Wednesday, May 16, 2012

La inspiración de Irina


Por Adolfo Cáceres Romero

Prodigioso comienzo el del presente siglo XXI. No ocurrió así con el anterior. El XX fue de los poetas. Franz Tamayo y Ricardo Jaimes Freyre habían marcado su presencia, sellando el XIX, con dos valiosas obras: Odas (1898), de Tamayo, y Castalia Bárbara (1899), de Jaimes Freyre. Tiempo de lucha para la mujer que apenas figuraba los primeros años del XX. Adela Zamudio era su paladín, poeta y narradora. El papel intelectual de esas mujeres ha pasado casi inadvertido. “El Álbum”, era una revista femenina publicada a fines del XIX,  en Sucre;  dirigida por Carolina Freyre de Jaimes, madre del autor de Castalia Bárbara; revista donde escribían varias mujeres; entre ellas Hercilia Fernández de Mujía. En Cochabamba, también a fines del XIX, apareció la revista “La Rosa”, publicada y dirigida por mujeres. Hacia  1923 se fundó en Oruro “Feminiflor”, revista de mujeres donde Betshabé Salmón –madre del periodista Luis Ramiro Beltrán Salmón— aparece como Jefe de Redacción. Aparte de Adela Zamudio, advertimos la presencia de muy pocas narradoras, como: Adela Quintanilla de Terán y María Virginia Estenssoro, pero no encontramos a  ninguna mujer dedicada a la crítica literaria.

En contraste, al comenzar el siglo XXI, tenemos innumerables narradoras de buen nivel y varias estudiosas de las letras nacionales; entre ellas Irina Soto-Mejía que, en su artículo “La inspiración de la joven literatura boliviana” (Fondo Negro, 1-I-12), nos habla de los novísimos narradores que comenzaron a producir en lo que va del presente siglo XXI, concretamente se refiere a los nacidos entre 1975 y 1985. Prodigiosa década, para iniciar una nueva época. Pero es necesario aclarar lo que ella afirma: “Todas esas referencias  surgen como intentos de caracterizar a las narrativas bolivianas que se desarrollan actualmente y que tienen una suerte de espíritu vanguardista, pues varían las temáticas y estrategias que se solían manejar en los géneros de novela y cuento”. Referencias que también están en entrevistas y publicaciones de índole literaria. Tal vez hubiera sido bueno que nos especificara algunas de las más significativas, teniendo en cuenta que se dice de todo de un movimiento que recién se perfila y no siempre con “espíritu vanguardista”. Desde luego que no vamos a esperar que concluya su proceso. El talento de esos narradores es indiscutible y alentador, especialmente en los dos que Irina toma de modelo: Liliana Colanzi y Rodrigo Hasbún, ambos nacidos en 1981. 

Si tienen una “suerte de espíritu vanguardista”, no lo encuentro perceptible; no, al menos, como el que nos expone, por ejemplo, María Virginia Estenssoro (1902-1970) con El Occiso, en 1937. En ese libro está el hasta ahora inadvertido germen de lo nuevo, que recién se cristaliza, con la presencia de narradores como Claudio Ferrufino y Edmundo Paz Soldán; este último se desprende de Juan Carlos Onetti y Roberto Bolaño, para calar en Charles Bukowski.
Asimismo, es necesario aclarar la interpretación de mis palabras, cuando Irina aboga por los dos autores, diciendo que “aún se les cuestiona la carencia de compromiso social en su discurso, entendiendo por compromiso social lo que Adolfo Cáceres Romero (2011) refiere como el desinterés de los nuevos autores por explorar la mitología andina”. Lamentable error que me muestra lejos de lo que realmente pienso y digo. Jamás cuestioné a esos autores su falta de compromiso social. Cuando digo: “No sólo es desconocida (la mitología andina), sino que nuestros narradores o poetas no creen que valga la pena estudiarla o tomarla en cuenta”, no me refiero a una falta de compromiso, menos todavía a una suerte de costumbrismo que aún perdura. Al señalar el desconocimiento de la mitología andina --como también puede ser la mojeña o tupiguaní--, hago notar que estamos lejos de nuestro ser sustancial. Esto no implica leer a Alcides Arguedas o Jesús Lara. Al contrario, me parece espléndido que lean a Kafka, como lo hizo Paz Soldán. Yo también lo hice y el resultado está en mi novela La mansión de los elegidos (1973). Pero hay algo más; algo indispensable y sustancial.
 
No creo en absoluto que nuestra literatura resulte más auténtica y boliviana, simplemente por sacar temas de la realidad minera o campesina del país. Repito, lo evidente, admirable y estimulante es el talento de nuestros jóvenes narradores; sólo que, de algún modo, están repitiendo el afán universalista de Ricardo Jaimes Feyre y Franz Tamayo; quienes, al comenzar el siglo XX, creyeron ser más creativos al inspirarse en la mitología escandinava, el primero, y en la griega, el segundo. Únicamente vamos a lograr una literatura digna de mostrarse al mundo cuando ésta salga de lo que somos en esencia. Si nos fijamos en las grandes realizaciones de la literatura universal, encontramos, por ejemplo, que Homero es lo que es, porque bebió de los mitos helénicos; lo mismo que los grandes trágicos; y también Virgilio, en la cultura romana; Boccacio, para el Decameron (1348-53), se valió de los cuentos orales y las tradiciones de su medio y época; al igual que Chaucer en sus Cuentos de Canterbury (1387-1400), en Inglaterra; Rabelais, en su Gargantúa y Pantagruel (1532-1562), se inspira en una serie de mitos populares, para hacer que su obra se constituya en un modelo del Renacimiento; tras de Cervantes y El Quijote no sólo están las novelas de caballería, sino las tradiciones que subsistían luego de que fueron recogidas por el Infante Juan Manuel, en la Edad Media de la vieja Castilla, en su libro de cuentos El Conde Lucanor (1332-35). Shakespeare, también toma, para sus dramas y comedias, la tradición popular; concretamente, La Fierecilla Domada, sale del XXXV Exemplo del Conde Lucanor.  Goethe, con su Fausto (1808-1833), trabajó 60 años, en base a antiguos mitos germanos. 

