Saturday, February 17, 2018

LA SANTA MUERTE EN MÉXICO. UNA HETERODOXIA CONFLICTIVA


JOSÉ LUIS VIDAL COY

Se puede ser heterodoxo y, al mismo tiempo, no querer serlo? ¿Se pueden transgredir —voluntaria o involuntariamente— los límites de unas creencias como la religión y, sin embargo, declararse ferviente seguidor de ella, reconociendo sus ritos y sometiéndose a la autoridad establecida? Esto es, grosso modo, lo que ocurre en México con el culto a la Santa Muerte, una devoción radicalmente heterodoxa. El Santoral cristiano no incluye Santa Muerte alguna, lo que no obsta para que los seguidores esta santidad se declaren inequívocamente católicos, apostólicos y romanos, respetuosos del Papa, así como de la jerarquía católica; una que no solo los rechaza frontalmente sino que los acusa de prácticas satánicas, misas negras y canibalismo infantil.

Resulta complicado hablar de «un» solo culto a la Santa Muerte, pues diversas variantes han ganado adeptos de manera notoria en los últimos lustros entre las clases populares mexicanas en general y, más específicamente, en los barrios obreros de la capital de la nación. Siempre relacionado con las expresiones más populares de la cultura y la sociedad mexicana, el culto a la Santa Muerte es doblemente divergente. Lo es en su aspecto religioso, pero también en términos sociales. Poco o nada tienen que ver los devotos de la Santa Muerte con los bienpensantes mexicanos. 

Este culto se puede encontrar en las colonias populares, esos barrios donde la presencia del orden establecido es colateral, nunca primordial, y esas zonas en las que la ley y la norma de comportamiento son distintas de aquellas que dictan los textos oficiales, la autoridad y quienes gobiernan los estados mexicanos.

Aunque la devoción a la Santa Muerte discurre por caminos que los bienpensantes llamarían marginales, ¿cómo calificar de marginal un culto hondamente enraizado en amplias extensiones de la megalópolis de México, habitada por millones de personas?

Es difícil encontrar un altarsito a la Santa Muerte en cualquier vivienda burguesa o altamente burguesa de distritos de la Ciudad de México como Lomas de Chapultepec, Polanco, Condesa o la Roma. Pero también a buen seguro es muy probable que el portero, portera o vigilantes de cualquier finca de vecinos pudientes tenga en la planta baja un pequeño rincón en el que la Niña Blanca siempre tendrá velas, algunas flores y luz permanente. 

Esa pertenencia inequívoca a un entorno social y religioso concreto, es la otra forma de heterodoxia de los devotos de la Santa Muerte. Su culto se mezcla con el de San Judas Tadeo, patrón extraoficial de los delincuentes de poca monta, de los malandros de medio pelo, y patrón oficial de ¡la policía! Tampoco es raro encontrar en los altares dedicados a la Santa, sean públicos o privados, imágenes de Jesús Malverde, advocación preferida de los narcos mexicanos. Así, por los altares y entre los devotos circulan estampas con las imágenes de los tres, descritos como La Santa Trinca.

El origen de la devoción varía según quien lo cuente. Hay quien la vincula con creencias de los aztecas de hace tres mil años basándose en antiguas tradiciones de los pueblos primigenios habitantes de lo que hoy son los Estados Unidos mexicanos. Y hacen partícipes de ese credo a zapotecos, mixtecos, totonacas y mayas. Esas versiones resaltan que la conquista española intentó eliminar la devoción a los muertos. Esta versión resalta que el culto disminuyó sobremanera durante siglos hasta que renació en el Estado de Hidalgo en 1965. Esta versión choca, con otras de las que circulan entre los seguidores del culto. 

Rosario G., una devota treintañera del barrio defeño de Tepito cree a pies juntillas que el origen de la devoción está bien lejos de Hidalgo. El lugar, según ella, es una aldea perdida en el Estado de Oaxaca hasta la que hay que hacer múltiples combinaciones de autobuses para llegar. Allí, en el corazón oaxaqueño, un sitio remoto llamado Yanhuitlán, entre Nochitlán y Tamazulapán, alberga una imagen en madera de la Santa Muerte que data de antes de la llegada de Cortés y que ha sido estudiada por el Instituto Nacional de Antropología para intentar datar su origen. Esa es la auténtica, la original Santa Muerte según algunos devotos. Otros se refieren a diferentes orígenes verdaderos igualmente alejados en el espacio y el tiempo de Ciudad de México. 

