IGNACIO PEYRÓ
EXISTE un «mundo
de ayer» a la española, como si la Historia hubiese querido plantar –desde
Italia hasta el Pacífico– suspiros de España en todo el globo. Es una
cartografía sentimental que todavía podemos recorrer. Se hace presente en
aquella «España en chiquitito» que fue Tánger, en la casona del gobierno
general de Ifni. Nos sorprende en esos colmados que, allá en Fernando Poo,
llaman aún «abacerías», con una pureza de lengua que ya nos ha abandonado. Está
lo mismo en una plaza de Palermo que en cierta iglesia de los agustinos en
Manila, o en la lejanía –entre Australia y Nueva Guinea– del estrecho de
Torres, que la nomenclatura inglesa no logró rebautizar. Y está, por supuesto,
en la América que, norte o sur, replica innumerablemente nuestra geografía con
sus Medellines y sus Méridas y Córdobas. También la geografía de la
imaginación: en California o la Patagonia resuenan las caballerías de
Esplandián y el Amadís…
Esta huella
española aparecerá con hermosa insistencia en el Caribe, allí donde el hombre
occidental –desde los primeros avistamientos– quiso proyectar un paraíso de
«suaves playas de criollas / con faldas rojas y pañuelos blancos». Nacido poco
después del Desastre del 98, Agustín de Foxá lo llama «el mar de nuestros
abuelos»: fue el último campo de batalla antes del telón imperial. Sin embargo,
un recopilatorio de estéticas caribeñas nos demuestra hasta qué punto lo
hispánico ha sabido recauchutar su presencia sin adelgazarla. A imagen de una
bajamar que dejara al descubierto nuevos pecios, en efecto, el fin del dominio
español no iba a ser el fin de la impronta española, y todavía fumamos cigarros
de nombre valenciano, bebemos rones de ascendencia catalana o podemos viajar de
mar a mar con platos de estirpe canaria o castellana o unas habaneras en cuya
genética maridan la península y el trópico.
Véase una ironía:
la nostalgia iba a operar de tal manera que –en toda la cuenca caribeña– no ha
bastado con pasear entre fortificaciones coloniales con recuerdos de Cádiz o
asomarse a patios de evocaciones cordobesas. No: como un apego inconfesable,
incluso los hoteles del cosmopolitismo –El Prado de Barranquilla, el Caribe de
Cartagena o el Nacional de La Habana– quisieron reproducir la sensualidad de la
Andalucía esencial, en lo que fue tanto un tributo a su belleza como una manera
de hacerla propia a ojos del mundo. Según ponen de manifiesto los
historiadores, lo hispánico iba a prender de modo especial –música, lengua,
cocina, arquitectura– en la vida popular, hasta arraigar en la historia íntima.
Quién sabe si esa
impregnación de lo español hubiera sido posible sin Cartagena de Indias: de no
ser por el heroico desempeño de Blas de Lezo –por fin restituido a su gloria–,
Toynbee observó que el cono sur de América hablaría inglés. Poco extraña, por
tanto, que en estas mismas páginas se haya llamado recientemente a Cartagena
«la ciudad más española del mundo». Caribe a escala y España trasplantada, el
propio Foxá, en el esquinazo de los años cuarenta y cincuenta, visita Cartagena
y da testimonio en ABC del pasmo que aún acomete al español que imagina la
ciudad de otro tiempo, «con sus tertulias reposadas, mientras, afuera, en sus
murallas aullaban los bucaneros». Ingleses o franceses, los sitios de Cartagena
hacen fácil contemplarla, todavía hoy, «como la litografía de una batalla
naval», con el fuerte de San Felipe a imagen de «una muela careada, emplomada
de cañones». Era el lugar de la resistencia de Lezo, pero Foxá también nos dará
imagen de una dulzura de vivir característica del trópico, con «sus horas
antiguas y serenas», «salones con candelabros, danzas y pianos» y esos balcones
que velan, tras sus flores, «recónditas alcobas». En realidad, de Fenicia a
Cartago y de nuestra Cartago Nova levantina a la Cartagena colombiana, en las
bodegas de los barcos que arribaron al Caribe viajaba –como ya supo ver Foxá–
no poco del bagaje de la civilización, en lo que es una larga historia de
belleza y de sentido.
Por eso, hoy como
ayer, un simple paseo por las calles de Cartagena de Indias bastaría para
diluir no poco de la «leyenda negra» antiespañola o –al menos– para no creernos
nosotros mismos, con papanatismo culpable, esa misma leyenda. Cuando el
escritor Rudyard Kipling, de origen indio, viaja a Gran Bretaña, les pregunta a
los ingleses «¿qué conocen de Inglaterra quienes sólo conocen Inglaterra?» Del
Caribe a los Mares del Sur, hay muchas Españas que no están en esta España. Por
eso, a veces, cuando un español se encuentra esos vestigios de Hispanidad
esparcida por el mundo, entra la tentación de hacerse una pregunta similar a la
de Kipling.
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De ABC,
15/05/2017
Me gusta lo que dice, reconocemos que no todo fue bailar jota o cueca, pero España nos dejó un impronta en el alma y no borra con resentimientos y memorias sólo de lo amargo de la conquista. somos mixtos, mestizos, almas duales y muy bien constituidas, en las venas nos corre Moctezuma, Pizarro, algún moro, marrano o puta y también sangre de clérigo, mulata e indígena, esos somos con gusto por el ron, la jarana y las procesiones.
ReplyDelete¡Qué linda reflexión llena de olores y sabores, Fernando!
ReplyDelete¡Qué linda reflexión llena de olores y sabores, Fernando!
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