El “alma rusa” no
es solo un concepto surgido en la literatura rusa en el siglo XIX; es algo
extendido en la cultura popular rusa y del cual los rusos hablan con
naturalidad. A través de esa alma particular explican a menudo sus conductas,
sus excesos, sus rudezas, sus emociones, sus afectos, sus lágrimas, sus
silencios, sus servilismos, sus enojos fulgurantes. También su heroísmo y su
resiliencia.
Esta alma rusa
que reivindican a veces con orgullo y otras como una suerte de maldición de la
cual parecieran no poder sacudirse, no aparece entonces como una virtud, poco
tiene que ver con una superioridad racial, con un pueblo elegido o poseedor de
un destino manifiesto. Es más bien un sello ambivalente, una marca cultural que
produce más fatiga que alivio, más pesares que alegrías en su recorrido
histórico y en su geografía desmesurada, inabordable y majestuosa, difícil de
recorrer y aún más de conquistar, en la cual están presentes meses y meses de
nieve monótona y muchos días de luz mortecina.
No conozco otro
país donde el alma sea un concepto que aparezca con tanta fuerza en su
literatura y en la vida cotidiana. Nadie le da tanta centralidad a algo tan
inasible. No es recurrente en la literatura francesa, tampoco en la italiana.
En la alemana resultaría peligrosa y en los escritores ingleses, fuera de
lugar. Virginia Woolf se encarga de decirnos que para los escritores ingleses
“el alma les es ajena, incluso antipática”.
En la vida
cotidiana de los ingleses, si tal cosa asomara en las conductas debería
contenerse como algo de pésimo gusto. Quizás esa distancia es la que hace decir
a Winston Churchill que la conducta de la diplomacia soviética en la Segunda
Guerra Mundial le resulta incomprensible, como “una adivinanza envuelta en un
misterio, dentro de un enigma”.
Siendo
probablemente demasiado niño, tuve la suerte, gracias a uno de esos profesores
de antaño, de conocer muy tempranamente la literatura rusa del siglo XIX,
aquella que comenzó a describir el alma rusa. Dostoievski en Los
hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El
Idiota, El jugador y Pobre gente recorre
todos sus aspectos, profundidades y oscuridades, a través de múltiples
exploraciones nos muestra la exasperación de los sentimientos, la búsqueda de
redención, la violencia y la culpa, la humillación y la desmesura en un entorno
social jerarquizado y tiránico.
Tolstói nos lo
muestra de otra manera, a través de un gran fresco histórico en Guerra
y paz, donde solo en apariencia prima el relato, pero los rasgos
psicológicos de sus personajes en los cuales retrata la melancolía y el ahogo
moral tienen una importancia decisiva. Tales rasgos se reflejarán con más
fuerza aún en Anna Karenina y La muerte de Iván Illich.
Con genio,
talento y estilos diversos, esa alma rusa estará presente en Pushkin, Turguénev
y Chéjov, quien nos dice: “Es difícil expulsar al esclavo que llevamos dentro”.
Y también está Gógol, quien señala: “Ah, los rusos no aman morir de una muerte
serena”.
El mismo Gógol en El
diario de un loco examina el alma rusa ya no en la aristocracia ni en
las “larvas humanas” sino en el funcionario medio, inserto en una rutina
asfixiante y sin horizontes, donde sus sueños se estrellan contra la
humillación de los de arriba y el desprecio hacia los de abajo. La frustración
constante concluye en la locura, en el manicomio, donde nuestro burócrata
termina creyéndose el rey de España.
Las luces, la
Revolución Francesa y las modernizaciones iluminarán a los intelectuales rusos
del siglo XIX, pero a través de un resplandor equívoco que exacerbará sus
contradicciones, pues termina encarnándose en la invasión napoleónica que los
coloca entre la modernidad y el territorio patrio pisoteado, entre la atracción
hacia Occidente y el misticismo.
La guerra como
forma de identidad reforzará el maximalismo moral y la tendencia al todo o
nada, algo que deja gran espacio a la visión del poder como factor salvador y
omnímodo cuya tiranía es lo natural.
