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1986, «La negra provincia de Flaubert» fue la primera entrega de los diarios de Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950). Leído hoy, aquel libro
parece un boceto de «Las Pirañas». En sus páginas están ya expuestas las claves
literarias, biográficas y sociopolíticas que sustentan la novela de las
«sardinas bravas» con la que el escritor se desmarcó de sus primeras
novelas. Pese a su negrura, en «La negra provincia de Flaubert» hay lugar para
el lirismo, el sentimentalismo, el esnobismo e incluso el optimismo.
Creía entonces
Sánchez-Ostiz que Thomas Bernhard exageraba cuando decía que la ciudad era
una enfermedad mortal. Para él Pamplona, su ciudad, había sido a veces
una amenaza, pero en aquellos años todavía le parecía un refugio, un lugar
más habitable que cualquier otro. Poco tardó Sánchez-Ostiz en comprender que el
arte de la novela es, precisamente, el arte de la exageración. Cuando dio
voz a sus demonios y se puso a sí mismo en la picota para escribir
«Las Pirañas» en la ciudad de provincias ya no había espacio para la ensoñación
romántica ni para la melancolía por los restos del paraíso perdido de la niñez.
La capital del Viejo Reyno se había trasformado, como la Salzgurgo de Bernhard
o el Berlín de Alfred Döblin, en una enfermedad mortal.
El nacimiento de
una editorial siempre hay que celebrarlo, y más cuando se estrena, como ha
hecho Limbo Errante, reeditando, en edición revisada y corregida por
el autor, una novela de la envergadura y tonelaje de «Las Pirañas». Veinticinco
años después, «Las Pirañas» sigue siendo una novela a contracorriente,
desmedida, a ratos opresiva y a ratos liberadora, una andada demencial por las
venas de una ciudad que no ha salido de sus inmemoriales murallas, tras los
pasos o, más bien, tras los tropiezos de un abogado (contrafigura deformada del
autor, quien ejerció la abogacía durante años) que es un despojo de sí
mismo y que si se mantiene en pie es gracias al consumo frenético de
cocaína. Sánchez-Ostiz sometió el lenguaje a una extraordinaria tensión y ahí
radica, sin duda, la fuerza de «»Las Pirañas, donde la combinación de la lengua
sucia de la calle, de la jerigonza leguleya y de la prosa circunspecta de los
documentos oficiales, entre otros registros brillantemente subvertidos, da como
resultado un torbellino que enfatiza todo lo que la novela tiene de mascarada
grotesca y dramática.
Carraca de tinieblas
Nadie en España
ha leído más a fondo a Céline que Sánchez-Ostiz y el ritmo
furioso de «Las Pirañas» es la mejor prueba de ello. Pero esta novela, que es
una carraca de tinieblas, también le debe mucho a las vidas exageradas de la
picaresca, a los disparates rabelesianos, a los zarpazos de Valle-Inclán, al
organillo machacón de Bernhard, a las melopeas tenebrosas de Cela y a las
invectivas de Juan Goytisolo, por no hablar del cine de Orson Welles,
de Marcel Carné y de Fellini, o de la pintura de Solana.
Rafael Chirbes, que seguía con admiración la
obra de Sánchez-Ostiz, decía que ningún otro escritor español se parecía tanto
como él a François Villon, el poeta que se burló de todo y de todos, y que lo
que encontramos en sus novelas es el barroco español más negro. Como Chirbes,
Sánchez-Ostiz se ha mantenido fuera de los círculos del poder literario
y político y, desde su rincón, con una independencia de juicio que no
le ha salido gratis, ha removido y radiografiado las entrañas de este país en
el que pirañas de todo tipo y condición han causado estragos irreparables.
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De ABC CULTURAL, 29/04/2017
Imagen: «Las
Pirañas». Miguel Sánchez-Ostiz
Narrativa. Limbo Errante, 2017. 513 páginas.
Miguel Sánchez-Ostiz/Clemente Bernard
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