ELIANA SUÁREZ
Corrían los 70 en
Argentina. Al sur de la provincia de Santa Fe, un puñado de pueblos crecía
lentamente. Los años de prosperidad, “los de las vacas gordas,” se esfumaron
como miles de almas víctimas de desacuerdos políticos. En mi pueblo natal,
fundado en 1888 por el alemán Johann Gödeken, las tragedias del país se
narraban como leyendas o como cuentos de terror. Sobrevivían
las altas casas de estilo italiano de fines de siglo anterior. Amplias
habitaciones, zaguanes y pisos calcáreos engañaban al corazón que se pensaba
aún en el Piamonte. Algún nono entonaba cancionetas de su infancia allende el
mar.
La infancia en
pueblos tan pequeños tiene su encanto. Todo lo que ocurre por fuera del exacto trazado
urbano de diez cuadras por diez, suena a fantasía. Hasta mis seis o siete años,
las calles eran de tierra y el alumbrado público se apagaba a medianoche. En
ese instante, sombras zigzagueantes, ruidos a pisadas cautelosas, alguna
discusión, gritos y hasta disparos al aire, habitaban la oscuridad. Recuerdo
los juegos con mis hermanos y primos en noches de luna llena: maravillosas para
los niños, inconvenientes para los amantes.
Los “cordones” de
ladrillo de barro cocido separaban las calles de las veredas unos setenta
centímetros y se transformaban en cómodos asientos para largas e interminables
charlas que incluían desde historias de aparecidos hasta el chisme del día.
Corríamos descalzos los días de lluvia por las cunetas llenas de agua.
Inventábamos historias de persecuciones, búsquedas de tesoro hasta que algún
rayo cercano nos obligaba a buscar refugio bajo un amable techo del vecindario.
Íbamos de manzana en manzana hasta formar un grupo lo suficientemente
importante como para jugar a tirarnos bolas de barro. En invierno, la aventura
se repetía, pero con menor entusiasmo. Había que usar botas de goma y, de
regreso a casa, no esperaban abrazos.
Recuerdo las
esquinas con su farol tambaleante y cerrar los ojos mientras caminaba de la
mano de mi madre. Los gallos de medianoche y, en madrugada, el avance de un
Ford T. Los Menna iban al campo. Lo
sabía y, sin embargo, el terror me invadía como en esos sueños en que uno corre
y no puede poner distancia con el peligro que acecha y este se acerca sin que podamos
movernos un centímetro. Ese tratratrata tratratrata fue el sonido más
espeluznante de toda mi infancia. Preludio de actuales noches en vela.
Hubo otro sonido
que vino hoy a mi mente durante una conversación con el amigo Claudio
Ferrufino. Escuchaba a nueve mil doscientos cuarenta y un kilómetros una de sus
últimas adquisiciones: Vaudeville
Accordion Classics: The Complete Works of Guido Deiro, en el excelente acordeón
de Henry Doktorski. A la vuelta de casa, un vecino tocaba cada día, al caer la
tarde, su acordeón. Afortunadamente eran pocos los días en que acompañaba con
el canto. Su repertorio tenía dos favoritas. Una de ellas, La pulpera de
Santa Lucía, tan rubia y de ojos celestes, bella y desafortunada mujer. A
fuerza de repetir, más que compadecerla, todo el barrio llegó a odiarla.
La casa del
improvisado acordeonista, situada al fondo del terreno, estaba precedida por un
extenso jardín. En realidad, según se entraba, a ambos lados de un caminito
había una huerta cuidada por su esposa, portera y encargada de la limpieza de
la única escuela del pueblo. La pequeña casa tenía una galería cubierta por una
parra o glicina, la memoria no ayuda hoy. Allí, apoyado en un banco pequeño o
en una silla, el hombre empuñaba el instrumento. Tangos, valses, chamamés...
Pero la joya de
la corona era otra. Bajo ese techo se agrupó la primera Unidad Básica del
pueblo y ni la dictadura militar impidió que cada día del año y durante su
vida, los sones de la marcha peronista agriaran las tardes gödekenses. Y digo
agriaran porque esa canción tenía como destinatarios a todos los adversarios
políticos.
Promediando los
años ochenta la fisonomía del pueblo se transformó. Calles de cemento y nueva
iluminación cambiaron costumbres. En casa contrarrestábamos el sonido de un ya
afónico acordeón con los reproductores de casetes. Los fantásticos ochenta y el
regreso de la democracia nos llevaron a consumir todo tipo de música y género.
Ya no había solo canciones en inglés cuyo significado desconocíamos y así el
gobierno garantizaba que la mente de los ciudadanos no se contaminase con raras
ideologías.
Hablando con mis
padres de aquel vecino y de aquellos atardeceres signados por estridulaciones,
croares y bandoneones, sonó un “nada bueno por recordar” de aquel que blandía
con similar pasión tanto las teclas de su acordeón como la fusta con la que
castigaba a su caballo hasta dejarlo medio muerto, tirado sobre la verde grama
de un tiempo olvidable.
Henry Doktorski
toca Pink Slippers y calles de una ciudad que no habité de una época que no
viví, me traen nostalgia de las historias que pudiéramos haber compartido. Un
café en un bar perdido en alguna ochava, un rincón donde contarte los pocos
miedos que me quedan, el vino que enrojece los labios hambrientos de besos y de
palabras.
“Es una voz
que dice algo monótono, como la misma vida; algo que no es gallardo, ni
aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario ni grande, sino
pequeño y vulgar, como los trabajos y los dolores cotidianos de la existencia.
¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares! (1)” Acordeón de fuelle partido renáceme con alguna
alegre y antigua canción.
(1) BAROJA, P. (1906) Elogio sentimental del
acordeón (fragmento). Paradox rey. Editorial Austral. Colección Clásica.
Serie Narrativa. Décima Edición (1985).
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Imagen: Marc Chagall, 1912-14
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