JULIA GONZÁLEZ CALDERÓN
Cuando llegué a
China en septiembre de 2013 estuve viviendo tres semanas en un hotel, hasta que
pude mudarme a un estudio en el campus donde trabajaba. Era bastante aburrido,
porque a las seis o así salía del trabajo y me volvía sola al hotel, mientras
que mis compañeras se quedaban en la zona de la universidad. Cada tarde al
entrar en la habitación me encontraba la tarjeta de una prostituta y cada tarde
tiraba a la papelera la tarjeta: veintiuna tarjetas en veintiún días.
Pero peor que las
prostitutas que requerían que las contratara o que la falta de compañía en mis
veladas era la cuestión de la comida. Hay un límite de días en que puedo cenar
patatas de bolsa. Llegó el momento de lanzarse a la calle y buscar algo que
hubiera sido cocinado.
Me paseé con sumo
cuidado por las calles alrededor del hotel, tomando en cuenta cuándo giraba a
la derecha y cuándo a la izquierda, pues en aquella época no se llevaban aún
los smartphones, yo no hablaba una palabra de mandarín y me
aterraba la idea de perderme, no ser capaz de volver nunca y acabar siendo una
mendiga conocida en la zona como La Extranjera: “Cuentan que vino hace más de
veinte años a trabajar aquí y que una tarde salió a cenar y no supo regresar al
hotel”, dirían de mí los vecinos.
Caminé un rato,
mirando ansiosamente los locales de comida. A veces exploraba un poco más allá
de la entrada, pero me daba pánico ver todos los menús en ese idioma cifrado
para mí y salía corriendo antes de que las joviales camareras empezaran a
preguntarme cosas. Por fin, llegué al lugar: un local muy pequeño, limpio y
cuyo menú consistía en tres únicos platos que aparecían en fotografías sobre el
mostrador. Pletórica por el hallazgo y hambrienta, entré, saludé torpemente y,
sonriendo con amplitud, señalé el plato que mejor me pareció y que acabaría
siendo mi comida diaria durante no pocos días. Satisfecha con mi logro, me acodé
en la barra para esperar mi cena.
Al rato, la
camarera trajo un plato con diversos ingredientes: un fiambre por mí
desconocido, algunas hierbas por mí desconocidas y un par de huevos pequeños,
de codorniz o, si no, de ave también por mí desconocida. Todo estaba crudo,
incluidos los huevos. La chica dejó el plato frente a mí y se marchó. Lo miré.
Me pregunté si esa era mi comida. Cogí los palillos. Cuando estaba a punto de
hacer un gran ridículo y darle a todo el local una buena anécdota sobre una occidental
paleta que estuvo a punto de comerse los ingredientes de la sopa crudos, la
camarera volvió con una cazuela con caldo hirviendo. Cuando digo hirviendo no
digo que estuviera muy caliente, digo que el caldo burbujeaba. Colocó la
cazuela delante de mí con el debido cuidado y volcó los ingredientes en ella,
que se cocieron en el acto e hicieron compañía a los fideos. Probé el guiso:
delicioso. No tenía ni idea de cómo se llamaba lo que comía (y que aún habría
de comer muchas veces en los meses siguientes), así que lo bauticé como puchero
chino.
Seamos honestos:
salir de tu zona de comfort no siempre sale bien. Podría contaros muchas de
esas, pero es viernes, así que ya lo sabéis: no temáis aventuraros en
territorios desconocidos. El resultado puede ser sorprendentemente delicioso.
Feliz fin de semana.
Foto: ya podéis
imaginaros lo que es. He tenido que ponerle un filtrazo a la foto para que esté
mínimamente enseñable. La tomé yo, en octubre de 2012.
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De NINGÚN LUGAR
SAGRADO (blog del autor), 17/03/2017
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