virrey Toledo en su famosa visita y se eximieron de ser reclutados para la mita de las minas.
Juan Recio de León era el lugarteniente de Pedro de Leguí Urquizo, el primer español que fundó pueblos en la tierra de los “chunchos”, ese impreciso territorio que comenzaba al transponerse los contrafuertes andinos y bajar hacia la Amazonia. A Leguí se debe el primer intento de poblar el valle de Apolobamba (Apolo), Santísima Trinidad de Yariapu (Hoy, Tumupasa) y San José de Uchupiamonas, la comunidad que en la actualidad es propietaria del archifamosa albergue ecoturístico de Chalalán, a orillas del río Tuichi. La única fundación que sobrevivió en el tiempo desde que dicho capitán bilbaíno la fundara en 1617 fue la mítica San Juan de Sahagún de Mojos que hasta hoy resiste a unos 100 kilómetros a pie desde Pelechuco. Juan Recio de León narra todos estos sucesos y mucho más, desde cómo llegar al reino áureo del Paititi o localizar a las temidas Amazonas, las mujeres guerreras de la gran selva sudamericana. Es interesante anotar que sus exhaustivas descripciones de la flora y la fauna locales fueron leídas en clave ecológica en el siglo XX y sirvieron para caracterizar ese mega parque nacional que es el Madidi.

El verdadero Indiana Jones

Quien anduvo por allí y por todos lados en plan demarcación de límites y aventura pura fue el célebre Teniente Coronel británico Percy Harrison Fawcett que recorrió Bolivia en viajes sucesivos entre 1906 y 1914.
Sobre Fawcett se ha dicho de todo pero puntualicemos algunos datos. Es cierto que inspiró el personaje de Indiana Jones, interpretado por Harrison Ford y que volteó taquilla en los cines del mundo entero pero no fue Spielberg el que leyó sus renombradas memorias sino el guionista del film: Rob Mac Gregor. Es cierto que desapareció en Brasil en 1925 buscando una ciudad perdida que el asociaba con la Atlántida de Platón y con antiguas civilizaciones prediluvianas que habrían vivido en la actual América del Sur y que se organizaron numerosas expediciones en su búsqueda, algunas de ellas también desaparecidas. Es cierto pero a esa historia -verdaderamente de culto universal- le falta el dato certero de que fue justamente en Bolivia donde Fawcett empezó a concebir sus hipótesis.
Dos temas lo impactaron de sobremanera: el silencio de Tiwanaku y la sabiduría de los Kallawayas. Del sitio arqueológico, siempre supuso que era el nexo entre las antiguas y las más pretéritas aún civilizaciones del continente y de los médicos naturistas itinerantes de los Andes creyó que guardaban claves de ese saber ancestral e histórico que había sobrevivido a los cataclismos naturales y al paso de los tiempos.
Como curiosidades bibliográficas o no tanto, habría que destacar en relación al tema, la tesis de un joven periodista inglés de la universidad de Essex llamado Rob Hawke quien, por primera vez, reivindica la matriz boliviana de las ideas y concepciones fawcianas y un trabajo cuya autoría corresponde al griego Emmanouel P. Laleos donde se afirma que cerca de Tiwanaku, en una piedra triangular, Fawcett habría escrito una cita donde anunciaba el cambio de era astral y que eso sucedería en los montes Roncador del Brasil, precisamente en el territorio donde luego desapareció sin dejar rastros.
De las memorias de Fawcett, recopiladas por su hijo Brian bajo el nombre de Expedición Fawcett, un clásico de la aventura, vale la pena transcribir una de sus impresiones sobre la ciudad de La Paz a principios del siglo XX: “La Paz, con sus tranvías, sus plazas, alamedas y cafés, es, en esencia, una ciudad moderna. Extranjeros de todas las naciones llenan sus calles. Se puede sentir plenamente la proximidad de los lugares salvajes. En medio de las levitas y sombreros de copa de los hombres de la ciudad se ven los Stetsons raídos y las botas de los exploradores; pero por alguna razón las suelas alambradas de estos zapatos no se ven discordantes al lado de los escarpines de altos tacones de las damas elegantes”. Debo confesar que esa fue una de las imágenes que poblaban mi mente cuando arribé aquí en 1983 y que, como siempre, la realidad supera siempre con creces todo lo narrado. Debo confesar también que sigo sorprendido de cómo hasta ahora la figura de Fawcett sigue siendo aquí casi invisible y que los gobiernos de La Paz y de Londres no hayan rendido el homenaje que el explorador se merece. Alguna vez leí un artículo anti-Fawcett firmado por Pedro Shimose: es cierto que el inglés era un hombre de su tiempo, la era de hierro de la expansión imperial, pero algunas de sus ideas eran de avanzada, en especial cuando cuestiona amargamente las atrocidades cometidas por los barones del caucho en las selvas de la Amazonía. Por otro lado, que amo a Bolivia es indudable. El 2006 se cumplirán cien años de su llegada a Bolivia.

