Nunca dio por
terminada sus obras. Cada cierto tiempo, se sabía de nuevas ediciones. Las
ampliaba, reducía, alteraba. Las reescribía con un sentido infinito del deber.
Sin afán comercial, más bien con una porfía rabiosa y ética. Si desde la
dedicatoria generaban problemas, mucho mejor. Como aquellas primeras líneas de
su novela Matar a los viejos dedicadas al Presidente Salvador
Allende, donde llama asesinos a los militares que lo derrocaron en 1973.
A Carlos Droguett
(1912) le bastaba un lápiz cualquiera y un cuaderno cuadriculado. Llenaba sus
hojas de punta a cabo con una caligrafía de leves toques orientales. Además de
económicas, eran herramientas prácticas, indispensables para su quehacer. El cuaderno
podía doblarlo, meterlo en el bolsillo del vestón o del abrigo. Sacarlos en la
fila del pago de la luz, el agua o el banco. También sentado en un paradero o
en el viaje en microbús por Santiago. Siempre que algo amenazara con quitarle
el tiempo que requerían sus abultadas letras para salir al mundo.
Por las noches
traspasaba los textos a la máquina de escribir. Se mantenía alerta a posibles
nuevas perspectivas en sus historias. Si aumentaban en complejidad, se daba por
satisfecho. No quería anécdotas baratas. Para eso estaban los folletines, las
novelas rosas y las aventuras del Oeste. Esto significaba un ruido infernal
hasta altas horas de la madrugada. Nunca algún vecino le reclamó por el
escándalo que se filtraba a través de las paredes y las cañerías. El caballero
se veía un hombre de malas pulgas, así que mejor no meterse con él, pensarían
en los alrededores del barrio del Matadero Franklin. Gente modesta, humillada y
dolida. Precisamente la materia prima del dueño de casa, con la cual deseaba incendiar
–junto a su amigo Pablo de Rokha- los cimientos de las letras chilenas
burguesas.
Como una forma de
superar la necesidad de trabajar a toda hora y con más comodidad, amarró la
máquina de escribir a su pecho con sendos nudos ciegos (al leer sus novelas,
uno piensa que aquello fue no sólo cierto, si no necesario). Dentro de su casa,
los hijos contemplaban extrañados su silueta de androide avanzando con
dificultad, chocando con las paredes: “Mamá, ¿qué le pasa al papá?”,
preguntaban al principio. Isabel intentaba esbozar una explicación acorde con
la edad de los muchachos. Ya entendería que su devoto padre, fuera de casa y de
su trabajo de burócrata en Ferrocarriles del Estado, era uno de los escritores
más conflictivos de Chile. Con obras consideradas dinamita pura. Alabadas y
condenas por igual. Dispuesto a cumplir su misión, aunque tuviese que
metamorfosearse en un androide que ni siquiera deja de escribir mientras come.
“Te imaginas lo
que habrían logrado estos viejos si hubiesen contado con la tecnología de hoy”,
me comentó el escritor Juan Ignacio Colil, cuando supo de esta anécdota
literaria. También me hizo pensar que Carlos Droguett siempre escribió la misma
obra, un mismo narrador que, manteniendo el estilo, aborda diferentes historias
con un denominador común. Una voz angustiada, incómoda, que busca agotar su
discurso, repasar todos los puntos de vista. Presentar la historia y, al mismo
tiempo, interpretarla. Revisarla, diseminarla y hasta cuestionarla.
Para los anales
de nuestra literatura –que incluye una exposición en la Biblioteca Nacional de
Santiago de Chile por los cien años de su natalicio-, Carlos Droguett será
recordado como un escritor notable, de culto, de estilo complejo, solo para
iniciados. Con fama de cascarrabias, violento y agresivo. Y precisamente esto
último habría contribuido a su desaparición por décadas de las primeras planas.
Personalmente, tengo mis dudas de esta tesis. Existe una pléyade de escritores
chilenos, mucho más afables y pacíficos que Droguett, que han corrido su misma
suerte. El olvido es más bien una conducta permanente de nuestra nación, no
sólo en literatura, sino también en genocidios (algo que nuestro reseñado sabía
muy bien con uno de sus hijos torturados por los servicios secretos de Pinochet
y que lo instó a exiliarse en Suiza hasta su muerte en 1996).
Un profesor de
castellano, gruñón y comunista, comentó en una sala de clases de 1989, que el
mejor novelista chileno todos los tiempos era Carlos Droguett. En la biblioteca
del liceo me facilitaron Eloy. Novela breve que narra las últimas
horas de un bandolero rural antes de morir acribillado por la policía. Una pieza
donde la corriente de la conciencia es el instrumento para contar una historia
desde dentro. Con la violencia y la muerte alternándose. Una constante en la
creación del autor.
Más tarde vino
una lectura en los fríos salones de la Biblioteca Nacional de la novela Sesenta
muertos en la escalera, fusión de dos historias escritas y ocurridas
en diferentes épocas. El asesinato por parte de Carabineros, en el edificio del
Seguro Obrero, de un grupo de jóvenes nazistas que pretendían dar un golpe de
Estado en 1938; por otro lado, aborda un hecho de sangre puntual conocido como
el crimen de la calle Lord Cochrane. Una pareja asesina a un anciano para
robarle su dinero. El enlace de ambas historias se encuentra en la pluma de un
primerizo Carlos que, junto con los horrores de ambas matanzas, recuerda sus
primeros días con Isabel, su mujer. Recostada, un poco enferma en casa y tal
vez embarazada. Mientras él intentaba ganarse la vida como empleado de una
imprenta, comiendo todos los días un asado asqueroso y una lechuga aceitosa.
De sus
influencias, aquellas que iniciaron su combustión interior, habría que
mencionar a Dostoievski, Knut Hamsun,. Marcel Proust, Freud, Joyce, Kafka y
Faulkner, más los laberintos del Fondo Medina y de la Biblioteca del Congreso
Nacional. También los relatos históricos de Crescente Errázuriz, Vicente Pérez
Rosales y otros cronistas olvidados.
Sus novelas
fundamentales son Sesenta muertos en la escalera (1953), Eloy (1960), Patas
de perro (1965), El compadre (1967), El
hombre que había olvidado (1968), Todas esas muertes (1971)
y su cuento Magallanes (1967), considerado una pieza clave de
la narrativa chilena.
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De CHILE
LITERARIO, 28/02/2017
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