El tirano los
aplasta y los salva, llámese Iván el Terrible, Pedro el Grande o Catalina,
distintos entre ellos, pero también similares.
La transición al
siglo XX no podía ser el fruto de un capitalismo avanzado, del despertar del
“mongol inerte”, como decía Marx con la ironía feroz que usaba como periodista,
ni tener un horizonte democrático. Esta transición se produjo a través de una
revolución realizada con astucia y violencia –en nombre de un proletariado muy
poco numeroso– por férreas personalidades como Lenin, Trotsky y Stalin, quien
se quedaría al final con el poder, a través de una dictadura sin
contemplaciones, en un océano de campesinos pobres a quienes el partido “debía
dirigir con mano de hierro hacia la felicidad” (aunque dicho camino debiera
pavimentarse con el terror aplicado a millones de vidas asesinadas por
sospecha).
El alma rusa
comenzó entonces a vivir dentro del alma soviética, llevando todo su bagaje a
la nueva realidad.
Amando y temiendo
a Stalin, adorándolo y muriendo por orden de él con un ¡viva Stalin! como
postrera exclamación, acostumbrándose al miedo, soportando las hambrunas, pero
no escatimando esfuerzo y también genio en quemar etapas del desarrollo,
convirtiendo el atraso de siglos en un país moderno, tosco y poderoso.
Un país
alfabetizado –lector de lo permitido–, loco por el arte, la música y la danza.
El único país del mundo donde la poesía es algo popular, donde los poetas que
sobrevivían eran venerados y escuchados por muchedumbres.
Stalin llamaba a
los escritores “ingenieros del alma humana”, pero los ingenieros debían ser
cuidadosos: no podían salirse de los planos trazados por el partido, de los
particulares gustos del dictador y de la idea que él tenía acerca del rol de
los artistas e intelectuales.
Esto generó muchas
vidas quebradas en todos los terrenos: la música, el teatro, la pintura. En la
literatura muchos se fueron a poco andar y otros se suicidaron, como
Maiakovski; algunos supieron convivir con habilidad, como Máximo Gorki; no
pocos hicieron disciplinadamente las tareas, como Shólojov en su Don
apacible, que sin embargo no carece de grandeza. Ilya Ehrenburg, también
poseedor de talento, fue un maestro de navegación segura en las aguas
procelosas del estalinismo. Su gusto por Occidente no le impidió estar en
todas: Unión de Escritores, Congreso Mundial de la Paz y medalla Stalin.
Del resto no vale
la pena hablar; fueron funcionarios de las letras. Los espíritus autónomos lo
pasaron muy mal. Poco dispuestos a enaltecer el régimen, se exponían a
calificaciones terribles: “intimistas, formalistas, cosmopolitas, pequeños
burgueses”. La peor de todas, a la que era muy difícil sobrevivir: “enemigos
del pueblo”.
Boris Pasternak (El
doctor Zhivago) y Solzhenitsyn lo pasaron muy mal. Pasternak evitó a duras
penas el gulag y vivió en una suerte de exilio interno hasta su muerte.
Solzhenitsyn convirtió su pesadilla en una de las denuncias literarias más
fuertes del siglo con Un día en la vida de IvánIvanovich y Archipiélago
Gulag. Muchos otros, menos conocidos, conocieron peor suerte que ellos.
Hasta romperse la aorta
La Segunda Guerra
Mundial mostraría la otra cara del alma rusa. Hitler pensó que ese despreciado
pueblo eslavo, raza inferior, por supuesto, sometido a la tiranía bolchevique,
caería como un castillo de naipes frente a su invencible ejército. Así pareció
en un primer momento, pues la capacidad defensiva de la Unión Soviética estaba
debilitada por las purgas del alto mando de 1936. Sin embargo, no contaban con
la capacidad de sacrificio sin límites, hasta “romperse la aorta”, hasta
consumirse por el colectivo del alma rusa sovietizada, y del apego de los rusos
a la Madrecita Rusia.
Hasta los popes
ortodoxos casi extintos en aquellos tiempos salieron a bendecir al Ejército
Rojo y se escribieron las increíbles páginas de arrojo que narra Vasili
Grossman en la defensa de Leningrado (hoy San Petersburgo) y Stalingrado (hoy
Volgogrado).
