Cada viernes a
las 6:15 de la tarde, luego de una semana analizando granos de cebada bajo un
microscopio, el genetista Goetz Hensel conduce dos kilómetros hasta un bar de
Quedlinburg, un pueblo con casonas medievales al este de Alemania, para beber
una chop de Hasseröder de un sólo trago. Durante ese after office, Hensel y sus
colegas —alemanes e ingenieros biotecnólogos como él— hablan de fútbol, de pop
alemán o de cualquier otra cosa, menos de trabajo. Para hablar de ciencia
tienen todo el día en el instituto de investigaciones biológicas IPK, el banco
genético de semillas más grande del mundo. Cuando quieres embriagarte la
genética no importa demasiado, dice Hensel, un científico de cincuenta y tantos
años que habla con voz pausada, con la misma autoridad de un abuelo sabio.
Goetz Hensel viste jeans y camiseta azul, tiene el pelo entrecano, usa anteojos
y carga una mochila negra más grande que su espalda. En su mano derecha lleva
un reloj Timex Ironman que registra cada uno de sus movimientos: las caminatas
que hace por el parque cercano a su casa, las calorías que quema, las seis
horas de sueño que duerme cada día. Pero en el bar, con sus amigos, prefiere no
monitorear su ritmo cardíaco cuando un par de rubias se sientan en la mesa
contigua. Por eso cada viernes, el científico intenta olvidarse que dedica su
vida a descifrar el ingrediente principal de la tercera bebida más consumida en
el mundo después del agua y el té.
Hensel trabaja en
una bodega climatizada similar a un hangar donde hay hileras de frigoríficos
enormes como roperos, alineados uno tras otro. Alguien distraído podría pensar
que detrás de las puertas de esas neveras, las de unos científicos que quieren
mejorar la cerveza, hay precisamente eso: cervezas bien heladas. Pero allí se
guardan decenas de plaquitas de cristal con germinados de semillas de cebada.
Unas parecen migajas de arroz, otras tienen diminutas ramas verdes, todas están
etiquetadas con escrúpulo germano. En este lugar, Goetz Hensel, un ingeniero
alemán que no ve series de televisión ni suele ir al cine, ha producido en las
últimas dos décadas más de veinte mil plantas modificadas en sus genes para ser
más productivas y nutritivas. Su mayor obsesión es la cebada, el insumo
principal de la cerveza. Hensel dice que alterar su composición la haría más
resistente a las plagas y los climas extremos. De todos los cereales, la cebada
es la que más fibra y proteína tiene: reduce el colesterol, la diabetes y el
riesgo de infartos. Es el segundo cultivo más importante de Alemania, y el
cuarto en el mundo después del trigo, el arroz y el maíz. Por eso, en un futuro
donde la temperatura del planeta aumenta y las ciudades crecen
vertiginosamente, el genetista cree que resguardar la cebada es crucial. La
mayoría de alemanes, sin embargo, sienten que la genética hace peligrar la
pureza de su cerveza.
El músico Frank
Zappa decía que un país de verdad debe tener su propia cerveza. Según Zappa
también ayuda tener una aerolínea, un equipo de fútbol y algunas armas
nucleares, pero lo que en realidad importa es tener una cerveza. En Alemania,
ese dicho tal vez se haya tomado muy en serio: no existe otro país que
produzca, consuma y exporte más cerveza. En el país de Goethe y Schumacher
existen más de cinco mil marcas y se concentra casi la mitad de cervecerías que
existen en Europa. Un alemán bebe más de cien litros de cerveza al año: el
doble de litros que un estadounidense, el triple que un mexicano y cinco veces
más que un chino. En Alemania cada pueblo tiene al menos una cervecería.
Cualquiera, a cualquier hora, puede beber una botella de medio litro mientras
viaja en bus, en metro, o en la calle mientras da un paseo, en un almuerzo de
oficina o en el gimnasio. Los supermercados no venden cerveza helada, sólo los
autoservicios de veinticuatro horas. Con tan pocos meses de sol, el paladar
germano se ha acostumbrado a beber la cerveza tibia. Los alemanes prefieren
beber solos y, aunque siempre llegan a una reunión con cervezas en la mano, no
la comparten. No suelen comprar six packs ni pagar por la
botella de alguien más, ni siquiera cuando quieren seducir a una chica o chico
en un bar. En el verano, cuando parques y canales se llenan de bebedores, uno
puede ver peatones solitarios, generalmente desempleados, con un carrito o una
gran bolsa de plástico juntando las botellas vacías que los berlineses dejan
entre asados y picnics. Los alemanes no tiran las botellas en los contenedores
de basura, las colocan al costado de un poste de luz, en la banca del parque o
en la cornisa de las ventanas para que los recicladores puedan ganarse unos
centavos.
