Como se sabe, la
ictiología es la rama de la ciencia zoológica que se ocupa de los peces. El
origen de estos animales parte en dos, a hachazo limpio, al selecto club de los
ictiólogos.
Algunos
especialistas defienden la teoría que los peces, tal como los conocemos, son la
primera manifestación de vida compleja que existió en la Tierra; el resto,
avala la hipótesis que el desarrollo de las especies superiores tuvo lugar
primero sobre el suelo seco, no en el agua, y que los peces no son otra cosa
que seres terrestres mutantes, producto de la adaptación al medio marino,
fluvial o lacustre. Irina, llamémosla simplemente así de momento, ictióloga
recién graduada y con honores de la Universidad de Riga, se ubicaba con fervor
en el segundo grupo: de ahí, su fascinación extrema por las sirenas.
Cuando era niña,
su abuela Leda le había contado, una y mil veces, una y mil noches, la historia
antigua de unos hombres que durante una travesía por mares tempestuosos y
llenos de monstruos y acechanzas, navegando por la mitad del mar, escucharon
unas voces femeninas que entonaban canciones tan húmedas y dulces que los
trastornaban de deseo, y los incitaban a acudir en su búsqueda, hubiese viento
de proa o no corriese una pizca de brisa.
Frente a la
excitación general de los rudos marineros, el capitán de la nave les advirtió
de los peligros que esos cantos tan bellos y melodiosos ocultaban y, contra la
voluntad de algunos y la cordura recuperada de la mayoría, se amarraron a los
palos de la embarcación para no caer en la tentación de arrojarse en los brazos
de unas mujeres-peces, de belleza inusual y encantos similares, que eran las
que cantaban, pareciese desde el fondo del océano.
La niña Irina,
cada vez que la abuela Leda, por su insistencia, le contaba una vez más la
historia, la acribillaba a preguntas.
—¿Cómo eran,
abuelita Leda, las sirenas? ¿Hablaban letón, lapón, lituano, finés, estonio,
islandés, sueco, noruego u otro idioma desconocido? ¿Eran socialistas o
no tenían formación política? ¿Vivían solamente en el Báltico o también en
otros mares fríos o incluso en los mares cálidos? ¿Moraban además en las
ciénagas? ¿Se aventuraban por médanos y barrancas? ¿Sabían escribir las
medusas, abu Leda, y si lo hacían, habían escrito libros, cuentos, manifiestos,
poesías? ¿La sal del océano no dañaba sus pieles? ¿Cómo se traían nuevas
sirenitas al mundo? ¿Había sirenos? ¿La leche de los senos de las sirenas cómo
sabía? ¿Qué olor poseía? ¿Era parecida a la leche de vaca o a la de cabra
o a la leche de madre humana? ¿Conocían el metal? ¿Y los fósforos? ¿Qué comían?
¿Tomaban vodka? ¿En qué cantidades? ¿Había vodka debajo del agua? ¿Cómo
respiraban? ¿Cuánto tiempo vivían? ¿Había cementerio de sirenas? ¿Sería posible
encontrar una tumba donde estuviese enterrada alguna? ¿Dibujaban? ¿Se las podía
ver desde la playa? ¿Desde la punta de la colina? ¿Bajo la luz del faro de
Salacgriva? ¿Había sirenas en algún museo soviético o de algún país
imperialista? ¿Qué decía Stalin sobre ellas? ¿Eran consideradas una
nacionalidad dentro de la Gran Patria? ¿Las había colectivizado? ¿Había
comisarios políticos entre ellas? ¿Había escrito algo sobre su modo de
producción? ¿Qué hacían de noche? ¿Construían ciudades? ¿Ocultaban tesoros? ¿Cosechaban
algas o diamantes? ¿Eran amigas de los delfines y de las ballenas? ¿Vivían
sirenas en el Lago Baikal? ¿Y en el Mar Caspio? ¿Cuántas sirenas del río Volga
habrían muerto durante la batalla de Stalingrado? Abuela: ¿Es verdad que Hitler
tenía dos sirenas cautivas en un acuario que le montaron sólo para él en su
bunker de Berlín y que las asesinó cuando se suicidó con Eva Braun el día que
los vencimos y plantamos la bandera roja de los obreros y los campesinos en el
edificio del Reichstag? ¿Es verdad que los narvales eran sus primos o sus tíos,
en definitiva sus parientes, y que habían sublevado el fondo del mar y
organizado a las milicias de pulpos y calamares gigantes y que con ellos habían
tomado el palacio de invierno de los zares de abajo las aguas y el poder de los
océanos e instaurado un soviet entre los moradores de los mares, incluidos los
cangrejos, que además eran tan ricos de comer?