Doña Queta
Sobre lo que sí hay consenso es con la ubicación de los principales lugares de culto. Lo que los devotos denominan santuarios, aunque algunos de sus regentes se limitan modestamente a designarlos como «altares». La ancestral tradición del culto a los muertos se convirtió en el México moderno en pequeños altares u hornacinas que algunos devotos comenzaron a tener en privado, en sus casas, dedicados a la Niña Blanca o Santa Muerte, al igual que tenían otros del santoral católico. Hasta que un buen día, en el umbral de este siglo, el culto saltó a la calle cuando Enriqueta Romero Romero colocó en un altar de la fachada de su casa la figura de metro y medio de alto que guardaba en la intimidad;  Doña Queta, —apelativo con que se la conoce— es considerada la primera que osó sacar el culto al espacio público, colocando la imagen a la vista de todos en la calle Alfarería número 12, corazón de Tepito.  Esto ocurrió en el año 2000, con el advenimiento de la nueva centuria. Desde entonces, para muchos mexicanos devotos, la relevancia alcanzada por el altar de Doña Queta ha asociado indisolublemente la Santa Muerte a Tepito. 

Pero el 7 de junio de 2016 dos jóvenes llegaron en moto hasta el altar apenas amaneció, y con ellos una muerte menos mística. Justo cuando Rey, el marido de Queta, y su hermano Rafael estaban colocando una vela a la Niña Blanca, uno de los motoristas les descerrajó unos cuantos tiros y ambos huyeron. Los otros dos quedaron malheridos. Rey murió esa misma tarde en el hospital. Rafael sobrevivió.  

Desde entonces la Doña se puso de luto y, así, suspendió inmediatamente los rosarios que convocaba cada sábado frente al altar de la calle Alfarería. Lo que no pudo evitar fue la afluencia masiva de devotos en días señalados, como el 1 y 2 de noviembre, ni el goteo continuo de seguidores del culto a todas horas del día acompañados de la demanda persistente a la Doña de bendiciones y la entrega discreta de pequeñas cantidades de pesos para contribuir a los gastos del altar.

La Doña se consuela con su numerosa familia de siete hijos (cuatro varones y tres hembras), 57 nietos y 50 biznietos mientras ella prefiere correr un tupido velo sobre el asunto del asesinato, aunque no rechace la conversación: «Le tocaba que lo asaltaran. Dios lo quiso. No culpo a nadie», contestó. Y desvió inmediatamente la conversación: «Yo tengo un cáncer porque a mí también ya me tocaba. Hace cuatro años que me quitaron un pulmón, pero Dios dirá cuándo me toca de verdad. No culpo nadie», repite. Pero no olvida: «A mi viejo le pongo su cafesito y su agüita todos los días», zanja, junto a la pequeña foto que preside una mesa cercana al altar, repleta de exvotos, amuletos, pequeñas figuras y velas como la tiendesita colindante donde se venden. «Y guardaré el luto silencioso hasta que yo lo acepte y vuelva a empezar», sin evitar que la gente siga acudiendo masivamente a Alfarería 12. 

Lo que no puede impedir Doña Queta es que la gente hable sobre el asesinato de Rey, a todas luces premeditado. La versión más extendida cuenta que el motivo encubierto fue la negativa de la Doña y su numerosa familia a pagar el «derecho de piso», una extorsión consistente en un pago esporádico o periódico a cambio de la «protección» del grupo delincuencial que domina una zona. 

Esta es la explicación del asesinato de Rey Romero que dan las malas lenguas. Las mismas que cuentan que Doña Queta y su familia obtienen beneficios por el mantenimiento del altar. Cada día se ve a devotos que se acercan al altar, saludan a la Doña y deslizan discretamente unas monedas de cinco o diez pesos, un billetito de veinte en su mano. O compran algunos de los objetos bendecidos por Doña Queta con la imagen de la Niña Blanca en el mostrador anexo a la vitrina acristalada que alberga la imagen. 

Pero Doña Queta, sometida a juicios como está desde el asesinato de su esposo, ha de soportar estoicamente las críticas sotto voce, y niega el interés pecuniario: «¿Cómo voy a cobrar porque vengan a ver a mi reina?», dice mientras guarda disimuladamente las monedas y billetes que los fieles le deslizan en la mano.

Cuando se produjo la muerte del marido, Doña Queta cosechó la solidaridad de sus fieles y la de los responsables de los otros dos altares más notorios de Ciudad de México, quienes también han pasado por trances similares. 