En casa, sentado
frente a su computadora, el genetista Goetz Hensel trabaja mejor acompañado de
una Radeberger —una cerveza dorada, ligeramente amarga— y se relaja y no piensa
en las moléculas que le dan textura a su bebida favorita. Algunos doctores,
dice, recomiendan la cerveza como una mejor opción para rehidratarse tras el
ejercicio, pues todos sus ingredientes son de origen natural. La dosis de
azúcar que posee es de tan alta calidad que los alemanes pueden beber y beber
sin preocuparse por la resaca. La cerveza es rica en antioxidantes naturales,
en fibra, en vitaminas B y C, en minerales, y en nutrientes que combaten la
anemia. Su cantidad de calorías es inferior al de la gran mayoría de bebidas
alcohólicas y las gaseosas. Reduce las posibilidades de sufrir un infarto,
actúa como un laxante natural y disminuye el riesgo de osteoporosis. Pero el
científico de la cerveza también sabe que cuando nos pasamos de tragos nuestro
sistema nervioso jamás la pasa bien.
Durante el
Oktoberfest, la fiesta dedicada a la bebida alcohólica más popular del mundo,
se toma tanta cerveza como para llenar tres piscinas olímpicas. Allí, algunos
se divierten viendo a jóvenes turistas tambalearse o cantar en la calle por lo
borrachos que están. Todo genetista sabe qué sucede exactamente: el alcohol
incrementa la liberación de dopamina, un neurotransmisor que en exceso
enloquece las neuronas, y éstas —por decirlo de un modo— empiezan a suicidarse,
a ahorcarse con sus dendritas, o se apuñalan con los cristales de fosfato. O,
en el peor de los casos, aumentan el voltaje de las neurotransmisiones al punto
de electrocutarse. La resaca —los mareos, los vómitos, la sed, la leve amnesia—
es consecuencia de todo ello. Hensel dice que ha borrado de su memoria la
última vez que se emborrachó. Y si alguna vez experimentó un ‘eureka’ gracias a
los efectos de la cerveza, al día siguiente ya no se acuerda.
Pero beber una
buena cerveza con moderación, dice el científico, facilita el intercambio de
ideas, la colaboración y forja un espíritu en el laboratorio. Hensel prefiere
la cerveza alemana, pero no tiene una marca favorita: le gusta probar la
producción local, respetando también la temporada. En Baviera y durante el
verano toma siempre cerveza de trigo porque es dulce y refrescante. En el norte
del país se inclina por la producción amarga del Báltico. «En Alemania es
imposible conseguir cerveza de mala calidad», dice Hensel, quien difícilmente
tiene resaca. Lo que sí le genera un dolor de cabeza es que muchos compatriotas
suyos vean la labor del genetista con desconfianza.
Para crear
variedades de cebada que no necesiten mucha agua, resistan enfermedades,
produzcan más toneladas de grano por hectárea y sean más nutritivas, se
necesita conocer a fondo su código genético. En el IPK, decenas de científicos
europeos, asiáticos y estadounidenses se esfuerzan por identificar y mapear
para qué sirve cada uno de los miles de genes que componen este cereal, que
doblan en número a los genes humanos. Hensel siempre ha estado fascinado por la
biología moderna molecular y la posibilidad de hacer crecer una planta entera a
partir de sólo una rama, una raíz o una sola célula. Pero se resiente con la
mala publicidad que tiene su oficio entre la opinión pública alemana.
Las principales
organizaciones ambientales del mundo, como Greenpeace, afirman que los
transgénicos destruyen la biodiversidad de los cultivos y agotan la fertilidad
de los suelos. En un mundo donde los alimentos transgénicos están demonizados,
Alemania quizá sea el país más firme en ese rechazo. De acuerdo con una
encuesta del Departamento de Protección de la Naturaleza, más del ochenta por
ciento de los alemanes no quiere consumir alimentos transgénicos, aunque en
Alemania sólo se cultivan esos vegetales con fines científicos. Siguiendo los
pasos de Francia y Grecia, Alemania prohibió los cultivos de maíz transgénico
en 2009, presionada por los granjeros de Baviera, la región cervecera número
uno del país. El ministro de agricultura alemán Christian Schmidt, nuevo
Embajador de la Cerveza, es uno de los portavoces europeos más influyentes en
la guerra contra los transgénicos. «No quiero una expansión de la ingeniería
genética en el campo alemán, ni tampoco conozco a nadie que desee su presencia
extendida», dijo en junio de 2015, en medio de un debate acalorado sobre la
prohibición de cualquier cultivo genéticamente modificado en la Unión Europea.
