Pensaré la razón
de por qué a personas que amamos o admiramos, al invocarlas antecedemos su
nombre de un artículo: el Rocky, el Pambe, la Nicolasa.
Valdez perteneció
a los boxeadores que llenaron una época del boxeo en Colombia. Peleadores que
venían precedidos por campeones como Mochila Herrera, Rosito, Lían, El Baba.
Se recuerdan los
combates de Caraballo, Rodrigo Valdez, Cervantes. Alguna gracia acompañó a
estos hombres cuando subieron al cuadrilátero. El dicharachero, el que parecía
que el ángel intervenía en sus movimientos, le aleteaba también en sus
palabras, era el Benny Caraballo. Pura electricidad. Consultaré, antes que
abandoné el saludable hábito de sorber un ron de Jamaica a las cuatro y media
de la tarde, con esa biblia del boxeo, don Alfonso Múnera, para ordenar el
ranking de los tiempos.
De Valdez queda
un libro conmovedor de Melanio Porto Ariza. De Cervantes, un precioso texto con
la sabiduría de escritor de Alberto Salcedo. De todos, los perfiles y las
historias de esfuerzo de Nelson Aquiles Arrieta.
Quien estuvo
cerca de los reflectores del espectáculo del mundo, sin cambiar su manera de
caminar, se llama (algunos consideran que la muerte borra los nombres de la
vida) Rodrigo Valdez. Como los grandes artistas (¿habrá pequeños?) nos dejó
imágenes inolvidables de la nobleza humana, de su aventura de dignidad,
derrota, ilusión. Encuentro con un destino casi siempre producto de un azar fugaz.
El Rocky se
adentraba al centro de la lona con un aguaje que nunca modificó. Adelante, para
anunciar al contendor, sin equívocos, que aquí vine yo por ti. Un balanceo de
lado a lado, bote cargado de cocos o plátanos que orienta su proa en la bahía
de Las Ánimas. Ese movimiento lo lograba por una cintura que domesticó mientras
miraba el cabeceo de las embarcaciones frente al Mercado Público.
La disposición de
ánimo, las enseñanzas de la vida que considera cobardía echarse atrás,
mantenían al Rocky en el centro de la lona. Era su espacio preferido. Como
quién anuncia: ya que estamos aquí es mejor resolverlo de una vez, yo no soy
miembro del ballet.
Cada vez entró a
la zona de candela con esa galanura, sin remilgos, ni tomarse el tiempo que
boxeadores prudentes llaman de estudio.
Los combates de
esos años tuvieron la fortuna de la televisión. Aún para quienes fuimos
entrenados en ver la bola caliente al sol de la tarde buscada por la manilla
del servidor del destino, a punta de la magia poderosa de los inolvidables
narradores de radio.
Quedan por
siempre: el Rocky zampado entre los golpes de Briscoe, el rapado, dando y
recibiendo, sin ceder. Hasta que lo tumbó. El muchacho de El Arsenal, un cuarto
de cuchara, cuando había, contra esa locomotora de hierro, vitaminas y
hamburguesas.
El tramojazo con
que noqueó a Monzón y no se atrevió a tumbarlo. Sigue en el aire la nube de
sudor que le sacó.
¡Buena vida campeón!
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De BAÚL DE MAGO
(columna del autor en EL UNIVERSAL, Cartagena de Indias), 16/03/2017
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