ELIANA SUÁREZ
Una mosca se
cuela dentro de la casa. Su zumbido insufrible desgrana el silencio de una
tarde prometedora del tedio. En un ala tiene dibujada una cascada rodeada de
pinares y una colina con una casa blanca. En la otra, claveles, madreselvas y
un pordiosero que mira triste hacia el horizonte, al sudeste, como el hombre de
la película de Subiela.
Gira en vuelo
rampante sobre la mesa, ejecuta una maniobra para evitar ser aplastada. Eleva
el vuelo y la casa blanca desaparece en el pinar mientras el pobre hombre queda
mirando hacia el norte. Se posa el maldito insecto en un cuadro en el que una
mujer africana camina firme y elegante hacia un pozo de agua. La pobreza no
hizo que perdiera su clase. A lo lejos, tambores y cantos, dibujan en el aire
una danza encarnada.
El hombre se
pierde en los ojos de la ninfa negra que desaparece cuando la mosca sigue su
vuelo y en su próximo alto, en un nuevo cuadro, madre con kanga y niño a sus
espaldas atraviesan la estepa. Pero ahora, una casa blanca llama la atención de
la mujer quien sueña con techo y fresca agua pura para su cría. Como si un
caballo le diera una coz, el hombre tuerce su cuerpo y ve a lo lejos a la madre
y al niño y un recuerdo le asalta. Cae
una lágrima y la madreselva lo envuelve.
Entonces la
mosca, harta de quietud, se aleja de la dorada tierra. Estática ya por siempre,
la mujer besa al niño para alimentarlo, endereza su espalda y prosigue su
eterno viaje. La mosca, habituada a míseros y malolientes aterrizajes, recorre
toda la casa. El hombre ve ponerse y salir el sol tras el pinar, casi tantas veces
como aquel príncipe de Saint-Exupéry.
El vuelo del
insecto es casi un tronar y compite en molestias con el barritar de un tero.
Ahora las dos Fridas lo observan a corazón abierto tras el cristal. La mosca ve
la posibilidad de un banquete y choca una, dos, tres veces contra una barrera
invisible. El pordiosero mira nuevamente al sudeste y, enamorado, ofrece
claveles rojos, gloriosos claveles rojos, a esas mujeres que son dos y una. La
de las tijeras intenta cortar el ala y salvar al hombre. Mas un giro de ballet
del ya insoportable moscardón las deja huérfanas de amor, una vez más,
sedientas y expectantes.
Media tarde y ya son horas soportando el barullo incesante que hace el bicho empeñado en salir a través del vidrio de la ventana que da a un desvencijado jardín. El hombre ha caído dentro de la casa, la de la colina y el pinar, ha arrastrado consigo a la madreselva y el carmín de un clavel asoma en el bolsillo. Colina, casa, hombre, madreselva y clavel bajan por las tuberías del lavabo. La mosca queda indefensa y un golpe la aplasta contra la pared.
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