Hensel lamenta la ignorancia que revelan esas declaraciones: se sabe que el
ochenta por ciento del algodón cultivado en todo el mundo —el insumo principal
de la mayoría de la ropa que usamos— es transgénico. También la soja: más del
noventa de la producción mundial es transgénica. Y aunque la soja transgénica
casi no se come en forma directa, sus derivados se utilizan en miles de
alimentos que consumimos. «Así que la mayoría de los productos ‘bio’ de soja,
aunque digan lo contrario o no lo especifiquen en sus etiquetas, están en
contacto con organismos genéticamente modificados», dice el científico. Le parece
absurdo que la gente no tema usar transgénicos en los fármacos —como las
vacunas o la insulina que combate la diabetes—, pero sí en alimentos como la
cerveza, cuando ambos productos son ingeridos por el cuerpo. No todo lo que es
transgénico es malo por definición, dice Hensel, quien evita comprar alimentos
bajo el sello ‘bio’: en el jardín de su casa, los tomates crecen con
fertilizante. Si su esposa insistiera en hacer la despensa sólo con productos
orgánicos, dice que ya se habría divorciado.
***
Quienes beben
cerveza, decía el monje alemán Martín Lutero, entrarán al paraíso caminando con
la frente en alto. En la tierra de Nietzsche, la cerveza es religión. Y su
receta básica es una suerte de mandamiento tallado en piedra que no debe
quebrarse. Desde hace quinientos años la cerveza en Alemania sólo es
considerada cerveza si contiene cuatro ingredientes: lúpulo, levadura, agua y
malta de cebada. Así lo estipula la Reinheitsgebot, la Ley de la
Pureza Cervecera de 1516, el documento de certificación culinaria y estándar de
calidad más antiguo del mundo. Sin un permiso especial, los bares alemanes no
pueden vender cerveza que no esté hecha bajo esa ley. El lúpulo —flor japonesa
de la misma familia de la marihuana— aporta fragancia, propiedades relajantes y
mayor tiempo de vida en estantería. La levadura es vital para la fermentación.
Sin embargo, la cebada es el ingrediente sagrado de la receta.
Algunos
antropólogos afirman que los primeros granos de cebada que el hombre cultivó no
fueron tanto para hacer alimento sino para fermentar cerveza y embriagarse.
Hablar de los orígenes de la cerveza nos obliga a remontarnos a las culturas
sumeria y egipcia, cuando probablemente alguien, después de masticar el cereal
y escupirlo en algún tipo de cuenco, observó cómo se producía una especie de
líquido espumoso que había cambiado su olor y sabor, evolucionando hacia
sabores agrios y ácidos. Los más antiguos documentos de casi todas las
civilizaciones mencionan la cerveza. Dionisio, antes de ser el misterioso dios
del vino en Grecia y el alegre Baco en Roma, fue la divinidad de la cerveza en
Tracia. La fórmula más antigua para elaborar esta bebida se encontró en
Mesopotamia y se conserva en el Museo Metropolitano de Nueva York. La cerveza
es menos antigua que el vino porque requirió de más tecnología: la agricultura
para crecer el grano, el fuego y las calderas para cocinarlo. Pero una vez
inventado se extendió rápidamente. Los egipcios le enseñaron a los griegos a
hacer cerveza y estos a los romanos y los romanos al resto del mundo. Si el
vino era raro y aristocrático, porque sólo se podía hacer una vez al año
—cuando la fruta estaba madura—, la cerveza se popularizó rápidamente en las
clases bajas. Todo lo que necesitaban era grano malteado y un ingrediente
amargo —como el lúpulo— para equilibrar su dulzura. Cuando tomas una cerveza,
dice Hensel, tomas nueve mil años de historia. Y una cerveza alemana concentra,
sobre todo, los últimos quinientos años de ella.
