Je me souviens de la época en que escribí Las
pirañas. La comencé a mediados de la década de los ochenta –felices, década
prodigiosa– y la acabé cuando la farra empezaba a oler a chamusquina.
Me acuerdo de que un año antes de empezar esas
páginas había colgado mi toga de abogado para siempre, o casi, porque aún me
costó unos años sacudirme los últimos pleitos.
Me acuerdo de que
para mí fueron los años de mis primeros libros –Trieste, Seix Barral, Anagrama–,
años de luces y de sombras.
Me acuerdo de que fueron años de euforias, de
proyectos culturales que dieron en nada o en poca cosa, de espectáculos, de
mucho aborrecer «lo muermo», de agitación, de crímenes, de arrebuches
económicos, de negocios sucios, de especulación salvaje, y en los que «el más
tonto hacía relojes de madera», eso se decía mucho. Lo mismo el «hay pasta en
el aire, solo basta…» y aquí se amagaba un cuco gesto con la mano en forma de
cazuela.
Me acuerdo de que el país se sacudía el pelo de
la dehesa como podía y florecían los gastrósofos, los filarmónicos, los
taurinos, los catadores, los philosophes, los morrofinos y los hedonistas
bulliciosos.
Me acuerdo de que la Transición invitaba a dejar los viejos uniformes de campaña en la consigna del otro barrio y apuntarse a la arruga es bella, en lo ideológico o de la mano de un estilista rompedor, o mejor de las dos cosas.
Me acuerdo de que
las ejecutivas regionales del partido en el Gobierno eran trampolines olímpicos
para dar en le gloria de las eléctricas.
Me acuerdo de que unos iban ya de mano y
ganaban, y otros perdían nada más salir a la pista porque ya venían con una
perdigonada de mala suerte o de impericia en el ala.
Me acuerdo de que las euforias y el «vivir la
vida a tope» se llevaron a unos cuantos por delante.
Me acuerdo de que fueron los años de la perica a cucharadas soperas, del jaco, de las andadas mayúsculas, las comilonas, el estreno de la política profesional que a la postre beneficiaba despachos profesionales de todas clases, desde los que luego se compraban billetes de lotería premiados para enjuagar dinero negro.
Me acuerdo de que los promotores-constructores
neoliberales, y feroces, antiguos maoístas, ORT o LCR-LKI, te hacían pagar la
mitad de la compra en negro con una desfachatez mayúscula. Así lo vi y así lo
recuerdo. Los corruptos estaban en su apogeo, forrándose y nadie parecía darse
cuenta.
Me acuerdo de la
noche en que uno de los protagonistas de la novela entró en el bar de la tribu
al grito de «¡He descubierto que el mal y el bien ya no existen!» y pidió,
feliz, un gin-tonic bien tirado.
Me acuerdo de los guardias de seguridad de una autovía del norte amenazada por ETA que llegaban de madrugada, borrachos, a la zahúrda que les servía de entre blasfemias y carcajadas y se les caían las pistolas por las escaleras. Era una empresa pufo, de socios fantasma, como tantas otras.
Me acuerdo de que había político del partido en el
Gobierno que en sus fiestas regalaba hachís envuelto en un sobre de la
Dirección General de la Policía…
Me acuerdo de la
llamada de Pere Gimferrer que leyó las primeras páginas de borrador cuando yo
estaba terminando Tánger bar en una habitación del Monasterio
de Leyre…
Je me souviens, también aquí. Sería mejor un escueto
inventario de recuerdo como meteoritos que un sesudo tratado sobre aquellos
años cuyo oro pinta el tiempo de mugre, y que alcanzó su culmen en los
despropósitos de la Expo 92 de Sevilla.
No me acuerdo como si fuera ayer porque no quiero,
porque prefiero que fuera hace más de veinticinco años, porque las barracas de
aquella feria esperpética cuelgan el cartel de «Cerrado por defunción»,
«Liquidación por derribo» o «Cerrado», a secas.
* Ejercicio a
la manera de Georges Perec
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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 25/05/2017
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