22 metros de Santa Muerte
Casi la primera en ir a ver a Doña Queta tras la muerte de su marido fue su homónima Enriqueta Vargas Ortiz, que regenta el Santuario Internacional de la Santa Muerte en Tultitlán, una localidad satélite de la capital mexicana a poco más de 30 kilómetros desde su centro histórico. Esta otra Doña Queta, como la llaman igualmente sus devotos, es ahora la cabeza visible del culto que se desarrolla en un recinto vallado y descubierto de unos 1.500 metros cuadrados presidido por la que se presume que es la imagen más grande que hay en el mudo de la Santa Muerte: tiene 22 metros de altura.

La imponente túnica negra que solo deja al descubierto la calavera y las manos descarnadas de esta estatua de casi seis pisos de altura no fue suficiente para proteger al fundador del Santuario Internacional, el hijo de Doña Queta Vargas. Jonathan Legaria Vargas era conocido como Comandante Pantera o como Padrino Endoque y murió violentamente en la madrugada del 28 de julio de 2008 cuando salía de la emisora Radio Cristal en Ecatepec. Allí tenía un programa religioso sobre el culto a la Niña Blanca. Dieciocho días antes, había celebrado su vigésimo sexto cumpleaños. Los asaltantes dispararon sobre el vehículo en que viajaba el Pantera 250 tiros con dos rifles de asalto: uno, un AK-47, el famoso Kaláshnikof conocido en México como «cuerno de chivo»; el otro, un AR-15 fabricado por la compañía COLT, que es el más vendido actualmente en Estados Unidos. Treinta y dos disparos alcanzaron el cuerpo de Jonathan Legaria, incluyendo tres de gracia en su sien derecha. 

El Comandante Pantera, sobrenombre que debía al grado alcanzado entre los Ángeles Moteros de la Santa Muerte, había erigido la gran estatua que preside el Santuario Nacional. Apenas seis meses después llegó su final. A su madre y «heredera» tampoco le gusta hablar del asunto. Se remite a un opúsculo de 147 páginas que editó ella misma en octubre de 2012, bajo el título ¿Quién mató al Comandante Pantera?

La madre del Pantera superó el dolor y devino devota de la Santa Muerte. «Yo era una católica cerrada; me eduqué en colegio de monjas», relata a la sombra que proyectan los 22 metros de la tremenda estatua. Lo de su hijo lo contemplaba desde tal perspectiva: «llena de mitos, de miedos; estaba equivocada». Entonces, Doña Queta Vargas tuvo su particular caída del caballo y se convirtió en líder del Santuario Internacional de la Santa Muerte pocas semanas después de la desaparición del Comandante Pantera. Sin renunciar en absoluto a su fe católica, apostólica y romana. 

Desde aquel día de 2007, los seguidores de Doña Enriqueta Vargas, y ella misma, están convencidos de que los poderes del Estado mexicano nunca intentaron buscar y encontrar a los responsables del asesinato y, además, trataron de desprestigiar el Pantera vinculándolo post mortem con el narcotráfico y la delincuencia organizada.

En tanto se diluyen las esperanzas de que alguna vez se sepa realmente quienes fueron y por qué tirotearon al Pantera, la madre continúa dirigiendo la actividad del Santuario Internacional de la Santa Muerte —con una sucursal en el neoyorquino Queens, por ejemplo—, con unos ritos algo más atrevidos que los de la Doña Queta de Tepito. El domingo que visité el lugar de Tultitlán, la señora Vargas ofició a mediodía una especie de sermón en el que, ante no menos de dos centenares de fieles, hizo una encendida y teatral defensa del derecho de los homosexuales a ser tan hijos de Dios como los demás, y la necesidad de la sociedad mexicana de respetarlos y apreciarlos. «Solo trato de apoyarlos a todos para que la gente entienda que todos somos hermanos ante Dios sin distinción de preferencias sexuales». Un pronunciamiento disidente con la postura de la muy conservadora jerarquía de la Iglesia Católica, cuyas críticas resultan extrañas tanto para Doña Queta Vargas como para Doña Queta Romero, pues ambas se declaran fervientes católicas e intentan mantenerse dentro de los límites reivindicando su devoción a Dios Nuestro Señor y a la Virgen de Guadalupe, por este orden, para colocar a la Niña Blanca inmediatamente después en su orden de preferencias.