Hace cinco siglos
los alemanes guardaban la mejor cebada para hacer pan rico en fibra, pero
también cerveza. Desde esa época las cervecerías solían ubicarse al lado de las
panaderías: la cerveza siempre fue el pan líquido de los germanos. Un día de
1516, los Duques de Baviera decidieron que el trigo y el centeno solo servirían
para hornear pan, y la cebada sólo para producir cerveza. Los duques querían
regular la composición de la bebida para evitar ingredientes como hierbas
venenosas y frutos del bosque, pero también para monopolizar los cultivos de
cebada: con la Ley de la Pureza ellos controlarían los precios y se harían más
ricos.
Muchos años
después esa ley que nació para controlar el mercado de la bebida que embriagaba
a Alemania y al resto de Europa se transformaría en tradición. Una encuesta
reciente de la Asociación Nacional de Productores de Malta concluyó que nueve
de cada diez alemanes no admite alteraciones en la composición de su cerveza.
Quieren preservar su cerveza pura y libre de ingredientes con genes
modificados. Dicen que no los necesitan: para producir cerveza de alta calidad
ya tienen suficientes variedades de cebada. La Federación de Cerveceros
Alemanes sostiene que con sólo ocho variedades de este cereal se produce el
noventa por ciento de la cerveza en el país. Cada variante produce hasta cuarenta
tipos de malta de cebada. De este universo, cada maestro cervecero escoge hasta
cinco tipos y crea una nueva mezcla. Sumado a las diferentes culturas de
levadura, los distintos tipos de agua y las más de sesenta clases de lúpulo,
las posibilidades para crear una nueva cerveza de malta de cebada son
infinitas.
Hace un siglo y
medio, el monje bohemio Gregor Mendel sentó las reglas de la genética al
identificar los principios que rigen las variaciones en color, tamaño y forma
dentro de cada especie, rasgos que se heredan de generación en generación.
Desde esa época los productores de cebada en Alemania se basan en estas huellas
genéticas a la hora de cruzar dos tipos de cebada para conseguir una nueva
mezcla, que cruzan con otra mezcla y así sucesivamente durante algunos años,
hasta conseguir una variedad natural —no creada en un laboratorio—
completamente nueva. Genetistas como Goetz Hensel aseguran que una cebada con
genes mejorados —rica en carbohidratos, baja en proteínas, con larga vida en
estantería— puede hacer más eficaz la producción de cerveza: puede acortar los
años de pruebas para crear nuevas variedades de malta y reducir el consumo de
agua y energía. Pero el rechazo a los transgénicos del público alemán está tan
arraigado, que los productores de malta de cebada no admiten que un científico
meta las narices en su cerveza. «Creo que se podría aceptar la modificación
genética en otros cultivos como el maíz o el sorgo, pero jamás en la cebada»,
dice Walter König, representante de la Asociación de Cerveceros de Baviera,
conocedor de su mercado. «La cerveza es el último bastión de un producto cien
por ciento natural. Los alemanes nunca aceptarán una alteración genética».
Aunque quinientos años de pureza cervecera es mucho tiempo y la industria de los alimentos depende cada vez más de los laboratorios, el mercado alemán sigue dominado por el escepticismo en torno a los organismos genéticamente modificados. Mientras que en Alemania los cultivos transgénicos están prohibidos, en Latinoamérica ocupan más de setenta millones de hectáreas: una superficie similar a la que utiliza Estados Unidos, el principal productor de transgénicos en el mundo. Estos, debido a su resistencia a los insecticidas, se cultivan durante todo el año. Al no dejar descansar el suelo la tierra agota todos sus nutrientes hasta que no puede producir más, y estos cultivos se fumigan con glifosato, el herbicida más usado en el mundo, aunque la OMS ha advertido que puede provocar cáncer. Para los científicos, sin embargo, no todas son malas noticias: hace veinte años se cultivaron las primeras papayas transgénicas para resistir una plaga de insectos en Hawái. Hasta hoy no existe estudio alguno que compruebe que estas papayas destruyan la biodiversidad o hayan causado alguna enfermedad humana. Es el mismo caso del arroz Golden: cada año, en el sureste asiático, hasta medio millón de niños se quedan ciegos por falta de vitamina A. El arroz Golden, una variedad de arroz transgénica y enriquecida con esta vitamina, podría salvar miles de vidas además de asegurarles alimento.