Craso error: la
abuela la dejaba hablar, inquirir hasta el infinito, y luego, y cada vez, tras
que apagaba con la mano uno de esos apestosos cigarros uzbekos que fumaba sin
cesar, le contestaba, de manera invariable:
—Las sirenas no
existen, querida hijita. Son cuentos de esos ociosos de los escritores griegos
que, como buenos esclavistas que eran, tenían tiempo para inventárselos, no
como nuestros camaradas escritores que sólo escriben sobre nuestra realidad
socialista. No sé por qué te habré contado sobre ellas, porque ahora te has
sugestionado…—babeaba un poco la abuela mientras seguía con sus letanías anti
prodigios y se servía te, te con malva, hasta que atardecía.
Irina, que ya
asistía, como debía ser, a los cursos de formación política para los niños y
niñas comunistas, pensó que sí, que su abuela era contradictoria, pero que eso
no importaba: lo que verdaderamente pesaba, lo objetivo, era
encontrarlas. Ella lo sentía: las sirenas existían, no eran un cuento, no
podían serlo.
Fue entonces que
se empeñó en su búsqueda y como la abuela Leda nunca contestó ni una sola de
sus preguntas, empezó por ahí: por tratar de encontrar las respuestas. Para
ello, fue bastante práctica —condición que atesoraría de por vida— y lo primero
que se le ocurrió fue gritar ¿Hay sirenas en el Lago Baikal? al oído izquierdo
de su abuelo Noah, quien de joven había trajinado la Siberia hasta Vladivostok
—nadie puede afirmar que conoció la Siberia si no llegó hasta Vladivostok—,
buscando oro y pieles en Kamchatka, aventurando su vida por esos lados cuando
por allí no había ni soviets de alces.
Irina tuvo que
repetirle la pregunta varias veces hasta que el abuelo escuchó Baikal y algo le
hizo ¡crac! en la molleja y se lanzó en alud sobre sus recuerdos de mozalbete:
era mil ochocientos ochenta y pico y en Irkutsk habían encontrado, triste,
solitario y final, a un arqueólogo noruego que aseguraba que su expedición
había sido asaltada por una caravana de mongoles.
“Unos bribones
salvajes, despiadados y asesinos, bandidos de la peor ralea, pelafustanes
ociosos, rufianes de los desiertos, borrachos de toneles, piratas de arenas,
gente malvada, peor que los espíritus que acosaron a Polo” aseguraba el de Oslo
mientras comía rabiando unas berenjenas en escabeche que tomaba con avidez y
con sus dedos de un frasco de vidrio azul cobalto mientras juraba y juraba que
estaba tras la última pista de un tesoro que un kan había arrojado a las aguas
del lago y que lo único que precisaba era el socorro del abuelo y sus
compañeros de andanzas para encontrarlo, y luego ¡pum! internarse en las aguas
y volverse ricos como sultanes.
El tesoro,
insistía el nórdico, perdido entre un bosque de botellas, eran multitud de
gemas, collares y diademas, rubíes de Birmania y perlas negras de Andamán,
parte del botín de un saqueo a Samarcanda, pillerías entre tártaros, tras que
el Gran Tamerlán y Amora Hassan hubieran partido al paraíso de Mohamet.
El abuelo se
entusiasmaba con el relato. Irina, la niña Irina, escuchaba. Con lujo de
detalles, describió la figura del noruego: era alto como un ciprés, sus brazos
eran como sus ramas; sus barbas azufradas semejaban el cráter reventado de un
volcán, de uno especialmente que vio por sí mismo en la más septentrional de
las islas Kuriles, una isla de la cual no recordaba el nombre pero sí que
estaba llena de focas gigantes y que las cazaron a tantas y que las vendieron
por tantos rublos que cerraron un burdel de Vladivostok donde las putas eran
todas coreanas; sus ojos eran azafranados, corrijo: eran de color turquesa… su
voz era de demonio o de trueno, “un vikingo exiliado en medio de la tundra, un
orate, un desertor tal vez”—susurraba mientras Irina se dejaba arrastrar.
