Thursday, February 22, 2018

El quemalibros


PATXI IRURZUN

Hace unos días se murió mi tío Fructuoso. El que quemaba libros. Era un tío de mi madre, al que yo solo recuerdo haberlo visto dos o tres veces, cuando era niño. Y sin embargo, fui a su funeral, en misión diplomática: mi madre estaba de vacaciones y a mí me tocó ejercer de vicepresidente checo, ese que se dejó el micro abierto y, enterado de que tendría que viajar a las exequias de Mandela, saltó: “Joder, macho, no me apetece nada ir. Si eso está en el quinto pino”,  y todos lo escuchamos con condescendencia porque hemos pensado o dicho lo mismo alguna vez en la intimidad de nuestras casas, donde, de momento, no hay micros.

Mi tío, además, Mandela no era. Una vez me quemó un libro, que yo leí en casa de mis abuelos, donde empezó a ahogárseme Robinson Crusoe y le puse pantalón largo al Pequeño Nicolás con otras lecturas menos apropiadas para mi edad como la del libro en cuestión, que se titulaba ‘Los helechos arborescentes’. No recuerdo, sin embargo, nada de la novela, a excepción de que su autor, Francisco Umbral, movía el famoso sonajero de su prosa y tintineaban algunas palabras como lefa o Durruti. El caso es que, enterado mi tío, decidió hacer un auto de fe en la huerta y quemar aquellos helechos arborescentes, los cuales se elevaron hasta el cielo en volutas de humo que escribían en el cielo el “Yo, pecador”;  o al menos eso era lo que leía (aparte de los libros que quemaba para que no leyeran los demás) el meapilas de mi tío Fructuoso.

Como represalia diferida el día de su funeral llovía —un mal día para quemar libros— y yo en lugar de entrar a la iglesia me quedé en un bar que había frente a ella tomándome una caña con mi amigo Juantxo el jipi. Mejor para todos, porque a nosotros a veces en los funerales nos da por reírnos. “Ah, ¿pero encima hay que pagar?”, me dijo Juantxo en una ocasión, cuando un monaguillo salió a pasar la cesta. Y a mí me entró ese tipo de risa, la peor risa del mundo, esa risa floja, incontrolable, que te convierte en una olla a presión, con el pitorro haciendo fiufiú, hasta que no puedes más y revientas y todo se llena de una metralla insolente, aunque también a veces la onda expansiva lo que hace es contagiar las carcajadas y una vez hasta el cura (que en los funerales es como el intérprete de signos en el funeral de Mandela, pues dice cosas sobre el difunto que nadie entiende) comenzó a reírse y después sus feligreses y las risas llegaron fuera de la iglesia y se rió una señora con patillas que pasaba por allí y la suya era una risa como un virus, se iba transmitiendo a todos con quienes se cruzaba y estos la contagiaban a otros y en poco tiempo el mundo fue un lugar mejor, en el que nadie sufría ni pasaba hambre ni quemaba libros…

Vale, además de la caña Juantxo el jipi y yo nos fumamos también un porro.

Después, como se hacía tarde y nadie salía de la iglesia y llovía cada vez más fuerte, decidimos entrar a hacer de vicepresidentes checos. Fue, una vez en el templo, cuando me eché la mano al bolsillo de la chupa, en la que siempre llevo algún libro cargado por si acaso, cuando vi que el de esta vez se titulaba “Alpinismo bisexual”. Y me pareció muy apropiado para la ocasión, y creí que, muchos años después, se ejecutaba algún tipo de justicia poética contra mi tío Fructuoso. Amén.

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De INMEDIACIONES, 22/02/2018 

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