Remando al
viento/Gonzalo
Suárez (1988)
Nos aterrorizaba
Frankenstein. Pero no nos aterrorizaba el monstruo, en sí, sino el hecho de que
cobrase vida gracias a los manejos de un ser humano. No hay creación más
terrible que la que de nosotros mismos nace.
En 1816, en una
lujosa mansión situada en Suiza, en las húmedas orillas del lago Le Man, George
Gordon Byron reunía a su alrededor a su contemporáneo de letras y audacias,
Percy Bysshe Shelley, la jovencísima compañera sentimental de este, Mary
Shelley, y el médico y escritor John William Polidori, para pasar unas
vacaciones que se prometían plenas de soleadas jornadas y jugosas apuestas
intelectuales. Los días de calor, lamentablemente, no llegaron. 1816 aún se
recuerda en la zona como el año sin verano, producto de los trastornos
climáticos que sucedieron a la erupción de un volcán ubicado –ni más ni menos-
en Indonesia. El cambio climático viene de lejos, parece.
Lo que sí se fraguó en aquel verano sin verano fueron una serie de andamiajes intelectuales que fecundarían líricas y terrores que hasta hoy nos acompañan. Obligados por la caprichosa climatología, los renombrados amigos que se reunían en Villa Diodati, emplearon su tiempo narrando ancianas y pueriles historias de fantasmas y proponiendo juegos que, sin abandonar lo literario, rozaban lo metafísico. Polidori escribió, allí, El Vampiro, que sería inspiración para el posterior y más afamado Drácula, de Bram Stoker. Mary Shelley fecundó las terribles páginas de Frankenstein o el moderno Prometeo.
Las vidas de
estos poetas nunca se separaron, y sus finales afianzaron más los lazos que los
unían. Y es que todos ellos vieron morir sus días con las lentes dióptricas de
la tragedia. Percy Shelley murió ahogado en una sorpresiva tormenta. Suicidado
con un trago de ácido prúsico Polidori. Enfermo extremo de epilepsia, fruto de
la cual murió en Grecia, mientras luchaba por su independencia, Lord Byron.
Mary Shelley, a una edad mucho más avanzada que sus compañeros, falleció, entre
inenarrables dolores, víctima de un tumor cerebral.
Y en esto que
llega un director de cine español, Gonzalo Suárez, y filma, inspirándose en los
días que compartieron en Ginebra estos personajes, la que posiblemente sea la
más extraña y poética película del cine patrio, en 1988. Hablo de Remando
al viento.
Rodada con una
exquisitez propia del escenario espacio temporal que refleja, la cinta se
convierte en un ejercicio de imaginación portentoso en que Suárez, tomando como
punto de partida las vacaciones compartidas por aquel grupo de poetas
atormentados, nos ofrece una lectura de la gestación y el mito de Frankenstein
totalmente innovadora y mágica, a la vez que absolutamente creíble. Sólo un
filme como este, con su portentoso pulso narrativo, su casi teatral puesta en
escena, y una fotografía que, en ocasiones, roza lo pictórico (inolvidable la
gélida belleza del inicio), podía hacer no sólo creíble, sino contenedor de un
poderoso magnetismo, el guion escrito por el mismo Gonzalo Suárez. Evidentemente,
una película como Remando al viento
no podía más que ser una radical apuesta de autor.
El mejor poema
sería el que diera vida a la materia, propone uno de los personajes en los
compases iniciales del metraje. Y eso dará pie para que Mary Shelley comience a
urdir su Frankenstein. Luego, el director, con su magistral fantasía, logrará
que contemplemos cómo, de un puñado de párrafos, nacerá el moderno Prometeo que
logrará afianzar los lazos que emparentan a los personajes. Porque, aparte sus
vidas ya unidas, sin malicia pero con ruinosa perseverancia entrelazará, el
monstruo hecho de pedazos humanos, sus trágicos fallecimientos. Y un despliegue
de poesía es lo que lleva a la pantalla, en apenas hora y media, el director
asturiano.
Una película de
un romanticismo cruel, dodecafónico y excelso. Una inmersión en los recovecos
de la fantasía y el lirismo más dramáticos. Una celebración de la lucha por los
propios ideales, tengan estos el carácter que tengan. Una sinfonía de belleza
atroz. Hasta el monstruo, Frankenstein, es hermoso aquí. Nada que ver con
tornillos y mirada ausente a lo Karloff.
En la retina y la
memoria del espectador quedarán por siempre escenas memorables, cómo esa en que
Lord Byron (sorprendentemente interpretado por Hugh Grant, sí, antes de
convertirse en actor de un solo registro) pide a sus amigos, mientras surcan en
barca las nieblas nocturnas del lago, que le acompañen con un antiguo canto de
las montañas de Albania que, al fin, no es más que un alarido en que se
contiene toda la esencia del sentir romántico de la vida. O aquella otra,
final, en que Byron le pide a Mary Shelley que, ya que ha tenido el valor para
escribir sus destinos, lo tenga igualmente para aceptarlo, y que sirve como
prólogo perfectamente orquestado, con un simple movimiento de cámara, a la
narración de la muerte de Percy Shelley, su pira funeraria a la orilla de la
playa, y un Byron que sólo sabe dar rienda suelta a su dolor arrastrando su
cojera por la arena hasta sumergirse en las aguas, ante la mirada atenta de la
criatura nacida de la pluma y la imaginación de Mary Shelley, que le advierte
de que han de encontrarse, ambos, muy pronto. Lo sé, esto es el tan temido y
fatídico spoiler. Pero, de verdad, da igual, la historia ya es lo
suficientemente conocida. Lo sorprendente es la manera de narrarla que tiene
Gonzalo Suárez en esta mágica película.
La poesía, ya lo
sabemos, no sirve para salvar la vida, pero en ocasiones puede salvar la
memoria y eso, amigos, es lo más cercano a la vida que conoce un servidor. A
mí, hoy, escribiendo sobre Remando al
viento, me ha venido a la memoria no sólo su grandeza cinematográfica y
lírica, sino también aquellas tardes en que bañaba mi cuerpo en las aguas del
Cantábrico, como para limpiarme de todo el amor que ya me estabas queriendo
arrebatar. Fue en la preciosa playa de Barro asturiana. La misma en que Suárez
filmó un buen puñado de escenas inolvidables. Tú, tal vez, sin yo aún saberlo,
eras el Frankenstein hecho de pedazos humanos que yo tanto temía encontrar en
la noche.
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