Entre los autores modernos: Joyce, concibe su Ulises (1922), en base a su añorada y aborrecida Dublín, sus calles y, también, La Odisea de Homero; Thomas Mann escribe su novela El doctor Fausto (1947), calcando los mitos germanos en la vida de un viejo músico; en fin, tenemos muchos ejemplos más, tal vez uno de los más actualizados es Hermann Broch, novelista austriaco que, con su La muerte de Virgilio (1945), nos entrega una de las obras fundamentales de los últimos tiempos; Tolkien, para El Señor de los anillos (1954) se vale de una serie de mitos anglosajones; los cuentos de terror de Lovecraft, como Los mitos de Cthulhu, beben de la misma fuente.
En nuestra América, las leyendas de Guatemala, recogidas por Miguel Ángel Asturias --Premio Nobel de Literatura, en 1967-- en su Espejo de Lida Sal, fueron esenciales para consolidar su prestigio y el de su país. En el Perú, los Mitos de Huarochiri, recogidos por José María Arguedas, relievaron la literatura quechua, del mismo modo que el Apu Ollantay, traducido por Jesús Lara. De la Colonia nos llega el canto quechua El Manchaypuito, que en 1877 lo tradujo Ricardo Palma, para sus Tradiciones Peruanas y, al año siguiente, lo hizo Juana Manuela Gorriti, en Buenos Aires; en Bolivia, Jesús Lara lo tradujo en su antología Mitos, Leyendas y Cuentos de los Quechuas, en 1973; Néstor Taboada Terán se consagró con su novela Manchay Puyto el amor que quiso ocultar Dios (1977). Ninguna de esas obras sirve de cimiento para el costumbrismo descriptivo.
 Finalmente, mis cuentos de La hora de los ángeles (1987), inspirados en la mitología tiwanakota, concretamente en los ángeles de la Puerta del Sol, se hallan modernizados, tal como lo hiciera Lovecraft con sus relatos de terror. Alguno de esos cuentos fueron recogidos en antologías y revistas del país y del exterior. “Los ángeles del espejo”, salió entre los finalistas del concurso auspiciado por la Editorial Atlántida de Buenos Aires, en 1981, siendo traducido al alemán e inglés; al año siguiente, mi libro de cuentos Entre ángeles y golpes se adjudicó el Premio “Franz Tamayo”, de la Alcaldía de La Paz; mi cuento “Wiraqocha, el ángel supremo”, fue publicado por Mempo Giardinelli en su revista “Puro Cuento” (Bs. As. N° 8. Ene-Feb, 1988); mi cuento “Los ángeles de las tinieblas” se halla en la antología de Fernando Burgos Cuentos de Hispanoamérica en el siglo XX, publicado por la Editorial Castalia de Madrid, en 1998. Actualmente estoy trabajando con otros mitos relacionados con dioses, como: Siripaka, Nayjama, Tunupa, Sajama, Sariri; también con leyendas que nos hablan de un planeta negro, del arco iris negro y la lluvia negra; asimismo, por encargo de Colihue, una casa editora de Buenos Aires, traduje El Ollantay, que saldrá este año, en versión moderna, ilustrada. El 2010 gané el Premio Nacional de Cuento “Adela Zamudio”, con “El último khipukamayu”, considerado como uno de mis mejores cuentos.
 
Los narradores que cita Irina, algún día tendrán que dejar su entorno familiar, para fabular con mayor amplitud. No hay nada imposible para la imaginación. Albert Einstein dice: “La imaginación es más importante que el conocimiento”. ¿Qué sería del arte sin la  imaginación? Todo hubiera sido diferente para nosotros si en nuestro sistema educativo nos hubiera inmerso en la rica mitología que tenemos. Recientemente, Homero Carvalho Oliva acaba de publicar su Seres sobrenaturales y mágicos de Bolivia (Kipus, 2011). La India cobra identidad frente al mundo con el Ramayana y el Mahabharata, lo mismo que la cultura árabe con los cuentos de Las mil y una noches. Aprendamos de ese esfuerzo, para valorar lo que somos.
 
Para terminar, el hecho de haber nacido en Bolivia es una bendición. Si algo nos afecta no es la falta de tradición literaria. La tenemos, rica y auténtica; aun desconocida e ignorada. A medida que Liliana vaya madurando se dará cuenta de ello. Si la infraestructura cultural le parece precaria, es que  no se da cuenta de que ella es parte de la misma y depende de su esfuerzo enriquecerla. Talento no le falta, lo que le falta es tomar conciencia de lo que es, sin complejos.   
 
Publicado en Palabras Más Revista digital, 16/01/2012

Imagen: Tomo I de la Nueva Historia de la Literatura Boliviana, de Adolfo Cáceres Romero

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