Primera ascensión al Illimani

En uno de los clásicos de la literatura de viajeros sobre Bolivia –el libro del francés Charles Wiener: Perú y Bolivia, cuya primera edición la hizo Hachette en París en 1880- es preciso rescatar la narración de la coronación de una de las cumbres del nevado más famoso del país: el cerro Illimani. Es preciso exhumarla ya que es un lugar común afirmar que fue el inglés William Conway el primero en subir con éxito la montaña y no es cierto.
Wiener se propuso medir la altura del Illimani y llegar a alguna de sus cimas; parte para ello de La Paz el 10 de mayo de  1877 en compañía de José María Ocampo, el ingeniero Krumkow, un barómetro y un termómetro de ebullición. Luego de atravesar Obrajes, pernocta “en el miserable villorio de Mecapaca” pero, como D´Orbigny treinta años antes, se abruma y se sorprende con la orografía del valle del río Choqueyapu. Anotó en su libro:”No he encontrado nunca, en mi largo viaje, pendientes tan abruptas como al sureste de La Paz”. Siguen aproximándose a la mole, caminando por el lecho del río. El segundo día arriban a la hacienda Cotaña, propiedad de Pedro Guerra: Wiener no deja de asombrarse al ver naranjos, limoneros y bosquecillos de bananos frente “a las nieves eternas y la espantable desnudez del Illimani”. Guerra le advierte de los fracasos anteriores de los norteamericanos Pentland y Gibbon pero como Wiener no ceja, puso a disposición del galo “siete vigorosos indios” para que lo acompañen en la ascensión.
El 19, a las 2 de la madrugada, ésta se inicia. Durante la misma, los participantes sufren todo tipo de contratiempos hasta que los indios se niegan a continuar ya que “era ir contra la voluntad del cielo atreverse a vencer el monte Illimani”. Eran las 3 y 20 de la tarde y estaban a 19.512 pies de altura, quinientos pies más arriba del límite de la vegetación y el inicio de los glaciares, según las mediciones de Wiener, pero resuelven proseguir. Tres indios se mantienen fieles en el empeño y tras una hora y media más de marcha extenuante, coronan el hasta hoy bautizado como “Pico de París”. Según Wiener, se hallaban a 6131 metros de altura sobre el nivel del mar; según Bernardo Guarachi el pico Norte o París del nevado se alza hasta los 6403 metros.
Como sea, se trató de una escalada exitosa. En el testimonio, Wiener, “el encargado por el gobierno de la República Francesa de una misión científica en América Meridional”, anotó los nombres de los “tres guías indios, Jerónimo Quispe de La Paz, Simón López y Manuel Ttule de Cotaña”. El libro incluye los retratos de los tres. El gesto noble del francés es menester destacarlo: hasta el presente, decenas de expediciones “científicas” se valen de los conocimientos y destrezas de los indios para hacer sus “descubrimientos” y “proezas” pero casi ninguna hace constar el aporte decisivo de los originarios.