A pesar de que la
cebada ya experimentó el clima extremo de la Edad del Hielo, está comprobado
que en las próximas décadas las zonas donde se cultiva el cereal de forma
natural disminuirán drásticamente por al aumento de temperatura. Nuevas
variedades de cebada tendrán que ser diseñadas para adaptarse al medio
ambiente, para tener mejores niveles de rendimiento, para seguir produciendo
malta de cerveza de buena calidad. Goetz Hensel está convencido de que los
genetistas no solo salvarán los alimentos en el futuro, sino también nuestra
forma de embriagarnos los fines de semana: la cebada, dice el científico, tiene
que evolucionar para que la cerveza sobreviva.
***
Goetz Hensel cree
que casi nadie entiende realmente el trabajo de un genetista, a pesar de que
vivamos en el siglo XXI. En algunos círculos —sobre todo los más conservadores—
la reputación de esta clase de científicos es similar a la de un hereje
medieval o un comunista en los cincuenta: su profesión es sospechosa. La televisión
y el cine se han encargado de instalar en nuestras mentes imágenes
distorsionadas: científicos despeinados —las batas blancas, los ojos
desorbitados— encerrados en un laboratorio, mezclando caprichosamente los genes
de una mosca con los de un ser humano. Hensel jamás ha visto corderos que
brillan en la oscuridad, ni ha escuchado al ratón que canta como pájaro —ambas
especies existen y fueron creadas en un laboratorio—, pero reconoce que tiene
cebada fluorescente en su oficina: un método que utiliza para identificar
fácilmente los marcadores genéticamente alterados en el principal ingrediente
de la cerveza alemana. «Una oveja fluorescente quizá no tiene mucho sentido»,
ríe Hensel. «Pero imagina un árbol de Navidad fluorescente. ¡En vez de colgarle
luces y gastar electricidad tendrás un árbol que brille por semanas! Esto puede
servir en el futuro, ¿no?».
El genetista
alemán no pierde la paciencia cuando le piden que explique por qué su trabajo
es importante en la producción agrícola. Gracias a la genética, dice, se pueden
seleccionar sólo aquellos atributos que un agricultor necesita para producir
plantas con ciertas propiedades específicas controladas por genes específicos:
soja que resista las sequías, maíz que produce su propio insecticida, trigo más
nutritivo, centeno rico en fibra. Pero transnacionales como Monsanto, DuPont o
Bayer, que ejercen el monopolio de la producción de semillas agrícolas, ha
hecho que la labor del genetista sufra más rechazo. Parte del problema es que
desde mediados de los noventa, la investigación y el desarrollo de los
transgénicos respondió más a las leyes del mercado que a las de la preservación
ambiental: produjeron semillas baratas, resistentes a ciertas bacterias, que
precisaban de pesticidas para combatir otras plagas, que también eran
producidos por estas mismas compañías. Los medios de comunicación se pronuncian
con alarmante frecuencia contra los organismos genéticamente modificados. Las
propias marcas de alimentos alertan en sus etiquetas al consumidor de productos
alterados. En ese escenario, Hensel entiende que sea difícil creer que el
trabajo de un genetista esté motivado por otra cosa que no sea servir a
intereses de grandes corporaciones.
Hensel lamenta
que la opinión pública en torno a los organismos genéticamente modificados esté
marcada por una hostilidad de la política de su país y no por pruebas
científicas. A pesar de ello, con una botella de Hasseröder en mano, Goetz
Hensel saborea el momento cada vez más cercano donde su profesión sea
reivindicada. Él, como todo alemán, celebra la tradición cervecera, pero está
convencido de que sus investigaciones sólo pueden beneficiar la producción de
su bebida favorita en el futuro. De hecho, Hensel es menos ortodoxo: hace diez
años, durante un congreso académico en Suecia, bebió cerveza elaborada con maíz
transgénico. Irónicamente, los granos de MON 810 —la variedad producida por
Monsanto y presente en la bebida— eran cultivados en Alemania hasta 2009,
cuando el gobierno prohibió su siembra. A Hensel le pareció una cerveza un poco
dulce, pero le gustó.
Afortunadamente,
dice, su mujer y su hijo lo apoyan en su trabajo, aunque no todos los
genetistas corren con la misma suerte. Un colega suyo siempre evita hablar de
su trabajo durante la cena para no discutir con su esposa. Desde hace tiempo,
Goetz Hensel y sus colegas aprendieron que la genética no siempre es el mejor
tema de sobremesa en el país de la cerveza.
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De ETIQUETA NEGRA, 15/10/2015
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