Doña Queta la de Tepito no habla mal de la Iglesia Católica. Se declara ferviente seguidora. «Primero Dios, luego la Virgen de Guadalupe. Y luego la Niña Blanca», dice, para añadir a continuación a «San Juditas y a toda la corte celestial». Pero Doña Queta Vargas, la del Santuario Internacional, ha dejado claras sus diferencias con el obispo que fue de Ecatepec Onésimo Cepeda, que ironizó sobre el asesinato del Pantera. Lo que no quita para que la madre del también llamado Padrino Endoque asegure tajantemente que ella sigue fielmente la doctrina católica.

El Único Santuario Nacional
El fundador y principal dirigente del Santuario Nacional de la Santa Muerte es un autonombrado obispo llamado David Romo que está en la cárcel desde enero de 2011, acusado y condenado como principal responsable de un grupo que extorsionaba y secuestraba en el Distrito Federal haciéndose pasar por narcos del cartel de los zetas. Romo acumuló un año después de su detención condenas firmes por un total de 78 años por la comisión de delitos electorales, robo simple, secuestro y extorsión agravada cometida en pandilla, según reportó la prensa mexicana de entonces. 

Este también llamado Único Santuario Nacional de la Santa Muerte, que Romo fundó junto al barrio de Tepito, pero no dentro de él,  está a cargo del párroco Juan Carlos Ávila desde la detención de su «obispo». El ahora responsable del lugar cuenta que, en el año 2000, «la Santa Muerte se manifestó plasmando su imagen en el altar» de lo que hasta entonces era la Parroquia de la Misericordia de los Misioneros de San Felipe de Jesús y del Sagrado Corazón.

A raíz de esa revelación, el cura David Romo cambió el culto, instauró a la Santa Muerte en la parroquia y, tiempo después se proclamó obispo, con gran disgusto y crítica de la jerarquía católica oficial. Como es habitual entre los distintos responsables de los altares de la Santa Muerte, el párroco Juan Carlos Ávila también intenta correr una espesa cortina de humo al respecto. Para él, «no es fiable» la información que se publicó sobre el encarcelamiento del obispo Romo. «Sólo Dios y Ella (la Niña Blanca) saben la verdad de lo que hizo», dice, solemne.

Y ahí se queda. Tampoco quiere avanzar en los problemas y las críticas de la jerarquía católica al culto a la Santa Muerte. A pesar del rechazo oficial, Ávila, un hombre fornido con una falange menos en el dedo índice de la mano derecha, asegura que tanto él como los otros sacerdotes seguidores de Romo siguen siendo católicos. El puesto de Romo es esporádicamente ocupado, según Ávila, por un obispo guatemalteco que viaja al Santuario de vez en cuando.

Pero la verdadera dirección del asunto la sigue llevando Romo desde la cárcel. «Me habla por teléfono y deja indicaciones sobre cómo llevar la pastoral». La actividad está muy bien programada en el Único Santuario. Solo cierra los lunes. De lunes a viernes hay dos misas diarias, matutina y vespertina. Las de los jueves se llaman «De Exorcismo y Liberación» y «De Curación Mayor», respectivamente. La vespertina de los viernes es la «Misa por los Presos» y se recomienda a los fieles que acudan con una foto de su familiar o conocido preso por cuya liberación pretenden que la Santa interceda. Los sábados toda la actividad se limita a la enseñanza del Catecismo, de tres a cinco de la tarde y a diversas ceremonias, si las hay, de bodas o bautizos. Por fin, el domingo se celebran otras tres misas.

Junto a toda esa actividad litúrgica, los días primeros de cada mes se celebran un total de seis misas, desde las 10 de la mañana, la primera, hasta las ocho de la tarde, la última. En ellas, el Carlos Ávila es ayudado por otros ocho sacerdotes. 

El «cura» Juan Carlos Ávila, quien, por cierto, se declara contrario al celibato sacerdotal, no para de realizar desplazamientos para bendecir altares, privados o públicos, en toda la Ciudad de México y en el colindante Estado de México. Otro tanto ocurre a las doñas Quetas. La Romero sale poco, por no decir nada de Tepito, pero recibe fieles de todo el territorio mexicano que le llevan imágenes de la Niña Blanca para que se las bendiga y llevarlas de vuelta a sus lugares de origen. Por contra, la Vargas, más joven y dinámica, se desplaza, como el cura Ávila, para extender su culto y su doctrina allá donde es requerida su presencia evangelizadora. En México y allende sus fronteras.

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De ALTAÏR MAGAZINE

Fotografía/EFE 

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