Poco a poco, el
Ejército Rojo daría rienda suelta a su furor, sería una victoria sublime
acompañada de un comportamiento muchas veces bárbaro.
Sándor Márai, en ¡Tierra,
Tierra!, nos relata su incapacidad de comprender a los liberadores rusos
cuando llegan a Hungría, su extraño comportamiento indescifrable, generoso y
abusivo a la vez. Relata el monólogo de un soldado ruso a quien él no entendía
el idioma. “Ese ruso bajito que hablaba sin parar me recordó asimismo a otro
personaje literario: el zapatero ruso que en Guerra y paz, explica
a Pierre Bezujov el gran y poderoso señor que cae preso, que dar sentido a la
vida humana es una empresa sencilla y quizá no del todo exenta de esperanza”. Y
agrega: “Aquel ruso también me estaba explicando algo a mí, se golpeaba el
pecho, miraba hacia arriba, meneaba la cabeza, lloraba a lágrima viva y se secaba
el llanto con el puño sin dejar de hablar (…) Yo lo escuchaba sin decir
palabras. Solo entendí que se sentía muy desgraciado. Así que en un momento
determinado le puse una mano en el hombro, y entonces me miró con los ojos
llenos de lágrimas. Sonrió con tristeza, como excusándose, y a continuación
hizo un gesto, indicando así que se avergonzaba de su propia debilidad”.
La guerra y su
espíritu solo terminó con la muerte de Stalin en 1953 y el XX Congreso del
Partido Comunista en 1956, donde Kruschev denunció parcialmente y sin
autoinculparse los crímenes de Stalin. La dictadura entonces dejó el terror y
estableció el poder férreo pero más previsible de la nomenclatura, la rutina y
la mediocridad que se arrastraría hasta la perestroika de Gorbachov y el fin de
la Unión Soviética.
Todo cambiaría
después… pero bien poco cambiaría.
En Rusia nunca
pudo anidarse verdaderamente la democracia. Lo que sí se anidó fue un capitalismo
de casino, al que Putin ha terminado dándole la dosis de autoritarismo y
nacionalismo que el alma rusa requiere para sentir que las dificultades del
diario vivir cobran sentido en algo más grande: gran país, gran potencia, algo
que atemorice y sea fuente de orgullo.
El alma rusa
perdura en las cocinas de los hogares rusos, en las noches de vodka y
salchichón, donde las conversaciones mezclan pesares, sueños, desilusiones e
incluso nostalgias de los viejos tiempos, les aseguro que con mayores referencias
literarias que una conversación en un hogar del medio oeste norteamericano.
De esas
conversaciones, Svetlana Alexiévich en su libro El fin del hombre
soviético reporta una voz que dice: “Somos unos soñadores, por
supuesto. Nuestra alma pena y sufre, pero nuestros asuntos no avanzan mucho,
porque no nos queda fuerza para eso. Nada se mueve. La misteriosa alma rusa…
Pero ¿Qué es esa famosa alma?, y bien, es solamente un alma.
Nos gusta
parlotear en nuestras cocinas, leer libros. Nuestro principal oficio es ser
lectores. Espectadores. Con ello tenemos el sentimiento de ser gente
particular, excepcional, incluso si ello no se sostiene en nada, aparte del
petróleo y del gas.
De una parte es
lo que nos impide cambiar nuestras vidas, de otra parte ello nos da la
impresión que nuestras vidas tienen un sentido”.
¿Algún día
convivirá esa alma rusa con la libertad y la democracia?
Difícil decirlo.
No se desprende eso ni de la lectura de la Alexiévich ni del magnífico Limónov,
de Emmanuel Carrère, más bien aparece como un encuentro difícil y algo lejano.
Mientras tanto quedémonos con el proverbio ruso que antepone como epígrafe
Julian Barnes a su estupenda biografía novelada de Shostakovich, El
ruido del tiempo. Ese proverbio dice que es necesario brindar tres veces: “Una
para escuchar, otra para recordarse y otra para beber”. Más alma rusa,
imposible.
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De REVISTA
SANTIAGO, 02/03/2017
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