Ensimismado cada
vez más, rememoraba el sitio donde lo hallaron a Lars: una taberna de mala
muerte y peor entierro pero la única en mil quinientos kilómetros a la redonda,
si uno no se anclaba allí —y mirando a Irina con fijeza, repetía: si uno no se
anclaba a ese tugurio de morondanga, a ese bar devorador de almas—, la única
alternativa era dejar el pellejo en el desierto para ir a servirse esos infames
licores de menta que preparaban unos turcos de Ulan Bator, a 1700 kilómetros de
distancia, ¿escuchaste bien? y se reía y se reía a mares que contagiaban y la
niña Irina lo miraba como si el loco de ese antro en media taiga (el sitio se
llamaba, amablemente, La Posada del Oso Sanguinario) fuera su propio abuelo.
Para no perder el
hilo, la historia del noruego, la historia del tal Lars, y su tesoro
terminaba así: fue cuando contamos una por una —decía ceremonioso el abuelo—,
las botellas que este desquiciado se había empinado.
¿Sabes, mi
querida Irinita, cuantas botellas del peor vodka de todas las Rusias había
chupado este demente? ¡32! ¡Por las barbas del rey Olaf, el muy busca tesoros
se había bajado 32 botellas! Y el abuelo se reía y se reía como sólo una
ballena de las marismas podría hacerlo.
Irina, rendida ya
ante los encantos narrativos de su ancestro, lo miraba con ojos complacientes:
¿qué más daba si eran 32 o 66 las botellas? Un clavo saca otro clavo, una
mentira más grande embellece a una mentira más pequeña…
El abuelo,
recobrando imprevista seriedad, mirándola a esos ojos bondadosos de niña
pionera, de niña letona y socialista, siguió exclamando: ¡33 botellas! (Irina
se mordió los labios para no reclamarle por el aumento inesperado de una
botella) ¡33 botellas del más vil, venenoso y despiadado de todos los vodkas! ¡Por
Santa Irene y Santa Sofía: dicen que los borrachos no mienten, pero hay
límites, hay límites hasta para eso! Y el abuelo volvió a reírse, a carcajada
molusca, como sólo ríen los caimanes de la Costa de los Mosquitos, en las
Honduras caribeñas de los negros cimarrones.
El tesoro del
lago Baikal podía seguir allí esperando y sepultado bajo sus gélidas aguas y de
las sirenas, ni noticias, ya que después de lanzarse un discurso tempestuoso
sobre la relatividad de la verdad y sus circunstancias anexas, el abuelo se
durmió con siberiana placidez.
Fue entonces
cuando a Irina se le ocurrió ir al puerto, rompiendo el cordón umbilical con el
escepticismo racionalista de la abuela Leda y las fabulas que alimentaban los
recuerdos del abuelo Noah.
Pensó: los
camaradas pescadores forjan a diario y con ardor el socialismo en el mar, la
formación económica-social donde las sirenas habitan. Ellos tienen que saber
mejor que nadie sobre ellas…incluso mejor que Stalin que estaba lejos, allá en
el Kremlin, donde –se preguntó para sí mientras caminaba hacia las radas
masticando una hoja de trébol: ¿es verdad que aparte del cráneo bien barnizado
de Hitler que Iósif Vissariónovich Dzhugashvili usaba como cenicero, en su
despacho que iluminaba al mundo y a la Plaza Roja de toda la sabiduría
necesaria para construir el socialismo en un solo país, el guardaba como
reliquia los cuerpos embalsamados de unas sirenas bellísimas que unos valientes
camaradas campesinos habían atrapado deslizándose por las arenas de las playas
del Mar de Aral?
Irina no lo sabía
aún pero esta última pregunta la acosaría toda una vida.
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Imagen: Sireno capturado en el Mar Báltico en 1531
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