Monday, September 12, 2022

Acordeón de fuelle partido


ELIANA SUÁREZ

 

Corrían los 70 en Argentina. Al sur de la provincia de Santa Fe, un puñado de pueblos crecía lentamente. Los años de prosperidad, “los de las vacas gordas,” se esfumaron como miles de almas víctimas de desacuerdos políticos. En mi pueblo natal, fundado en 1888 por el alemán Johann Gödeken, las tragedias del país se narraban como leyendas o como cuentos de terror. Sobrevivían las altas casas de estilo italiano de fines de siglo anterior. Amplias habitaciones, zaguanes y pisos calcáreos engañaban al corazón que se pensaba aún en el Piamonte. Algún nono entonaba cancionetas de su infancia allende el mar.

La infancia en pueblos tan pequeños tiene su encanto. Todo lo que ocurre por fuera del exacto trazado urbano de diez cuadras por diez, suena a fantasía. Hasta mis seis o siete años, las calles eran de tierra y el alumbrado público se apagaba a medianoche. En ese instante, sombras zigzagueantes, ruidos a pisadas cautelosas, alguna discusión, gritos y hasta disparos al aire, habitaban la oscuridad. Recuerdo los juegos con mis hermanos y primos en noches de luna llena: maravillosas para los niños, inconvenientes para los amantes.

Los “cordones” de ladrillo de barro cocido separaban las calles de las veredas unos setenta centímetros y se transformaban en cómodos asientos para largas e interminables charlas que incluían desde historias de aparecidos hasta el chisme del día. Corríamos descalzos los días de lluvia por las cunetas llenas de agua. Inventábamos historias de persecuciones, búsquedas de tesoro hasta que algún rayo cercano nos obligaba a buscar refugio bajo un amable techo del vecindario. Íbamos de manzana en manzana hasta formar un grupo lo suficientemente importante como para jugar a tirarnos bolas de barro. En invierno, la aventura se repetía, pero con menor entusiasmo. Había que usar botas de goma y, de regreso a casa, no esperaban abrazos.

Recuerdo las esquinas con su farol tambaleante y cerrar los ojos mientras caminaba de la mano de mi madre. Los gallos de medianoche y, en madrugada, el avance de un Ford T. Los Menna iban al campo.  Lo sabía y, sin embargo, el terror me invadía como en esos sueños en que uno corre y no puede poner distancia con el peligro que acecha y este se acerca sin que podamos movernos un centímetro. Ese tratratrata tratratrata fue el sonido más espeluznante de toda mi infancia. Preludio de actuales noches en vela.

Hubo otro sonido que vino hoy a mi mente durante una conversación con el amigo Claudio Ferrufino. Escuchaba a nueve mil doscientos cuarenta y un kilómetros una de sus últimas adquisiciones:  Vaudeville Accordion Classics: The Complete Works of Guido Deiro, en el excelente acordeón de Henry Doktorski. A la vuelta de casa, un vecino tocaba cada día, al caer la tarde, su acordeón. Afortunadamente eran pocos los días en que acompañaba con el canto. Su repertorio tenía dos favoritas. Una de ellas, La pulpera de Santa Lucía, tan rubia y de ojos celestes, bella y desafortunada mujer. A fuerza de repetir, más que compadecerla, todo el barrio llegó a odiarla.

La casa del improvisado acordeonista, situada al fondo del terreno, estaba precedida por un extenso jardín. En realidad, según se entraba, a ambos lados de un caminito había una huerta cuidada por su esposa, portera y encargada de la limpieza de la única escuela del pueblo. La pequeña casa tenía una galería cubierta por una parra o glicina, la memoria no ayuda hoy. Allí, apoyado en un banco pequeño o en una silla, el hombre empuñaba el instrumento. Tangos, valses, chamamés...

Pero la joya de la corona era otra. Bajo ese techo se agrupó la primera Unidad Básica del pueblo y ni la dictadura militar impidió que cada día del año y durante su vida, los sones de la marcha peronista agriaran las tardes gödekenses. Y digo agriaran porque esa canción tenía como destinatarios a todos los adversarios políticos.

Promediando los años ochenta la fisonomía del pueblo se transformó. Calles de cemento y nueva iluminación cambiaron costumbres. En casa contrarrestábamos el sonido de un ya afónico acordeón con los reproductores de casetes. Los fantásticos ochenta y el regreso de la democracia nos llevaron a consumir todo tipo de música y género. Ya no había solo canciones en inglés cuyo significado desconocíamos y así el gobierno garantizaba que la mente de los ciudadanos no se contaminase con raras ideologías.

Hablando con mis padres de aquel vecino y de aquellos atardeceres signados por estridulaciones, croares y bandoneones, sonó un “nada bueno por recordar” de aquel que blandía con similar pasión tanto las teclas de su acordeón como la fusta con la que castigaba a su caballo hasta dejarlo medio muerto, tirado sobre la verde grama de un tiempo olvidable.

Henry Doktorski toca Pink Slippers y calles de una ciudad que no habité de una época que no viví, me traen nostalgia de las historias que pudiéramos haber compartido. Un café en un bar perdido en alguna ochava, un rincón donde contarte los pocos miedos que me quedan, el vino que enrojece los labios hambrientos de besos y de palabras.

“Es una voz que dice algo monótono, como la misma vida; algo que no es gallardo, ni aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario ni grande, sino pequeño y vulgar, como los trabajos y los dolores cotidianos de la existencia. ¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares! (1)” Acordeón de fuelle partido renáceme con alguna alegre y antigua canción.

(1)  BAROJA, P. (1906) Elogio sentimental del acordeón (fragmento). Paradox rey. Editorial Austral. Colección Clásica. Serie Narrativa. Décima Edición (1985).

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Imagen: Marc Chagall, 1912-14

 

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