País sin neurosis

Para completar las miradas a esa diversidad y otredad bolivianas, habría que anotar al sueco Erland Nordenskiöld, cuyos libros de viajes etnoarqueológicos son a la vez un exquisito placer literario, así como las emotivas referencias al volcán Sajama de parte del geólogo y geógrafo Federico Alhfeld o esa primera descripción histórica del salar de Uyuni incluida en ese best seller (pirata) del siglo XVII: Arte de los metales del padre Álvaro Alonso Barba, en su época la máxima autoridad en metalurgia del mundo entero. Sus descripciones sobre las “tierras de colores” de Los Lípez- donde ejerció su sacerdocio y desarrollo sus estudios mineralógicos por siete años- son inolvidables. Insisto, esta lista es incompleta y por ello para terminar esa visión idílica, aventurera y romántica sobre Bolivia, baste agregar esta perla: la cita incluida en Drácula de Bram Stoker, una de las novelas más populares de todos los tiempos, aparecida en 1897. Allí, un camarada de aventuras le escribe a otro: “Nos hemos contado historias sentados junto al fuego de campamento, en las praderas; nos hemos vendado las heridas el uno al otro, tras desembarcar en las Marquesas, y hemos brindado por nuestra salud a orillas del Titicaca”. En esos años, recuerden a Stevenson y a Melville y sus peregrinajes por las islas, las Marquesas –como Bolivia- eran para alguna gente sensible un paradigma de un mundo utópico, ideal, lejano para esa mentalidad europea dominante que se embarcaría pronto en la I Guerra Mundial.
Los años pasaron, vinieron las grandes guerras y el hijo de uno de los grandes industriales que financió la victoria de la nueva gran potencia hegemónica, no sólo rompió con los cánones familiares sino que se convirtió en uno de los grandes íconos rebeldes del siglo XX: me refiero a William Burroughs.
Gran escritor y adicto frenético a las drogas, o viceversa, Burroughs tuvo un mérito literario que pocos poseen: creo un mundo paralelo con o desde su escritura; el mundo narrado de los “yonquis”, de los adictos a las “sustancias controladas”. Su interés por Sudamérica nació de ello. Es natural: una de los estimulantes más potentes que se conozcan se extrae de las hojas de una planta usada de manera milenaria en todo el continente, me refiero –desde ya- a la cocaína. A la vez, su curiosidad con relación a los rituales de los grupos étnicos (desde los Hopis de Nuevo México a los practicados en el Viejo Mundo), lo llevó a devocionar el uso de ayahuasca entre los indios amazónicos. Su influencia en el tema abarcó a toda la llamada beat generation norteamericana.
Su libro-imán es El almuerzo desnudo, aparecido en 1959. Libro escalofriante, inaugura ese mundo reinventado que Burroughs llevaría al paroxismo a lo largo del resto de su obra, literatura en su máxima expresión, una joya. Allí, en ese cóctel alucinante, hay una referencia a Bolivia ineludible. Es cuando el “viejo Bill” se pone a explicar las relaciones entre esquizofrenia y adicción. Entonces, se despacha con toda una declaración de principios sobre la república y anota: “Oh, a propósito, hay una región de Bolivia en la que no se dan psicosis. Gente cuerda del todo en esos montes. Quisiera ir allí antes que se eche a perder con alfabetizaciones, publicidad, televisión y automóviles”. Siempre pensé –es una hipótesis incomprobable- que hablaba de los Kallawayas y lástima porque Burroughs nunca vino por Bolivia a verificar si todavía esos sitios donde no se dan psicosis no se habían echado a perder. Conozco varios.

Varia invención

Hay una “cruceña” enigmática, sensual y atávica, en las novelas del jujeño Héctor Tizón y hay unos poemas que destilan sangre, COB y alma proletaria que escribió el joven (y después malogrado) peruano Manuel Scorza dedicados a la revolución de 1952. Por analogía, hay un libro ultra famoso que habla de Bolivia (Torres) y de Perú (Velasco Alvarado) y que lo firma el ex prisionero de Camiri y ex asesor de Francois Mitterand: Regis Debray. Su título (casi) lo dice todo: ¿Revolución en la revolución?
Borges, en su cuento El congreso incluido en El libro de arena (1975), en ese foro que se reunía en la Confitería del Gas con el propósito de representar a todos los hombres y a todas las naciones, cita a “un boliviano señaló que su patria carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno de los primeros debates”.
Arlt en Los lanzallamas (1931) pone a Bolivia como ejemplo de “un Estado atado de pies y manos a los Estados Unidos”.
Final: Melgarejo. Hay dos libros. Uno lo signa un francés (Melgarejo por Max Daireaux. No puedo dejar de apuntar una frase que le dedica a Alcides Arguedas que dice así: “este país que aún no es nación y que siempre se denomina Alto Perú, no puede vivir sin epopeya…”) y otro,  Juan Carlos Martelli, argentino, autor de un librazo llamado Los tigres de la memoria pero que, por encargo de una editorial argentina, en 1997, escribió un volumen también titulado con el apellido del gobernante boliviano y que se caracteriza por un erotismo subido de tono (pornográfico, dirían otros) donde abundan los actos sexuales de todo tipo y las borracheras más indecorosas. Kaput.

Del archivo del autor

Imagen: Hacienda Cotaña

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