Thursday, February 8, 2018

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ROCÍO ZARALLO MURGA

Debí decirle que alejada de las exigencias que requiere el acto presente de la conversación, me parezco más a mí misma cuando estoy sola ante una hoja de papel, que cuando me cruzo con cualquiera por la calle. Que este supone el principal motivo por el que la escritura nunca ha dejado de estar presente en mi vida desde la niñez, pese a que todo a mi alrededor siempre ha sido susceptible a desaparecer. Incluso podría haber admitido en aquella mesa y delante de todos, que no me resulta fácil asumir una vida mediocre. Podría haberle explicado que me asusta consumir mi existencia sabiendo que no dejaré huella alguna, y que por algún motivo encuentro en compartir fragmentos de mis diarios o algunos de mis pensamientos, alivio a ese miedo tan humano. Que no me importa lo bonito o lo feo que me haya quedado un texto porque a mi modo de entenderlo, la confesión del alma no debe estar sujeta al agrado intelectual. Escribo porque hacerlo es la mejor terapia que conozco. Y en ocasiones lo comparto porque encuentro que un cuadro olvidado en una habitación oscura, no es un cuadro del todo: necesita de alguien que lo admire para completar su sentido. Porque si hay tan sólo una persona que te comprenda, habrá merecido la pena hacerlo. Porque encontrar afines es necesario para quienes formamos parte de la minoría. 

Cuando me preguntó riendo en aquella rancia comida si acaso el objetivo de publicar mis reflexiones por aquí no se limitaba a vender una imagen, debí decirle que ese diagnóstico tan superficial sólo puede provenir de alguien que ni hace, ni consume arte, o de alguien que carece de la suficiente sensibilidad para comprender el movimiento interior que impulsa a las personas a expresarse y a su necesidad de hacerlo. 

Quizá debí decirle todas estas cosas, pero en lugar de eso, marqué media sonrisa y en silencio, agarré mi copa para enjuagar su insolente osadía en vino. Una vez más.

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